Que no quede nada
Había jurado no comprarle jamás un arma de juguete al niño.
Había pertenecido a Greenpeace, aún cotizaba con un recibo
anual, y sentía una simpática nostalgia cuando veía en la televisión una marcha
pacifista desafiando la prohibición de internarse en el desierto de Nevada,
donde los ingenieros nucleares se extasiaban sembrando en los cráteres hongos
monstruosos. Su trabajo de representante comercial lo absorbía totalmente.
También se había casado. Y había tenido un hijo.
—¿Un hijo? —le
preguntó Nicolás con ojos de espanto. Era un antiguo compañero de inquietudes,
con el que acababa de encontrarse en el aeropuerto.
—Pues sí —había dicho él, sintiéndose algo incómodo.
Nunca pensó que estas cosas hubiera que explicarlas. Uno
tiene un hijo, y ya está.
—No, ¿sabes?, si lo digo es por la valentía que supone. Creo
que hay que ser valeroso para tener un hijo. Yo no sería capaz de tomar una
decisión así. Me daría vértigo.
En realidad, nunca había pensado en el significado de tener
un hijo. Se había casado porque le apeteció y había tenido un hijo por lo
mismo. Pero Nicolás no dejaba de mirarlo como un confesor atormentado por los pecados
ajenos.
—¿Sabes? Creo que hay que tomarlo sobre todo como un hecho
biológico, sin darle muchas vueltas tras¬cendentes. Es como asumir nuestra
condición animal. Un hijo hace que te sientas bien, así, como un animal.
Recu¬peramos nuestra animalidad como condición positiva.
Nicolás se rió. Al fin y al cabo, era biólogo.
—No sé. Para mí es como si decidierais convertiros por un
instante en Dios. Traer a alguien a este mundo debe de ser hermoso, pero... es
también tan terrible. No sé.
—¿Terrible? ¿Por qué?
—De una terrible inconsciencia.
—Bueno... Él se despierta muchas veces por la noche. Nos
llama y vuelve a quedarse dormido. Así, varias veces por la noche. Puedes ser
un dios, pero un dios hecho polvo. Él, hostias..., duerme cuando quiere.
Ahora se rieron los dos.
—¿Le cuentas cuentos?
—No veas. Le llevo contados miles. Bueno, cuando estoy. Ya
sabes, ando de aquí para allá, con este maldito trabajo. Hay noches en que le
cuento tres o cuatro, y me quedo dormido antes que él.
—¿Cómo son? ¿Qué es lo que le cuentas? —pre¬guntó, divertido,
Nicolás.
—Buff. Sobre todo, de animales. Le encantan los cuentos de
animales. Animales que tienen hijos, y vienen los cazadores, y todo eso.
Procuro que el lobo sea bueno —y dijo esto con un guiño también divertido.
—Me gustaría verlo alguna vez —dijo Nicolás, cuando ya se
despedían.
El amigo hizo una última señal de adiós tras la puerta de
cristal, y él se dirigió a una de las tiendas del aeropuerto. Siempre llevaba
algún regalo para el niño. No había mucho donde elegir. El mayor surtido era de
imitación de armas de fuego. Las había de todas clases. El colt vaquero, una
pistola de agente especial con silenciador, un rifle de mira telescópica, una
ametralladora de rayos láser. Y luego estaba toda la artillería, y los
blinda-dos, y sofisticadísimos adelantos de la guerra de las galaxias. Los
evitó con un ademán de repugnancia, y finalmente eligió un paragüitas de tela
plástica transparente y con pegatinas de graciosos animalillos.
Cuando llegó a casa, el niño estaba durmiendo.
—Le traje esto —dijo él con una sonrisa.
—Es bonito —dijo la mujer.
Por la mañana, el niño preguntó: ¿Vas a trabajar? Él
contestó con pena que sí y el hijo lo miró con enojo, a punto de llorar.
—Te he traído una cosa —dijo él saltando de la cama. El niño
se calló y esperó expectante a que desenvolviera el regalo.
—Mira, tiene dibujos de Snoopy —dijo satisfecho, alargando
el paragüitas.
El niño miró el regalo, le dio vueltas para ver todos los
animales, y parecía contento.
Antes de marcharse, le dio un beso y le acarició la cabeza.
Cuando iba a abrir la puerta, oyó que el hijo lo llamaba. Se volvió y lo vio
allí, con una pierna adelantada y el paraguas apoyado en el hombro con perfecto
estilo de tirador.
—¡Pum! Estás muerto, papá.
Manuel Rivas
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Gracias por tu interés