viernes, 17 de enero de 2014

..." tan luminoso y templado"...

Anton Chéjov
17 de enero de 1860 -Rusia


















Iván Matveich 

  
Son las cinco. Un renombrado sabio ruso (le diremos sencillamente sabio) está frente a su escritorio y se muerde las uñas.
-¡Esto es indignante! -dice a cada momento, consultando su reloj-. ¡Es una falta de respeto para con el tiempo y el trabajo ajenos!... ¡En Inglaterra, un sujeto semejante no ganaría ni un centavo y moriría de hambre!... ¡Ya verás la que te espera cuando vengas!

En su necesidad de descargar sobre alguien su enojo e impaciencia, el sabio se acerca a la habitación de su mujer y golpea en la puerta con los nudillos.

-¡Escucha, Katia! -dice indignado-. Cuando veas a Piotr Dnilich, comunícale que las personas decentes no actúan de esa manera. ¡Es un asco!... ¡Me recomienda a un escribiente, y no sabe lo que me recomienda!... ¡Ese jovenzuelo, con toda puntualidad, se retrasa todos los días dos o tres horas!... ¿Qué manera de portarse un escribiente es esa?... ¡Para mí, esas dos o tres horas son más preciosas que para cualquier otro dos o tres años!... ¡Cuando llegue pienso tratarlo como a un perro!... ¡No le pagaré y lo echaré de aquí! ¡Con semejantes personas no pueden gastarse ceremonias!

-Eso lo dices todos los días, pero él sigue viniendo y viniendo...

-¡Pues hoy lo he decidido! ¡Ya he perdido bastante por su culpa!... ¡Tendrás que perdonarme, pero pienso reñirle como se riñe a un cochero!...

He aquí que suena un timbre. El sabio pone cara seria, yergue su figura y, alzando la cabeza, se encamina al vestíbulo. En este, junto al perchero, se encuentra ya su escribiente. Iván Matveich, joven de unos dieciocho años, rostro ovalado, imberbe, cubierto con un abrigo raído y sin chanclos. Tiene el aliento entrecortado y, mientras se limpia con gran esmero los grandes y torpes zapatos en el felpudo, se esfuerza en ocultar a la doncella el agujero en uno de ellos, por el que asoma una media blanca. Al ver al sabio sonríe con esa larga, prolongada y un tanto bobalicona sonrisa con que solamente sonríen los niños o las personas muy ingenuas.

-¡Ah... buenas tardes! -dice, ofreciendo una mano grande y mojada-. Qué... ¿se le pasó lo de la garganta?

-¡Iván Matveich! -dice el sabio con voz temblorosa, retrocediendo, y enlazando los dedos-. ¡Iván Matveich! -luego, dando un salto hacia el escribiente lo agarra por un hombro y comienza a sacudirlo débilmente-. ¿Qué es lo que está usted haciendo conmigo... -prosigue con desesperación-, terrible y mala persona?... ¿Qué está usted haciendo? ¿Reírse?... ¿Se mofa usted, acaso de mí?... ¿Sí?...

El semblante ovalado de Iván Matveich (que, a juzgar por la sonrisa que todavía no ha acabado de deslizarse de su rostro, esperaba un recibimiento completamente distinto) se alarga aún más al ver al sabio respirando indignación y, lleno de asombro, abre la boca.

-¿Qué?... ¿Qué dice?... -pregunta.

-¡Con que además pregunta usted que qué digo! -exclama alzando las manos-. ¡Sabiendo como sabe usted lo precioso que me es el tiempo me viene con dos horas de retraso! ¡No tiene usted temor de Dios!

-Es que no vengo ahora de casa -balbucea Iván Matveich, desanudándose indeciso la bufanda-. Era el santo de mi tía, y fui a verla... Vive a unas seis verstas de aquí... ¡Si hubiera ido directamente desde mi casa... sería distinto!

-¡Reflexione usted, Iván Matveich!... ¿Existe lógica en su proceder?... ¡Aquí hay trabajo, asuntos urgentes..., y usted se va a felicitar a sus tías por sus santos!... ¡Oh!... ¡Desátese más de prisa esa absurda bufanda!... ¡En fin, que todo esto es intolerable!

