La Carta de Idioma Español
Tomo la nota y regreso a mi
banco.
Pensar que todo el asunto
había rondado alrededor de las cartas. Una carta había iniciado aquello y ahora
una carta lo terminaba.
La que tenía ahora en mis
manos, les informaba a mis padres que debían presentarse a hablar con la
profesora de Idioma Español.
Bueno, era una nota, no una
carta. Porque para ser carta, según nos había dicho la profe, tenía que tener
remitente, destinatario, fecha, lugar, empezar adecuadamente, tener un saludo
apropiado y estar firmada. Ah y no olvidar, las cartas se escriben en hoja de
carta, que es una hoja especial que nos mandó comprar en la papelería. Pero
resulta que no podías comprar solo una. Así que tenía un montón de hojas de
carta en casa, todas en blanco. No había usado ni una sola.
Ese había sido el problema,
la bendita hoja de carta.
-Escriban una carta con
todos los elementos formales que ya vimos.
En eso había consistido el
escrito de Idioma Español.
Muy bien. No era problema.
De hecho me había gustado este tema de las cartas pues siempre he sido medio
romántico en las cosas relacionadas con
la escritura.
En especial me había
gustado eso de doblar la hoja en tres. Realmente le daba mucha mejor
presentación. Porque la verdad, pasarse papelitos cuadrados, doblados en
cuarenta y ocho, hacía que fueran nada más que papelitos.
Volviendo al tema, mi carta quedó preciosa.
Salvo por un detalle: no estaba escrita en hoja de carta. Mi idea había sido
copiarla prolijamente, pero no dio el tiempo. A nadie le dio. Todos fuimos
sorprendidos por el timbre y apurados por la profesora que se levantó y se
dirigió a la puerta. Me apresuré a escribir los datos que faltaban en el sobre,
doblar mi carta (escrita en una hoja común y corriente) y meterla en el sobre.
Un montón de compañeros se
abalanzaron a interceptar a la profe en su camino a la puerta, entregando sus
respectivas cartas. El último de ellos, el peor alumno de la clase, se la dio
cuando la profesora ya estaba del otro lado de la puerta, con la mano en el
pestillo para cerrarla.
Yo me quedé con mi carta en
la mano, viendo cómo terminaba de cerrar la puerta y se marchaba. Después de
todo, no estaba escrita en hoja de carta. La profesora había sido muy
específica acerca de eso: debía estar presentada en hoja de carta.
A la semana siguiente, la
profesora ya había corregido y, como
solía hacer, entregó los escritos para que viéramos la nota y los comentarios.
Luego comenzó a pedirlos de vuelta, uno por uno, siguiendo el orden de la
lista. Yo era el tercero. Me sorprendió que me llamara, pues suponía que se
habría dado cuenta de que no se lo había entregado.
-Profesora, yo… no se lo
entregué.
-¿Cómo?
Si había alguien que aún no
me miraba, en ese momento me miró.
-Usted se fue y no pude
entregárselo.
-Pero, Caputi, usted no
puede no entregar un escrito. Aunque sea en blanco lo tiene que entregar.
(“Ahhhhh. Es verdad que se
entrega en blanco. ¿Entonces por qué dijo que cuando saliera por la puerta no
iba a aceptar más escritos?” pensé yo. Pero no dije nada.)
-Dígale a sus padres que
vengan a hablar conmigo el lunes.
Ohhhh. Eso no me lo
esperaba.
Era la primera vez que un
profesor pedía para hablar con mis padres. No pensé que eso fuera a pasar algún
día.
El problema no era que la
profesora quisiera conversar con mis padres. Tampoco estaba preocupado por la
mala nota del escrito. El problema era decirles a mis padres que la profesora
quería hablar con ellos.
Sabía que no les caería
bien. Ambos eran oficinistas muy ocupados y hasta yo me daba cuenta de que era
una exageración. Me daba vergüenza que tuvieran que perder tiempo por algo como
eso. Especialmente porque la carta me había quedado tan linda. Si la profesora
no hubiera sido tan impaciente al recoger los escritos, nada hubiera pasado.
