El artículo que hemos seleccionado para leer y meditar (lo encontrarán
a continuación) apunta a un tema ya formulado y teóricamente sustentado en este
Blog, acerca de los beneficios que la actividad intelectual promueve en la
calidad de vida de las personas.
En este sentido, el expositor propone una intervención cuyo soporte fue
la actividad narrativa, y dentro de dicha área la destinada a la transmisión de
episodios y materiales (Memorias / Autobiografía / Epistolarios,...) vinculados
con las Ciencias de la Educación, profesión que había sido abrazada por una
señora ya retirada y en situación de depresión.
Nos motiva la intención de sugerir posibilidades a los/las lectores/as que
estén vacilantes en cuanto a la veracidad de los efectos positivos que
proclamamos (y pregonan los científicos dedicados al estudio de la temática) o en
cuanto a las aristas por las cuales transitar en el poliedro de la creación.
Somos un país que desborda viscerales historias de migración, de períodos
políticos, de trayectorias en profesiones u oficios, de sacrificados amaneceres
en Caraguatá y noches de terciopelo marino en Rocha.
En cada persona, en cada familia, en cada grupo social, habitan actos, hechos,
pensamientos y mundos que no deben
desaparecer porque son “el armazón de nuestra Historia”, el revés latente e
inasible de una identidad en construcción.
¿Por qué no alistarnos, entonces, en
las filas de sus obreros? ¡Vamos! Cierren los ojos y apronten pico, pala y hojas...
No haber vivido en vano. La función del legado es decisiva en la vejez
por Osvaldo Bodni
PSICOLOGIA › LA FUNCION DEL LEGADO ES DECISIVA EN LA VEJEZ
“No haber vivido en vano”
Tomando como ejemplo el caso de
una mujer de 87 años, cuya salida terapéutica consistió en diseñar un proyecto
para transmitir su experiencia a las siguientes generaciones, el autor postula
una “clínica del legado”: señala que “el legado puede ser personal o
colectivo”, muestra que “todo legado sostiene una historia, como contenido y
como acto narrativo” y afirma que, llegada la ancianidad, el acto de legar pasa
a ser decisivo.
Por Osvaldo Bodni *
Flora tenía 87 años. Fui
convocado por su familia, preocupada por su depresión, para entrevistarla en su
casa. Se quejaba de fuertes dolores en sus extremidades inferiores por una
insuficiencia venosa. Sus familiares decían que era hipocondríaca y que
consultaba a distintos profesionales. Se había hecho una enorme cantidad de
estudios, de laboratorio, radiológicos y de dinámica vascular, que apilaba
junto a remedios recetados que compraba pero no tomaba. La preocupaba un
aneurisma de aorta, pequeño y sin evolución, que suponía la principal amenaza
para su vida.
Un día me relató un sueño:
“Quería mover el brazo y me acordaba de una amiga que tuvo un accidente y no
podía reaccionar y los que estaban ahí pensaban que estaba muerta, pero ella
escuchaba… pero no podía hacer nada… le duró unas horas… bueh… y a mí me pasaba
algo parecido en ese sueño… Lo llamaba a mi marido, o trataba de llamarlo pero
tampoco podía. Después me pareció que lo llamé, pero él siguió durmiendo así
que yo… sólo me imaginé que lo llamé… y después conseguí despertarme, conseguí
levantarme, fui al baño a orinar… pero salir de eso fue una cosa muy fea”.
Me recibía en un pequeño estudio en el que me llamaron la atención
libros, adornos, premios y otros objetos que denotaban el reconocimiento
profesional por sus años de labor en una rama muy específica de las ciencias de
la educación. Lo que me resultó más llamativo fue observar que esos objetos
tenían una pequeña etiqueta de catálogo, al modo de un inventario. Me explicó
que había etiquetado sus cosas para que, después de su muerte, se repartieran
entre sus nietos como legados con destino fijo, “para que no hubiera problemas
de familia”. El estudio estaba repleto de papeles y me dijo que eran sus
trabajos de muchos años. Me fui enterando de que era muy respetada, y que hasta
una edad muy avanzada había realizado tareas de consulta. Entonces, le
pregunté: “¿Qué piensa hacer con todo esto?”. Desconcertada, me contestó que no había publicado ese material y que
creía no tener tiempo para hacerlo.
Hicimos algunas entrevistas vinculares: tres hijos, cuatro nietos y un
marido de su misma edad, profesional retirado hacía tiempo. Y, en lo esencial,
nos dedicamos a su inhibición para tener un proyecto. De manera no prevista,
esto se convirtió prácticamente en un programa familiar: ella iba a escribir su
libro, con la ayuda de su marido, que manejaba la computadora.
Ella dictaba pero la ayudaron todos, sobre todo para agrupar y
clasificar su material de clases y conferencias dictadas a lo largo de años.
Sus nietos colaboraron con los gráficos y la menor hizo el diseño de las tapas.