Y el sabio se acerca de otro salto al escribiente y le ayuda a destrabar la bufanda.

-¡Es usted peor que una baba!... ¡Bueno! ¡Venga ya! ¡Más rápido, por favor!

Sonándose con un arrugado y sucio pañuelo y estirándose el saco gris, Iván Matveich, tras atravesar la sala y el salón, penetra en el despacho. En este hace tiempo que le ha sido preparado sitio, papel y hasta cigarrillos.

-¡Siéntese! ¡Siéntese! -le mete prisa el sabio, frotándose las manos impacientemente-. ¡Hombre insoportable! ¡Sabe usted lo apremiante que es el trabajo y se retrasa de esta manera! ¡Sin querer, tiene uno que regañar! Bueno, ¡escriba!... ¿Dónde quedamos?

Iván Matveich se atusa los cabellos, duros como crines, desigualmente cortados, y toma la lapicera. El sabio, paseándose de un lado a otro y reconcentrándose, comienza a dictar:

"Es el hecho (coma) que algunas de las que podríamos llamar formas fundamentales... (¿Ha escrito usted formas?...) sólo se condicionan según el sentido de aquellos principios (coma) que en sí mismos encuentran su expresión y sólo en ellos pueden encarnarse. (Aparte. Ahí punto, como es natural). Las más independientes son..., son aquellas formas que presentan un carácter no tanto político (coma) como social."

-Ahora los colegiales llevan otro uniforme. El de ahora es gris -dice Iván Matveich-. Cuando yo estudiaba era diferente.

-¡Ah!... ¡Escriba, por favor! -se enoja el sabio-. ¿Ha escrito usted social?... "En cuanto no se refiere a regularización, sino a perfeccionamiento de las funciones de estado (coma), no puede decirse que estas se distinguen sólo por las características de sus formas... ¡Eso!... Sí..." Las tres últimas palabras van entrecomilladas... ¿Qué me decía usted antes del colegio?

-Que en mis tiempos llevábamos otro uniforme.

-¡Ah... sí! Y usted... ¿hace mucho que ha dejado el colegio?

-Sí, se lo decía ayer. Hace tres años que no estudio... Lo dejé en cuarto año.

-¿Y por qué dejó usted el colegio? - pregunta el sabio, echando una mirada sobre lo escrito por Iván Matveich.

-Pues porque sí... Por cuestiones absolutamente particulares.

-¡Otra vez tengo que volvérselo a decir: Iván Matveich!... ¿Cuándo dejará usted de alargar tanto los renglones?... ¡No debe haber más de cuarenta letras en cada renglón!

-¿Cree usted, acaso, que lo hago a propósito? -se ofende Iván Matveich-. ¡Otros, en cambio, llevan menos de cuarenta! ¡Cuéntelas! ¡Si le parece que lo hago adrede, puede quitármelo de la paga!

-¡Ah!... ¡No se trata de eso!... ¡Qué poca delicadeza tiene usted! ¡Enseguida se pone a hablar de dinero!... ¡El esmero es lo que importa, Iván Matveich!... ¡Lo que importa es el esmero!... ¡Tiene usted que acostumbrarse al esmero!

La doncella entra en el despacho, trayendo una bandeja que contiene dos vasos de té y una cestita con tostadas secas... Iván Matveich toma torpemente su vaso con ambas manos y empieza de inmediato a bebérselo. El té está demasiado caliente y, para no quemarse los labios, Iván Matveich lo bebe a sorbitos. Se come primero una tostada; luego otra; después una tercera, y, turbado y mirando de reojo al sabio, tiende la mano hacia la cuarta. Sus ruidosos sorbos, su glotona manera de mascar y la expresión de codicia hambrienta de sus cejas alzadas irritan al sabio.

-¡Dese prisa! ¡El tiempo es precioso!

-Siga dictándome. Puedo beber y escribir al mismo tiempo... Le confieso que tenía hambre.

-¿Vendrá usted a pie seguramente?

