La intrusa
Como todas las mañanas, se levanta a las siete y media.
Mientras cuenta peldaño por peldaño, los crujidos se
acompasan con el tic-tac del corpulento reloj que aguarda al pie de la
escalera.
Una pesada soledad se ha adueñado de todos los espacios y la
monotonía lo sienta, sin piedad, en aquella silla oscura, frente al ventanal,
día tras día. Pero el hermoso lago, espejando aquel bosque espeso de matices verdosos,
se queda detrás de los vidrios.
De pronto, el motor de un auto que se acerca atrae su
atención. Se pregunta quién puede ser. Seguramente alguien que se ha
extraviado, ya que su cabaña se encuentra bastante alejada de la ciudad más
próxima.
El motor se apaga; luego, pasos apresurados y una musiquita
-tacataca taca taca- por el empedrado de la entrada.
Permanece alerta, extrañado, nadie sabe de su paradero. Con
desesperación había huido una tarde de todos los compromisos que lo agobiaban; ni
siquiera alcanzó a comunicárselo a su mujer. Llenó su mochila con algunas
prendas cómodas, comida suficiente para un mes, unos pocos libros, un bloc de
notas y la notebook; de Fido, su inseparable perro, no se olvidó. Tenían que
salvarse: tenía que recuperar su equilibrio, perturbado por los horarios, las
citas con diferentes editoriales, el distanciamiento afectivo con los suyos.
Recién ahora se da cuenta de que ha perdido la noción del
tiempo: no sabe desde cuándo está allí ni en qué fecha vive; tampoco ha visto a
Fido.
El chirrido de la puerta que se abre lo devuelve a la
estancia. Una joven apoya en el umbral una pesada valija y vuelve a salir. No
se ha percatado de su presencia.
Desde la ventana, él la ve caminando insegura sobre sus
tacones altos. Ella amontona más bolsos junto al auto. “Evidentemente se ha
equivocado. Soy el único propietario de esta cabaña. No entiendo la presencia
de esta chica. ¿Será amiga de mi mujer, de mi hija, de mi madre? Claro, como no le avisé a nadie dónde estaría... Sí, eso
debe de haber ocurrido con seguridad”.
Ya
le va a preguntar.
La
ve ingresar muy aplomada, taconeando con dominio, y dirigirse a la planta alta
subiendo la escalera de madera con rapidez. “Pero esto es un gran atropello; ya
la voy a poner en su lugar.”
A
punto de cumplir con su propósito, se siente mal y, mareado, se recuesta en un
sillón.
Cuando
vuelve en sí, es ya la mañana. Escucha trajín en la cocina; hay olor a tostadas
y café recién hecho: aromas que le señalan que no ha probado bocado en horas;
aromas que le hacen recordar las vacaciones en casa de los abuelos, cuando era
feliz, sin horarios ni las mil responsabilidades que tiene ahora. Evoca con
ansias a la abuela María…Ella las preparaba. “¿Cuándo crecí? ¿Cuándo dejé de
visitarlos? ¿Cuándo... cuándo?”
Un
golpe de la puerta lo arranca de su búsqueda. Ha perdido la oportunidad de
hablar con la chica y se extraña mucho porque ella no lo ha descubierto aún.
Corre
hacia la entrada, tira del picaporte, pero sólo gira; intenta una y otra vez y
no lo logra. Se dirige a la ventana, forcejea y no consigue destrabarla...
“¿Qué está ocurriendo?” Vienen remolinos a su memoria: un bote… agua…el agua
entrando a borbotones por su boca y su nariz, él hundiéndose...
Cuando
entra nuevamente la joven, la increpa pero ésta pasa a su lado y lo ignora.
Desesperado, trata de tocarla, y ella actúa con total indiferencia. “¿Qué está
pasando?”
Totalmente
abrumado, deja caer su cuerpo sobre una silla del comedor.
