El proyecto original fue concluido el 31 de marzo de 1889. Es el ícono indiscutible de París. |
TORRE EIFFEL
Torre Eiffel
Guitarra del cielo
Tu telegrafía sin hilos
Atrae las palabras
Como un rosal las abejas
Durante la noche
El Sena deja de
correr
Telescopio o clarín
TORRE EIFFEL
Y es una colmena de
palabras
O un tintero de
miel
Al fondo del alba
Una araña de patas
de alambre
Tejía su tela de
nubes
Hijo mío
Para subir a la Torre Eiffel
Se sube por una canción
Do
Re
Mi
Fa
Sol
La
Si
Do
Ya estamos arriba
Un pájaro canta
En las antenas
Telegráficas
Es el viento
De Europa
El viento eléctrico
Allá lejos
Los sombreros
vuelan
Tienen alas pero no
cantan
Jacqueline
Hija de Francia
¿Qué ves allá
arriba?
El Sena duerme
Bajo la sombra de
sus puentes
Veo girar la Tierra
Y toco mi clarín
Hacia todos los
mares
Por la senda
De tu perfume
Todas las abejas y palabras se alejan
En los cuatro horizontes
Quién no ha oído
esta canción
SOY LA REINA DEL
ALBA DE LOS POLOS
SOY LA ROSA DE LOS
VIENTOS QUE SE AGOSTA EN CADA OTOÑO
Y CUBIERTA DE NIEVE
MUERO DE LA MUERTE
DE ESTA ROSA
EN MI CABEZA UN
PÁJARO CANTA EL AÑO ENTERO
De este modo la
torre me habló un día
Torre Eiffel
Pajarera del mundo
Canta Canta
Carillón de París
El gigante colgado
en medio del vacío
Es el afiche de
Francia
El día de la Victoria
Se la cantarás a las estrellas.
Vicente Huidobro
El ingeniero responsable de su construcción. |
La Torre Eiffel
Cuando
trabajaba en la construcción de la Torre Eiffel, aquellos sí que eran buenos
tiempos. Y no sabía que era feliz.
La
construcción de la Torre Eiffel fue algo maravilloso y muy importante. Hoy día
vosotros no podéis haceros una idea. Lo que hoy es la Torre Eiffel tiene muy
poco que ver con la realidad de entonces. Por el momento, las dimensiones. Es
como si se hubiera entumecido. Yo paso bajo ella, levanto los ojos y miro. Pero
a duras penas reconozco el mundo donde viví los días más hermosos de mi vida.
Los turistas entran en el ascensor, suben a la primera terraza, suben a la
segunda, exclaman, ríen, hacen fotografías, graban películas en color. Pobres,
no saben, nunca podrán saber.
Se
lee en las guías que la Torre Eiffel tiene trescientos metros de alto más
veinte metros de la antena de radio. También los periódicos de la época, antes
incluso de que empezasen las obras, así lo decían. Y trescientos metros al
público le parecía ya una locura.
De
trescientos nada. Yo trabajaba en los talleres Runtiron, en Neuilly. Era un
excelente obrero mecánico. Una tarde en que volvía a casa, me para por la calle
un señor de unos cuarenta años con sombrero de copa. “¿Es usted el señor André
Lejeune?” me preguntó. “Así es” respondo. “¿Y usted quién es?” “Yo soy el
ingeniero Gustave Eiffel y quisiera hacerle una propuesta. Pero antes debería
hacerle ver una cosa. Este es mi coche”.
Subo
al coche del ingeniero, me lleva a una nave construida en un descampado de la
periferia. Aquí habrá una treintena de jóvenes que trabajan en silencio sobre
grandes mesas de diseño. Nadie se digna a mirarme.
El
ingeniero me conduce al fondo de la sala donde, apoyado contra la pared, hay un
cuadro de un par de metros de alto con el diseño de una torre. “Yo construiré
para París, para Francia, para el mundo, esta torre que usted ve. De hierro.
Será la torre más alta del mundo”.
“¿Cuánto
de alta?” pregunté.
“El
proyecto oficial prevé una altura de trescientos metros. Esta es la cifra que
se pactó con el gobierno, para que no se asustase. Pero serán muchos más”.
“¿Cuatrocientos?”
“Jovencito,
créame, ahora no puedo hablar. Dé tiempo al tiempo. Pero se trata de una
empresa maravillosa, participar en ella es un honor. Yo he venido a buscarle
porque me han dicho que usted es un obrero muy competente. ¿Cuánto gana en
Runtiron?” Le digo mi salario. “Si te vienes conmigo” dice el ingeniero pasando
bruscamente a tutearme “ganarás tres veces más”. Yo acepté.
Pero
el ingeniero en voz baja dijo: “Olvidaba una cosa, querido André. A mí me
interesa que tú seas de los nuestros. Pero antes debes hacer una promesa”.
“Espero
que no sea nada poco honorable” aventuré, un poco impresionado por aquel aire
de misterio.