-Sí... ¡Y qué mal tiempo hace!... Por este tiempo, en mi tierra, huele ya a primavera... En todas partes hay charcos de la nieve que se derrite...

-¿Es usted del Sur?

-Soy de la región del Don... En el mes de marzo ya es enteramente primavera. Aquí, en cambio, no hay más que hielo y nieve; todo el mundo va con un abrigo... Allí, hierbita fresca... Como por todas partes está seco, hasta se pueden agarrar tarántulas.

-¿Y por qué agarrar tarántulas?

-¡Porque sí!... ¡Por hacer algo! -dice suspirando Iván Matveich-. Es divertido agarrarlas. Se pone en una hebra de hilo un pedacito de resina, se mete en el nido y se la golpea en el caparazón. La muy maldita, entonces, se enoja y toma la resina con las patitas; pero se queda pegada... ¡Qué no habremos hecho con ellas! A veces llenábamos una palangana hasta arriba y soltábamos dentro una bijorka.

-¿Qué es una bijorka?

-¡Una araña que se llama así!... Pertenece a una especie parecida a la de las tarántulas. ¡Ella sola, peleando, puede con muchas tarántulas!

-¿Sí?... Pero, bueno... tenemos que escribir... ¿Dónde nos detuvimos?

El sabio dicta otros cuarenta renglones, luego se sienta y se sumerge en la meditación.

Desde su asiento, Iván espera lo que van a decirle, estira el cuello y se esfuerza en poner orden en el cuello de su camisa. La corbata no cae mal, pero como se le ha soltado el pasador, el cuello se le abre a cada momento.

-¡Sí!... dice el sabio- ¡Así es!... qué ¿todavía no ha encontrado usted un trabajo, Iván Matveich?

-No... ¿Dónde va uno a encontrarlo?... ¿Sabe... yo?... Pienso sentar plaza en un regimiento... Mi padre me aconseja que me haga dependiente de botica.

-Sí... Pero ¿no sería mejor que ingresara usted en la Universidad?... El examen es difícil, pero con paciencia y un trabajo perseverante se puede llegar a aprobar. ¡Estudie usted!... ¡Lea usted más! ¡Lea mucho!

-La verdad es que... tengo que confesar que leo poco -dice Iván Matveich, encendiendo un cigarrillo.

-¿Ha leído a Turgueniev?

-No.

-¿Y a Gogol?

-¿A Gogol?... ¡Jum!... ¿A Gogol?... No; no lo he leído.

-¡Iván Matveich! ¿No le da vergüenza?... ¡Ay, ay, ay, ay!... ¡Cómo un muchacho tan bueno!... ¡Con tanta originalidad como hay en usted, y que resulte que ni siquiera ha leído a Gogol!... ¡Tiene que leerlo! ¡Yo se lo daré! ¡Léalo sin falta! ¡Si no lo lee, pelearemos!

De nuevo se produce un silencio. Medio tumbado en un cómodo diván, medita el sabio, mientras Iván Matveich, dejando al fin tranquilo su cuello, pone toda su atención en sus zapatos. No se había dado cuenta de que bajo sus pies, a causa de la nieve derretida, se habían formado dos grandes charcos. Se siente avergonzado.

-¡Me parece, Iván Matveich, que también es usted aficionado a cazar jilgueros!

-¡Eso en otoño!... ¡Aquí no cazo, pero allí, en mi casa, solía cazar!

-¿Sí?... Bien... Pero, bueno, de todos modos, tenemos que escribir.

El sabio se levanta decidido y empieza a dictar, pero después de escritos los diez primeros renglones, se vuelve a sentar en el diván.

-No... Tendremos que dejarlo ya hasta mañana por la mañana -dice-. Venga usted mañana por la mañana. Pero ¡eso sí..., temprano! Sobre las nueve... ¡Dios lo libre de retrasarse!

