sábado, 12 de julio de 2014

" Yo sigo trabajando con los materiales que tengo y que soy"- Pablo Neruda

12 de julio de 1904- Chile
























LOS CRÍTICOS DEBEN SUFRIR


"Los cantos de Maldoror" forman en el fondo un gran folletín. No se olvide que Isidore Ducasse tomó su seudónimo de una novela del folletinista Eugéne Sue: Lautréamont, escrita en Chatenay en 1873. Pero Lautréamont, lo sabemos, fue mucho más lejos que Lautréamont. Fue mucho más abajo, quiso ser infernal.
Y mucho más alto, un arcángel maldito. Maldoror, en la magnitud de la desdicha, celebra el "matrimonio del cielo y el infierno". La furia, los ditirambos y la agonía forman las arrolladoras olas de la retórica ducassiana. Maldoror: Maldolor.
Lautréamont proyectó una nueva etapa, renegó de su rostro sombrío y escribió el prólogo de una nueva poesía optimista que no alcanzó a crear. Al joven uruguayo se lo llevó la muerte de París. Pero este prometido cambio de su poesía, este movimiento hacia la bondad y la salud, que no alcanzó a cumplir, ha suscitado muchas críticas. Se le celebra en sus dolores y se le condena en su transición a la alegría. El poeta debe torturarse y sufrir, debe vivir desesperado, debe seguir escribiendo la canción desesperada.

Esta ha sido la opinión de una capa social, de una clase. Esta fórmula lapidaria fue obedecida por muchos que se doblegaron al sufrimiento impuesto por leves no escritas, pero no menos lapidarias. Estos decretos invisibles condenaban al poeta al tugurio, a los zapatos rotos, al hospital y a la morgue. Todo el mundo quedaba así contento: la fiesta seguía con muy pocas lágrimas.

Las cosas cambiaron porque el mundo cambió. Y los poetas, de pronto, encabezamos la rebelión de la alegría. El escritor desventurado, el escritor crucificado, forman parte del ritual de la felicidad en el crepúsculo del capitalismo. Hábilmente se encauzó la dirección del gusto a magnificar la desgracia como fermento de la gran creación. La mala conducta y el padecimiento fueron considerados recetas en la elaboración poética. Holderlin, lunático y desdichado; Rimbaud, errante y amargo; Gérard de Nerval,
ahorcándose en un farol de callejuela miserable; dieron al fin del siglo no sólo el paroxismo de la belleza, sino el camino de los tormentos. El dogma fue que este camino de espinas debía ser la condición inherente de la producción espiritual. Dylan Thomas ha sido el último en el martirologio dirigido.

Lo extraño es que estas ideas de la antigua y ríspida burguesía continúen vigentes en algunos espíritus. Espíritus que no toman el pulso del mundo en la nariz, que es donde se debe tomarlo porque la nariz del mundo olfatea el futuro.
Hay críticos cucurbitáceos cuyas guías y zarcillos buscan el último suspiro de la moda con terror de perderlo. Pero sus raíces siguen aún empapadas en el pasado.

Los poetas tenemos el derecho a ser felices, sobre la base de que estamos férreamente unidos a nuestros pueblos y a la lucha por su felicidad.
"Pablo es uno de los pocos hombres felices que he conocido", dice Ilya Ehremburg en uno de sus escritos. Ese Pablo soy yo y Ehremburg no se equivoca.

Por eso no me extraña que esclarecidos ensayistas semanales se preocupen de mi bienestar material, aunque el personalismo no debiera ser temática crítica. Comprendo que la probable felicidad ofende a muchos. Pero el caso es que yo soy feliz por dentro. Tengo una conciencia tranquila y una inteligencia intranquila.

A los críticos que parecen reprochar a los poetas un mejor nivel de vida, yo los invitaría a mostrarse orgullosos de que los libros de poesía se impriman, se vendan y cumplan su misión de preocupar a la crítica. A celebrar que los derechos de autor se paguen y que algunos autores, por lo menos, puedan vivir de su santo trabajo. Este orgullo debe proclamarlo el crítico y no disparar pelos a la sopa.

Por eso, cuando leí hace poco los párrafos que me dedicó un crítico joven, brillante y eclesiástico, no por brillante me pareció menos equivocado. Según él mi poesía se resentía de feliz. Me recetaba el dolor. De acuerdo con esta teoría una apendicitis produciría excelente prosa y una peritonitis posiblemente cantos sublimes. Yo sigo trabajando con los materiales que tengo y que soy. Soy omnívoro de sentimientos, de seres, de libros, de acontecimientos y batallas. Me comería toda la tierra. Me bebería todo el mar.


De: Confieso que he vivido





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