“El
secreto” dijo él.
“¿Qué
secreto?”
“¿Me
darás tu palabra de honor de no hablar con nadie, ni siquiera con tus seres más
queridos, sobre lo que respecta a nuestro trabajo? ¿De no referir a ningún alma
viva lo que harás y cómo lo harás? ¿De no revelar ni números, ni medidas, ni
datos, ni cifras? Piénsalo, piénsalo bien antes de estrecharme la mano. Porque
un día este secreto podrá pesarte”.
Había
un impreso timbrado, con el contrato de trabajo y en él estaba escrita la
obligación de guardar el secreto. Lo firmé.
Los
obreros de las obras eran cientos, quizá miles. No sólo no los conocí nunca a
todos sino que no los vi nunca a todos porque se trabajaba en equipos sin
soluciónde continuidad y los turnos eran tres en veinticuatro horas.
Hechos
los cimientos, comenzamos los mecánicos a montar las vigas de acero. Entre
nosotros, al principio, se hablaba muy poco, quizá por efecto del juramento al
secreto. Pero de algunas frases cogidas de aquí y allá me hice la idea de que
los compañeros habían aceptado el contrato únicamente por el excepcional salario.
Nadie, o casi nadie, creía que la torre se llegaría nunca a terminar. La
consideraban una locura, más allá de la fuerza humana.
Con
los cuatro gigantescos pies plantados en la tierra, el armazón de hierro crecía
a ojos vista. Más allá del recinto, al borde de nuestra vasta obra, estacionaba
día y noche la multitud para contemplarnos, como hormigas, que pululábamos allá
arriba, suspendidos en la telaraña.
Los
arcos del pedestal se soldaron felizmente, las cuatro columnas vertebrales se
alzaron casi a pico y después se juntaron para formar una sola que se hacía
cada vez más fina. Al octavo mes se llegó a la cota cien y se ofreció a los
oficiales un banquete fuera de las puertas, en un mesón a orillas del Sena.
No
oía más palabras de desconfianza. Incluso un extraño entusiasmo embargaba a los
obreros, capataces, técnicos, ingenieros, como si se estuviera en vísperas de
un extraordinario acontecimiento. Una mañana, en los primeros días de octubre,
nos encontramos envueltos en la niebla.
Se
pensó que una capa de nubes bajas se había estancado sobre París, pero no era
así. “Mira aquel tubo” me dijo Claude Gallumet, el más pequeño y delgado de mi
equipo, que se había hecho amigo mío. De un grueso tubo de goma fijado a la
estructura de hierro salía un humo blanquecino. Había cuatro, uno en cada
ángulo de la torre. De ellos salía un vapor denso que poco a poco había formado
una nube que ni subía ni bajaba, y dentro de este gran paraguas mullido
nosotros seguíamos trabajando. Pero, ¿por qué? ¿A causa del secreto?
Los
constructores nos ofrecieron otro banquete cuando se llegó a la cota
doscientos, también los periódicos hablaron de ello. Pero en torno a la obra la
multitud ya no estacionaba, aquel ridículo sombrero de niebla nos escondía
completamente de sus miradas. Y los periódicos elogiaban el artificio: aquella
condensación de vapores —explicaban— impedía a los obreros, izados sobre la
aérea estructura, valorar el abismo subyacente; y eso prevenía los vértigos.
Gran tontería: para empezar porque todos nosotros estábamos ya muy
acostumbrados al vacío; ni siquiera en caso de vértigo habría acaecido ninguna
desgracia porque cada uno de nosotros llevaba un sólido cinturón de cuero que
se aseguraba, tramo a tramo, por medio de una cuerda, a las estructuras que nos
rodeaban.
Doscientos
cincuenta, doscientos ochenta, trescientos, ya habían pasado casi dos años,
¿llegábamos al final de nuestra aventura? Una tarde nos congregaron bajo la
gran cruz de la base, el ingeniero Eiffel nos habló. Nuestro compromiso —dijo—
había terminado, habíamos dado prueba de tenacidad, maestría y coraje, la
empresa constructora nos adjudicaba incluso un premio especial. Quien quisiera
podía volverse a casa. Pero él, ingeniero Eiffel, esperaba que hubiera
voluntarios dispuestos a continuar con él. ¿Continuar el qué? El ingeniero no
podía explicarlo, si los obreros se fiaban de él, valdría la pena.
Con
otros muchos yo me quedé. Y fue una especie de descabellada conjura de la que
ningún extraño sospechó, porque cada uno de nosotros permaneció más que nunca
fiel al secreto.
Así
que, en la cota trescientos, en vez de esbozar el armazón dela cúspide, se
alzaron nuevas vigas de acero una sobre otra directas al zénit. Un fuste tras
otro, un hierro sobre otro hierro, una viga sobre otra, y perno a perno, y estrépito
de martillos, toda la nube vibraba como una caja de resonancia. Nosotros
estábamos en pleno vuelo.