Iván Matveich deja la pluma, se levanta de la mesa y va a sentarse en otra silla. Cuando han pasado unos cinco minutos en silencio, empieza a sentir que ya le ha llegado la hora de marcharse, que ya está allí de más...; pero ¡el despacho del sabio es tan agradable..., tan luminoso y templado!... ¡El efecto de las tostadas secas y del té dulce está todavía tan reciente..., que su corazón se estremece sólo al pensar en su casa!... En su casa hay pobreza, hambre, frío, un padre gruñón... ¡Echan en cara lo que dan..., mientras que aquí hay tanta tranquilidad!... ¡Y hasta quien se interesa por las tarántulas y los jilgueros!...

El sabio consulta la hora y toma el libro.

-¿Me dará usted a Gogol, entonces? -pregunta, levantándose, Iván Matveich.

-Sí, sí...; se lo daré. Pero ¿por qué tiene usted tanta prisa, amigo mío? ¡Quédese! ¡Cuénteme algo!

Iván Matveich se sienta y sonríe con franqueza. Casi todas las tardes se la pasa sentado en este despacho, percibiendo cada vez en la voz y en la mirada del sabio algo verdaderamente afable, conmovido..., algo que le parece suyo. Hasta hay veces, segundos, en los que le parece que el sabio está ligado a él; se ha habituado tanto a su persona, que si le riñe por sus retrasos es sólo porque se aburre sin su charla, sin sus tarántulas y sin todo aquello relacionado con el modo de cazar jilgueros en la región del Don.







 




“Hoy... dejaré las puertas y las ventanas de mi casa, abiertas, para siempre”...- Alfredo Zitarrosa

Así las dejaste un 17 de enero de veinticinco años atrás




















Tente-en-el-aire


Aquí son verde esmeralda. Los llamamos colibríes, picaflores, pájaros-mosca, tente-en-el-aire, o pájaros-joya. Son los enanos del mundo de las aves, apodiformes (clasificados sistemáticamente en esa forma, justamente porque reciben toda clase de apodos: joya-mosca-flor) y pertenecen a la familia de los troquílidos, que apenas alcanzan el tamaño de un abejón. Sus alitas vibran de setenta y cinco a cien veces por segundo, de modo que pueden permanecer inmóviles, si eso necesitan, aguardando la apertura de una flor o para capturar un pequeñísimo insecto. Curiosamente, los nuestros responden por sus características a los pigmeos entre los pigmeos de esta especie, casi idénticos a los llamados “sunsún de Cuba”, que miden menos de seis centímetros, de los cuales más de dos y medio corresponden al delgado pico y a la pequeña cola, formada por doce timoneras. En Cuba tienen la garganta carmesí; aquí no; su garganta es de un gris oscuro; pero por todo lo demás, por su pico negro, la parte superior del cuerpo y la cola azul-verde, son iguales, esta criaturas primaverales, a los colibríes cubanos, de verano eterno.

Me jacto de conocerlos mejor que muchos a estos animalitos y voy a decir por qué.

El jardincito era interior. Yo había alquilado el apartamento del fondo de una casona, donde vivía, solitario, no solo porque el dóberman era temible, sino porque, después de una segunda separación de mi mujer fabuladora –dicen que la tercera es la vencida-, quería tomarme mi tiempo para razonar, elaborar el porqué de nuestras desdichas padecidas. Exiliados, desexiliados, amándonos, necesitándonos, mi mujer y yo habíamos sido compañeros a pesar de carecer, ambos, de una familia sólida. Yo también fabulaba a veces, en particular cuando se trataba de hablar de mi pasado. Era como si ambos fuésemos pájaros pigmeos desde nacidos.

Los colibríes tienen un tronco minúsculo, pero, sin embargo muy fuerte: las patitas cortas, provistas con uñas idóneas, son capaces de agarrarse a las más pequeñas rugosidades. Creo que así vivimos, mi ex –mujer y yo, durante años, posándonos cada uno en el otro, alternativamente, en las finas grietas de nuestras almas respectivas que se amaron entre remotos dolores durante casi veinte años. El apartamento que yo alquilaba, mientras aguardaba una tercera oportunidad –ella tal vez ya no-, tenía una puerta de hierro con doble traba, porque había sido depósito de zapatos. Caros, zapatos caros, de artesanía. Y tenía un porchecito, recubierto, como forrado finamente por una santarrita bermeja. Ese septiembre, yo había descubierto, colgado brevemente de un gajo grueso, cierto nido minúsculo del tamaño de una ciruela, al que acudían, zumbando, y en horas desparejas, colibríes. Estaba frente a la puerta el pequeño nido, que los primeros días me parecía ser algo así como un fruto de la enredadera. Hasta que comprendí que era un nido escondido, disimulado, inverosímil, comparado con los de cualquier otro pájaro.

