LA SORTIJA
Siempre le he temido. Mucho. Es como el
ácido, la fiebre amarilla o la peste bubónica. El agua: brebaje extraño por el
cual matarían los que de sed mueren aunque revivan con paso cansino; espejo
cristalino, que no refleja otra cosa que las lóbregas capas de la miseria
humana, encolerizada, superflua... Sencillamente; le tengo miedo. Esa virgen
compostura de pestilentes gorgoritos que huelen a sal, a tierra, a ruines y
asquerosos sapos, otra de mis pesadillas.
Mi relato comienza poco antes de las
siete y treinta. El sol, acariciando las bermejas nubes entintadas
peculiarmente esa mañana, me mostró el camino a la joyería. Pues a mi pareja,
la señorita Emilia, le esperaba apaciblemente una enorme sortija de matrimonio.
La merecía.
Ya con el paquete entre mis manos, lo
aseguré en mi bolsillo derecho y me
escabullí entre los transeúntes. Hice mío el boulevard por hora y media
mientras desayunaba y caminaba sin ton ni son frente a las vidrieras. Entonces
ocurrió lo peor. ¡Qué estúpido fui, Dios bendito! Quise observar una vez más la
glamorosa sortija que la señora Línea Nieves había lustrado para mí. No podía
parar de regodearme suponiendo la sonrisa de algarabía, casi enajenada, de mi adorada mujer cuando observase la
fabulosa sorpresa de ofrecerme ante ella. Me detuve, y al mirar el anillo vi la
dulzura adolescente de mi Emilia reflejada en la blanquecina perla que la
decoraba. Fue entonces cuando un estúpido niño con su estúpida bicicleta me
desparramó de improviso sobre los adoquines.
Pasaron treinta segundos hasta que pude
ver mi obsequio enquistado en un charco del empedrado.
En cinco segundos, una maldita
casualidad me forzaba a convertirme en el centinela que nunca creí tener
dentro, a pesar de no tener ni siquiera un presagio de qué diablos sucedería.
No podía irme pero de ninguna manera iba a mojar mis manos. Mi temor me lo
impedía ¿Acaso nunca se han quemado con agua? Yo no soy un superhéroe aunque
existan peores temores que el mío.
Me encontraba allí, celando mis
intereses, hacía ya tres horas, desbordado de rabia. Entonces intenté arrastrar
la sortija con una vara. Pero sólo conseguí escurrirla entre una de las tantas
grietas formadas por los hexaédricos bloques de piedra que contenían el agua.
La perla, disparando brillos en mi rostro, encendió mi ira.
Pasaron cuatro horas más, y mi estado
de nervios no podía ser peor: estaba sudando mucho, ojeroso y despeinado, con
hambre. Como quien introduce su mano en un insaciable y destructor magma,
decidí sumergir la mía en el charco. Me acerqué lentamente, parecía evitar el
momento, el encuentro. Retrocedí automáticamente apenas toqué el agua con la
yema de mis dedos. Las sequé con extrema velocidad y sentí un alivio tremendo.
Pero la visión de un horrendo sapo verde, cubierto de
verrugas, me obligó a retroceder aún más. Me causan pavor estos animales. Con
pequeños saltos, se dirigió al charco, ingresó, sacó su lengua y, casi sin
esfuerzo, se tragó de un bocado la costosa y brillante sortija. Su serena y
juguetona retirada me causó gracia, y luego risa, y después, tantas carcajadas
que no pude truncar ni siquiera al llegar a casa.
Bruno Pérez
Taller de Narrativa
Pasiones Literarias
Centro de Formación Humanística
PERRAS NEGRAS