El primer hombre
"Realidad
es la locura que permanece
y locura es esta realidad
que ya se desvanece"
y locura es esta realidad
que ya se desvanece"
El doctor More había vuelto una noche de una casa de curación clandestina, en Gitanera, con una historia que nunca reveló en vida. Según él, no había ido allí en busca de mujeres sino de un camellero de nombre Ibrahim que lo engañaba vendiéndole falsas traducciones del árabe. Una de estas historias —«El primer hombre»— que el doctor retocó en su sintaxis, procedía de una columna de las cisternas de Garama. Como había explicado en otros folios, estas columnas estaban escritas en griego y en latín, en forma de apretada espiral que cubría todo el fuste como una cinta, de arriba a abajo.
Según
esta historia, hubo una época en que los hombres y las mujeres poblaban el
mundo sin saber por qué nacían y morían, como el resto de las cosas. En
realidad, solían ver animales muertos, árboles incendiados por rayos
fulminantes, hermanos abatidos, padres y madres agonizantes. Pero los ejemplos
no eran lo suficientemente abrumadores como para temer el propio fin de cada
uno. Lloraban por sus muertos, pero no los asustaba desaparecer.
Ocurrió
un día que uno de ellos tuvo una idea extraordinaria, a todas luces
inconcebible: él mismo, quien había visto morir a un hermano, también se iba a
morir. Durante muchos días estuvo triste, sentado sobre una piedra al borde del
río. Había comenzado a contemplar su imagen en el espejo del río (cuando
todavía había ríos) y se había perdido más tarde en la contemplación de los
árboles, del cielo que lo cubría, del sol poniéndose detrás del perfil de las
montañas y las estrellas. Con la salida del nuevo sol no mejoró su situación.
Seguía
triste, profundamente triste y no sabía por qué. Era sencillo; estaba triste
porque había descubierto que la muerte lo esperaba en el cruce de algún camino.
Pero para alguien que había vivido treinta años sin saberlo era un
descubrimiento todavía oscuro. Casi no tenía palabras para explicar esta idea.
Es decir, que aún más tiempo tardó en entender que todo camino conducía al
mismo punto. Se dijo que este lugar era siempre triste, porque aunque era el
punto común de todos los caminos allí siempre iba a llegar solo. Entonces
comprendió por qué la gente lloraba cuando alguien querido partía hacia las
estrellas, tan lejos que no podían volver a verlo nunca más.
Después
de varios días de vagar por la soledad del desierto (cuando el desierto aún no
era mortal para un hombre solo), concibió una nueva e inevitable idea: si le
contaba a los demás por qué se encontraba en ese estado de pena, seguramente
dejaría de sufrir. O su sufrimiento no sería tan pesado. Había descubierto que
un hombre no puede sostener él sólo una revelación tan pesada, que debe
compartirla con los demás, ya que ellos también compartían su mismo destino.
Descubrió que, por esta razón, los demás son, de alguna forma, uno mismo.
Entonces
se sonrió, por primera vez desde aquel terrible día, y subió hasta la aldea.
Una columna de humo le indicó el camino. Debajo de esa columna, supo que otros
hombres y otras mujeres (esas otras formas de sí mismo) asaban un cerdo
salvaje. “Un cerdo muerto”, pensó, por un momento con miedo.
En el
camino se encontró con un joven que jugaba con una pluma de ganso y sintió que
no podía esperar a llegar a la aldea para contar lo que le había ocurrido.
Al
principio el joven de la pluma no comprendió, ya que siempre había pensado que
algo ocurre cuando acontece afuera, como un ave que es derribada con una lanza
o como una tormenta que arroja fuego sobre la montaña. Pero ¿cómo podía ocurrir
algo adentro de una persona que no sea sólo el latido del corazón?
El
hombre comprendió que el joven no había comprendido y se apresuró a llegar a la
aldea.
