12 de julio de 1904- Chile |
LOS CRÍTICOS DEBEN
SUFRIR
"Los cantos de
Maldoror" forman en el fondo un gran folletín. No se olvide que Isidore
Ducasse tomó su seudónimo de una novela del folletinista Eugéne Sue: Lautréamont,
escrita en Chatenay en 1873. Pero Lautréamont, lo sabemos, fue mucho más lejos
que Lautréamont. Fue mucho más abajo, quiso ser infernal.
Y mucho más alto, un arcángel
maldito. Maldoror, en la magnitud de la desdicha, celebra el "matrimonio
del cielo y el infierno". La furia, los ditirambos y la agonía forman las
arrolladoras olas de la retórica ducassiana. Maldoror: Maldolor.
Lautréamont proyectó una nueva
etapa, renegó de su rostro sombrío y escribió el prólogo de una nueva poesía
optimista que no alcanzó a crear. Al joven uruguayo se lo llevó la muerte de
París. Pero este prometido cambio de su poesía, este movimiento hacia la bondad
y la salud, que no alcanzó a cumplir, ha suscitado muchas críticas. Se le
celebra en sus dolores y se le condena en su transición a la alegría. El poeta
debe torturarse y sufrir, debe vivir desesperado, debe seguir escribiendo la
canción desesperada.
Esta ha sido la opinión de una
capa social, de una clase. Esta fórmula lapidaria fue obedecida por muchos que
se doblegaron al sufrimiento impuesto por leves no escritas, pero no menos
lapidarias. Estos decretos invisibles condenaban al poeta al tugurio, a los
zapatos rotos, al hospital y a la morgue. Todo el mundo quedaba así contento: la fiesta
seguía con muy pocas lágrimas.
Las cosas cambiaron porque el
mundo cambió. Y los poetas, de pronto, encabezamos la rebelión de la alegría.
El escritor desventurado, el escritor crucificado, forman parte del ritual de
la felicidad en el crepúsculo del capitalismo. Hábilmente se encauzó la
dirección del gusto a magnificar la desgracia como fermento de la gran
creación. La mala conducta y el padecimiento fueron considerados recetas en la
elaboración poética. Holderlin, lunático y desdichado; Rimbaud, errante y
amargo; Gérard de Nerval,
ahorcándose en un farol de
callejuela miserable; dieron al fin del siglo no sólo el paroxismo de la
belleza, sino el camino de los tormentos. El dogma fue que este camino de
espinas debía ser la condición inherente de la producción espiritual. Dylan Thomas ha sido el último en
el martirologio dirigido.
Lo extraño es que estas ideas de
la antigua y ríspida burguesía continúen vigentes en algunos espíritus.
Espíritus que no toman el pulso del mundo en la nariz, que es donde se debe
tomarlo porque la nariz del mundo olfatea el futuro.
Hay críticos cucurbitáceos cuyas
guías y zarcillos buscan el último suspiro de la moda con terror de perderlo.
Pero sus raíces siguen aún empapadas en el pasado.
Los poetas tenemos el derecho a
ser felices, sobre la base de que estamos férreamente unidos a nuestros pueblos
y a la lucha por su felicidad.
"Pablo es uno de los pocos
hombres felices que he conocido", dice Ilya Ehremburg en uno de sus
escritos. Ese Pablo soy yo y Ehremburg no se equivoca.
Por eso no me extraña que esclarecidos
ensayistas semanales se preocupen de mi bienestar material, aunque el
personalismo no debiera ser temática crítica. Comprendo que la probable
felicidad ofende a muchos. Pero el caso es que yo soy feliz por dentro. Tengo
una conciencia tranquila y una inteligencia intranquila.
A los críticos que parecen
reprochar a los poetas un mejor nivel de vida, yo los invitaría a mostrarse
orgullosos de que los libros de poesía se impriman, se vendan y cumplan su
misión de preocupar a la crítica. A celebrar que los derechos de autor se
paguen y que algunos autores, por lo menos, puedan vivir de su santo trabajo. Este orgullo
debe proclamarlo el crítico y no disparar pelos a la sopa.
Por eso, cuando leí hace poco los
párrafos que me dedicó un crítico joven, brillante y eclesiástico, no por
brillante me pareció menos equivocado. Según él mi poesía se resentía de
feliz. Me recetaba el dolor. De acuerdo con esta teoría una apendicitis
produciría excelente prosa y una peritonitis posiblemente cantos sublimes. Yo
sigo trabajando con los materiales que tengo y que soy. Soy omnívoro de
sentimientos, de seres, de libros, de acontecimientos y batallas. Me comería
toda la tierra. Me bebería todo el mar.
De: Confieso que he vivido
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