Hasta
que, a fuerza de subir, salimos de la grupa de la nube, que quedó entera bajo
nosotros, y la gente de París seguía sin vernos a causa de aquella pantalla de
vapor, aunque en realidad nosotros nos cerníamos en el aire puro y límpido de
las cumbres. Y en ciertas mañanas de viento se divisaban los Alpes lejanos
cubiertos de nieve.
Estábamos
ya tan alto que la subida y la bajada de los obreros terminaba por absorber más
de la mitad del horario de trabajo. Todavía no había ascensores. Día a día el
tiempo de trabajo útil se reducía. Llegaría el día en que, llegados a la cima,
deberíamos emprender inmediatamente el descenso. Y la torre dejaría de crecer,
ni un metro más.
Se
decidió entonces instalar arriba, entre las vigas de hierro, nuestras casetas,
como nidos, que desde la ciudad no se veían puesto que estaban escondidas por
la nube de niebla artificial. Allí se dormía, se comía y por la tarde se jugaba
a las cartas, cuando no se entonaban los grandes coros de las ilusiones y las
victorias. Abajo, a la ciudad, se descendía a turnos sólo en los días festivos.
Fue
en aquel periodo cuando se comenzó lentamente a intuir la maravillosa verdad,
el motivo, esto es, del secreto. Y ya no nos sentíamos obreros mecánicos,
nosotros éramos los pioneros, los exploradores, éramos los héroes, los santos.
Se empezó lentamente a intuir que la construcción de la Torre Eiffel nunca
concluiría, entonces se entendía por qué el ingeniero había querido aquel
desmesurado pedestal, aquellas cuatro ciclópeas patas de hierro que parecían
absolutamente exageradas. La construcción no terminaría nunca y en la
perpetuidad de los tiempos la Torre Eiffel continuaría creciendo hacia el cielo,
por encima de las nubes, las tempestades, los picos del Gaurishankar. Hasta que
Dios nos diera fuerzas, nosotros continuaríamos ajustando con pernos las vigas
de acero una sobre otra, cada vez más alto, y después de nosotros continuarían
nuestros hijos, y nadie de la llana ciudad de París lo sabría, el miserable
mundo nunca lo habría entendido.
Ciertamente
allá abajo tarde o temprano perderían la paciencia, habría protestas e
interpelaciones al parlamento, ¿cómo es posible que nunca terminaran de construir
aquella bendita torre? Los trescientos metros previstos ya se habían alcanzado,
que se decidieran por lo tanto a construir la cúpula final. Pero nosotros
encontraríamos pretextos, incluso conseguiríamos colocar a alguno de nuestros
hombres en el parlamento o en los ministerios, acallaríamos la cosa, la gente
del bajo mundo se resignaría y nosotros cada vez más alto en el cielo, sublime
exilio.
Se
oyó abajo, más allá de la blanca nube, un ruido de fusilería. Descendimos un
buen tramo, atravesamos la niebla, nos asomamos al límite inferior de las
brumas, miramos por el catalejo; hacia nuestra obra concéntricamente avanzaban
los soldados de la guardia real, policías, inspectores, los jefes de las
unidades de los batallones del ejército y de la armada con actitud amenazadora,
que el diablo los pele vivos y los devore.
Mandaron
arriba un correo: rendíos y bajad inmediatamente, hijos de perra, ultimátum de
seis horas después de las cuales apertura de fuego, fusilería, metralla,
cañones ligeros, para vosotros, bastardos, será suficiente. Por lo tanto, un
indecente judas nos había traicionado. El hijo del ingeniero Eiffel, porque el
padre había muerto hacía ya una cantidad de años, estaba pálido como un
cadáver. ¿Cómo podíamos combatir? Pensando en nuestras queridas familias, nos
rendimos.
Deshicieron
el poema que habíamos elevado al cielo, amputaron el pináculo hasta los
trescientos metros de altitud, le plantaron encima el sombrerito que todavía
ahora veis, despreciable.
La
nube que nos escondía ya no existe, por ella incluso abrirán un proceso en el
Tribunal del Sena. El aborto de torre ha sido completamente pintado de gris, de
él cuelgan largas banderas que ondean al sol, hoy es el día de la inauguración.
Llega
el Presidente con sombrero de copa alta y redingote, precedido de la cuadrilla
imperial. Como bayonetas brillan a la luz los repiques de la fanfarria. Las
tribunas de honor resplandecen de damas estupendas. El Presidente pasa revista
al guardia de los coraceros. Se pasean los vendedores de distintivos y de
cucardas. Sol, sonrisas, bienestar, solemnidad. Fuera del recinto, perdidos en
la multitud de pobres diablos, nosotros, viejos y cansados obreros de la Torre,
nos miramos unos a otros, ríos de lágrimas bajan por las barbas grises. ¡Ah,
juventud!
Dino Buzzati
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