María Jimena y yo, una noche, después de analizar nuestras vidas durante tres horas o más, decidimos que no había una vencida, una tercera oportunidad. Nuestras hijas iban a quedar a su cargo, yo me comprometía a pasarle una pensión alimenticia, la casa adquirida iba a quedar a su nombre, yo resignaba mi parte asumiéndome como arrendatario, ella a su vez dijo quererme bien, desearme lo mejor, etc. pero el caso es que allí, esa madrugada, yo comprendí que la santarrita no fructifica en nidos, sino que es una planta trepadora, que se adorna a sí misma, con flores carmesí.

Esa noche de nuestra despedida con María Jimena, no pude dormir. A las seis de la mañana preparé el mate, abrí la puerta de hierro, encendí la grabadora para escuchar ciertos sonidos previos al hundimiento definitivo de mis mejores recuerdos, y mientras en la grabadora sonaban aquellas cosas registradas la víspera, escuhé “zzzzz....”, “zzzz”... Eran los colibríes. Octubre. Iban y venían y eran dos. Por aquella capsulita torda, mimetizada con la enredadera, asomaban dos piquitos negros que nunca había visto. Macho y hembra, padre y madre, iban y venían de las flores al nidito, deteniéndose incomprensibles para inyectar néctar en aquellos piquitos minúsculos. Suspendí a Eric Satie, que sonaba a mi gusto esa mañana, me bañé, me vestí y salí en la bicicleta, encargándole al dóberman, como si pudiera entenderme, que cuidase aquel nido. Había dejado abierta la puerta de hierro y la radio encendida. No podía sacarme a mi mujer de la cabeza. Pedaleé toda la mañana, hasta agotarme. Almorcé en un pequeño balneario de la cosa de Canelones y emprendí el regreso.

Con muy bajo volumen en la radio sonaba la “Patética” y en la habitación contigua a la salita un zumbido estridente, como el de un abejorro, se interrumpía, sonaban los cristales de la ventana cerrada como si alguien arrojase piedrecitas, y recomenzaba, penetrante, acompañado de un “¡¡zzzzzz!!”... “¡¡zzzzzz!!” yo diría de desesperación. Era uno de los colibríes, que sin duda había entrado por la puerta y no acertaba a encontrar la salida. Por lo demás, los techos muy altos quedaban por lo menos a un metro y medio de los dinteles y el animalito solo atinaba a subir, volar en círculos y estrellarse contra la claridad de la ventana. ¿qué podía hacer yo por él? Pensé en esos embudos de tul para cazar mariposas. Pero ¿dónde hallar semejante cosa antes de que el pajarito se matara?

Se me ocurrió arrimar un taburete a la puerta de entrada y desde allí, trepado de modo que mi cabeza quedaba un poco más arriba del marco de la puerta, más o menos a la altura por la que volaba el piclaflor, con la mano derecha cerrada a la altura del pecho de modo que solo quedaba extendido el dedo índice, empecé a imitar sus “¡¡zzzzzz!!”, agregándoles breves íes que sólo expresaban mi propia angustia. Fueron apenas unos segundos. El pajarito voló hacia mí, bajó, se posó en mi dedo índice y salió disparado por la puerta, chillando de alegría. Su pareja acudió de inmediato y sosteniéndose, quietos, vibrando en el aire bajo el tibio sol, los vi besarse.

Y digo que sé de colibríes más que muchos, porque no creo que mucha gente haya tenido a uno de ellos, posado en su dedo índice, siquiera por un brevísimo instante. Su peso era el de un alma.

De: “Por si el recuerdo” -Cuentos  - Alfredo Zitarrosa

De: taringa.net