Pero lo hecho, hecho estaba. Tenía que decirlo.
A mi madre, cuando llegara
del trabajo. No, porque llegaba cansada y mejor dejarla disfrutar de la noche
del viernes sin molestias. Lo diría cuando llegara mi padre, así se lo decía a
los dos juntos, dado que era un tema de importancia.
Ni bien llegó mi padre, mi
madre le empezó a contar cosas del trabajo y terminaron los dos matándose de la
risa en la cocina (como suele suceder). Me dio pena darles la noticia en ese
momento. Esperaría a que la conversación menguara.
Por supuesto que “menguar”
es un término muy relativo y nunca hubo un momento claro que fuera propicio.
Mentira, sí, hubo: justo
antes de sentarnos a mirar la película de las diez. Creo que hasta llegué a
abrir la boca, pero se me hizo un nudo en la garganta.
No importaba, era recién
viernes. Igualmente pesaba en mi conciencia, y me obligaba a repetir
imaginariamente las diferentes maneras
que había de decirlo.
-Mami, Papi, tengo que
decirles algo.
-¿De qué se trata, hijo
mío?
-La profesora de Idioma
Español quiere hablar con ustedes el lunes a primera hora.
-Qué mujer más molesta.
Está bien hijo. Ahí estaremos.
Si tan solo...
El sábado hubo más tiempo
ocioso, más oportunidades, pero el nudo se había trasladado a mi boca y esta ni
se abría.
“Vamos, tienes que decirlo,
tienes que decirlo. Ahora es el momento”.
Habíamos salido a cenar y
estábamos todos sentados en torno a una mesa junto a la ventana. Por momentos, creí que lo
iba a decir, pero volvimos de vuelta a casa y no lo había logrado.
El domingo ya me sentía derrotado
y pese a que mi angustia crecía, mi voluntad tomaba el rumbo contrario.
Avergonzado de no haber
pasado el borrador a la hoja de carta; avergonzado de no haber entregado el
escrito y avergonzado de no ser capaz de decirles a mis padres que la profesora
de Idioma Español quería hablar con ellos, me acosté.
Llegó el lunes.
Me levanté cuando sonó el
despertador, sin quedarme más rato en la cama, de modo que salí de casa con
suficiente tiempo. Me sentía extraño. Mientras me vestía, una
sonrisa había estado haciendo fuerza para formarse en mis labios, lo cual era
por supuesto una locura. Luego de haber sufrido tanto… Tal vez por eso. ¿Qué
importaba ahora? Era un hombre caminando a su ejecución. Sí, eso. Me sentía como
alguien condenado a muerte. Y vaya que se sentía bien. El aire de la mañana,
fresco y limpio, nunca se había sentido mejor. Los árboles de la calle se
balanceaban imperceptiblemente a mi paso. La vida era hermosa. Caminando
tranquilamente, recorrí las pocas cuadras que separaban mi casa del liceo.
Estaba feliz y di gracias por eso. Al fin era libre.
Cuando la profesora, al
pasar la lista, llegó a mi nombre, me preguntó si mis padres habían ido. Yo le
dije que no.
Con la mano me señaló que
me acercara hasta su escritorio y en voz baja le dije:
-Yo no… no les dije.
La incredulidad y el
asombro mantuvieron a la profesora en silencio por un momento.
-Ahora voy a tener que
escribir una nota y va a ser peor –dijo luego.
Pero yo por dentro pensé: “No.
Porque voy a poder pararme con la nota en la mano y no tener que decir nada.”
Así que esperé
tranquilamente a que la profesora escribiera la nota y volví con el milagroso
papel a mi banco. Entonces, sonreír para mis adentros no demoró ni in instante:
“Que tu profesora de Idioma Español te dé una nota para informarle a tus padres
que vayan a hablar con ella es, realmente... maravilloso”.
Tabaré Caputi
Taller de Iniciación a la
Narrativa (personalizado)
PASIONES LITERARIAS
Centro de Formación Humanística
PERRAS NEGRAS
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