Al día
siguiente, el joven de la pluma, que había pasado la noche en la pradera, llegó
a la aldea y supo que el hombre que le había contado la historia más extraña e
inolvidable de su vida había sido asesinado. Mejor dicho, había sido
sacrificado a los nuevos dioses de la montaña. Supo también que lo habían
matado por algo que sabía, por algo que había descubierto por sí solo en el
río, o quién sabe cuándo, según le dijeron. Entonces el joven sintió tanto
miedo que huyó desesperado, consciente ahora de que poseía algo que los hombres
querían o despreciaban. Y mientras huía, también supo que ese algo no era una
piedra, ni era un fantasma ni era un demonio sino algo que había aprendido,
algo que había descubierto y que llevaba consigo en alguna parte.
Trató de
recordar qué era aquello que tanto aterraba a la aldea y recordó lo que le
había ocurrido al primer hombre. Recordó que el hombre sabía que iba a morir,
tal como ocurrió el día después. El hombre lo había predicho, por lo tanto era
verdad.
Sin
embargo, algo aún más terrible o maravilloso había ocurrido: el joven de la
pluma también sabía que el primer hombre iba a morir, sin dudas, mucho antes de
que la gente de la aldea se lo dijera. No tenía por qué dudarlo, porque por
entonces no existía la mentira.
Entonces
ya no pudo deshacerse de esa idea y la idea comenzó a propagarse como una
epidemia: no sólo sabía que él se iba a morir, sino también todos los demás, de
una forma o de otra, más tarde o más temprano. Lo nuevo, lo terrible no había
sido tanto la muerte como la conciencia de llevarla adentro desde aquel día.
El joven
siguió huyendo y, cada vez que se encontraba con alguien en el camino que le
preguntaba por qué huía, contaba esta historia, porque aún no había aprendido a
mentir. De forma que la idea de que todos moriremos algún día prendió tan
fuerte en cada uno y contagió tan fácilmente a los demás, que pronto no hubo
sobre la tierra ya nadie que no lo supiera.
Durante
siglos los hombres buscaron un consuelo a su más profunda angustia, pero todas
las respuestas parecieron pequeñas ante la muerte. Hasta que alguien, no se
sabe quién, descubrió la verdad. Y como vieron que a todos servía como
respuesta a los temores del primer hombre, la defendieron con su sangre y con
la sangre de los demás, primero, y con la mentira después.
Jmajfud@hotmail.com
www.majfud.50megs.com
Jorge Majfud
Escritor uruguayo (1969).
Graduado
arquitecto de la Universidad de la República del Uruguay, fue profesor de
diseño y matemática sen distintas instituciones de su país y en el exterior.
En
el 2003 abandonó sus profesiones anteriores para dedicarse exclusivamente a la
escritura y a la investigación. En la actualidad enseña Literatura
Latinoamericana en The University of Georgia, Estados Unidos.
Ha publicado
Hacia qué patrias del silencio (novela, 1996), Crítica de la pasión pura
(ensayos 1998), La reina de América (novela. 2001), La narración de lo
invisible(ensayos, 2006), Perdona nuestros pecados(cuentos, 2007).
Es
colaborador de La República, El País, La Vanguardia, Monthly Review, Political Affaires,
Rebelion, Resource Center of The Americas, Revista Iberoamericana, Tiempos del
Mundo, Jornada, Milenio, Página/12, Le Monde Diplomatique, etc. Es miembro del
Comité Científico de la revista Araucaria de España. Ha colaborado en la
redacción de diferentes enciclopedias, libros colectivos de investigación y
antologías de ficción, como el más reciente Las palabras pueden (2007), editado
por UNICEF.
Sus relatos y ensayos han sido traducidas al inglés, francés, portugués,
griego e italiano. Ha sido expositor invitado en varios países.
En 2001 fue
finalista del Premio Casa de las Américas, Cuba, por la novela La reina de
América, “porque destaca una escritura rabiosa respecto a los poderes
constituidos mediante el uso de la parodia y la ironía”, según el jurado, integrado
por Belén Copegui (España), Andrés Rivera (Argentina), Mayra Santos Febres
(Puerto Rico), Beatriz Maggi (Cuba) y José Luis Díaz Granados (Colombia). La
traducción al italiano será publicada por Non Solo Parole(2008). Ha obtenido
otras distinciones como el Premio Excellence in Research Award in Humanities
& Letters, UGA, Estados Unidos, 2006. Editorial Baile del Sol publicará
próximamente su última novela La ciudad de la Luna (2008).
De: Proyecto Sherezade.com
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