Su
mirada errante se encuentra con unas escrituras diseminadas sobre la mesa; se
acerca y alcanza a leer: “Cabaña Los Cedros -propiedad de Diego Villagrán,
fallecido el 23 de julio de 1970…
La bailarina
Sus
ojos recorrieron lentamente la mesa servida con gran exactitud: el plato con
frugal comida; junto a la jarra de agua, un vaso y cubiertos.
Pero
no podía comer. Debía curar sus heridas; el tiempo era demasiado tirano, como
su carcelero. Desde su niñez hasta los quince años actuales, su mundo estaba
reducido a un perímetro de tres metros por cuatro.
Debía
estar siempre prolija para las tres funciones semanales. Día tras día, con
estoica parsimonia se colocaba vendajes impregnados en aloe, pero ya ni le
disimulaban las laceraciones.
Una
bocina atronadora la sobresaltó: la función estaba por comenzar. Por las
aberturas de la carpa se colaba el clamor del público. Ni siquiera el personaje
exótico traído de Zambia despertaba interés como ella. Su público era demasiado
exigente.
Llegada
la hora, su mundo fue conducido al medio de la pista. Los vítores de la
enardecida concurrencia se esparcían por el gigantesco recinto. Concentrándose,
comenzó sus piruetas, obediente al chasquido del primer latigazo propinado por
aquel ser repulsivo y contrahecho, que mostraba un brillo especial en su mirada
cada vez que se los infligía. A cada sonido, improvisaba movimientos perfectos
y precisos. Todos aullaban de placer ante la ejecución del látigo sobre la
etérea figura que se contoneaba y bailaba en las alturas.
Acabado
su número, por millonésima vez contempló los jirones de su piel.
Ensimismada,
mientras deslizaba el aloe, una voz casi gutural retumbó en su celda:
-¿Por
qué aguantas tanto esta tortura? Tú puedes romper estas falsas cadenas.
Observó
pensativa cada centímetro de aquel cubículo y entonces su cerebro disparó un
movimiento de arte suprema: “¡Tiene razón! ¡Es fácil, mucho más fácil de lo que
creía!”
Apremiada
por la siguiente actuación, preparada y conducida a la pista una vez más,
escuchó los aullidos fervorosos del público, que fueron extinguiéndose como
ante una ceremonia.
Restalló
en el silencio el primer azote; su mano rápida atrapó con fuerza el látigo y,
con insólita energía, envolvió el cuello deforme de su guardián. Giraron ambos
en el aire, hasta que alcanzaron el cenit de la carpa.
La
multitud aplaudía con frenesí el nuevo número, gritaba emocionada ante las
pataletas del monstruoso gordo atrapado en su propio flagelo y no advirtió la
caída, veloz como el rayo, de los cuerpos estrellados en la pista.
En
medio del lago de sangre, ella apenas pudo levantar la cabeza pero sonrió:
“Tantas veces escuché sobre esa luz… esa luz que veo allí, ahora… al final de
la puerta… Decían que… Pero nadie me dijo nunca que yo… que yo, era humana”.
Graciela Vargas
Talleres A Distancia
La experiencia en
el Taller a Distancia me ha dado la posibilidad de expresar las inquietudes
propias de este oficio de escritora, que es vital en mi existencia.
Soy docente de
Artes Plásticas, hago Teatro, y he incursionado en la escritura desde muy
pequeña.
Este taller me ha
demostrado, que más allá de la distancia a la que me encuentro (soy de Paso de
los Toros), no hay impedimento alguno para plasmar esos momentos imprecisos,
esas ideas e imágenes interiores que de forma irrefrenable buscan salir en
mares de letras. Muchas veces surgen del ocio; otras, de sensaciones visuales nacidas
de la introspección y absorbidas por los sentidos.
Gracias a este
taller, puedo afirmar con certeza que, cuando el deseo es incontenible, no
existen escollos.
Siempre me ha
generado alegría que puedan conocer parte de los secretos que la musa me
susurra, y por eso, compartir este libro, es una instancia de verdadera
felicidad que, emocionada, agradezco.
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