La publicación resultó un honor para una editorial académica, y llegado el
momento se hizo su presentación en una cámara de capacitación técnica, con un
público numeroso.
Flora falleció poco más de un año
después; durante ese tiempo recibió saludos telefónicos y visitas, y hasta el
final sus relatos espontáneos sustituyeron el tema de las preocupaciones
corporales por vivencias referidas al acontecimiento. Guardamos un ejemplar de
su libro con una hermosa dedicatoria.
El hombre nace receptor, y con el correr de la vida se va convirtiendo
activamente en transmisor de experiencia. Para Walter Benjamin (El narrador) la
narración es el instrumento humano por excelencia para la transmisión, y desde
tiempos remotos la tendencia activa a transmitir la historia dio lugar a
posiciones de prestigio social y familiar para los relatores, especialmente las
escasas personas mayores, protagonistas y testigos vivenciales de sucesos más o
menos importantes, o simplemente de extensas experiencias de vida.
A partir del siglo XX, una
gerontodemografía nueva se acompaña de cambios en la valoración de las personas
mayores, cuyo exceso compite con el impulso de la generación más joven.
Aquéllas a crisis desidentificatorias tempranas. Divorciadas de la generación
sucesora, ésta casi no escucha y declina su función receptora, por lo que el destino
incierto de los legados generacionales pone en crisis el sentido de la vida,
justamente en su etapa de balance final. Para la actual dinámica de cambio
constante, la solidez de la experiencia pierde valor en comparación con la
flexibilidad del método ensayo-error. De una a otra generación asistimos cada
vez más a la obsolescencia de conocimientos trabajosamente adquiridos.
Autores como Leopoldo Salvarezza (El fantasma de la vejez, 2005) u
Osmán Antonuccio (La salud mental en la tercera edad, 1992) coinciden en
señalar distintas formas de prejuicio descalificatorio. Sobre este trasfondo se
va diseñando el problema actual, del que no pueden sustraerse siquiera los
segmentos de mejor nivel social y cultural de la sociedad, con sus mayores frecuentemente desocupados o jubilados
cuando todavía su rendimiento es eficaz, conducidos al sufrimiento de pasar por
crisis desidentificatorias. Un ejemplo es la obligada jubilación del
profesor universitario a los 65 años, tema que hace algunas décadas fue el
objetivo de una lucha estudiantil para la promoción de profesores jóvenes que
veían bloqueado su acceso a las cátedras.
Salvarezza acentúa el carácter prejuicioso tanto de la sociedad como de
los profesionales que tratan adultos mayores, que suelen manejarse con una
serie de preconceptos comunes. El autor los reúne con el término de “viejismo”
y los relaciona en general con los cambios culturales propios de nuestra época,
atribuyendo al actual imaginario social un carácter descalificatorio que
contrasta con el respeto que en otra época despertaban los ancianos.
En este sentido, María J. Oddone
(“La vejez en la educación básica argentina”, en El fantasma de la vejez, comp.
de L. Salvarezza, 2005), que realizó un estudio minucioso sobre la imagen de la
vejez en la educación básica argentina, tomando el material de libros de
lectura en casi 100 años, demostró que la presencia respetuosa de textos sobre
ancianos bajó de un 66 por ciento en 1880, época de homenaje a veteranos de
guerra, a una ausencia casi total en 1997. Al cruzar estos datos con las cifras
de Nélida Redondo (“Impacto social del envejecimiento: radiografía de una
población”. En: Encrucijadas UBA. Revista de la Universidad de Buenos Aires,
2001), se puede señalar que la presencia de los ancianos en las lecturas de las
escuelas públicas declina y claudica a medida que aumenta el envejecimiento
demográfico.
Botella al mar
El plus de memoria de la especie humana debe traspasarse activamente a
través de un lenguaje. Lo que convierte a esta acción en un acto
esencialmente humano no es su contenido, siempre variable, sino la presencia
radical del hecho, como puente estructural de la relación entre generaciones. Y
tal como lo plantea también Pierre
Legendre (El inestimable objeto de la transmisión, 1996), no importa tanto
aquí diferenciar los contenidos del mensaje generacional como el hecho general
de encontrarnos siempre con un mensaje.
Lo que destacamos es la redundancia del hecho humano de transmitir siempre
algo, o instruir, o por lo menos intentarlo activamente, hasta con
independencia de las condiciones de una recepción que puede ser fallida.
El contenido de la transmisión generacional será un legado, que en su
esencia sirve al transporte de la historia y a la ilusión de supervivencia. El
empuje insiste, quizás hasta el final de la vida, y busca su descarga en un
objeto sucesor, que puede ser familiar, adoptivo, discipular, o institucional,
y el variable contenido de la transmisión generacional se incluye en el
concepto denominado legado, con conmutaciones infinitas. Se transmiten bienes,
la “fortuna”, el poder presidencial, los rituales y las ceremonias, y sobre todo la historia.
En el análisis de personas
mayores, intentamos circunscribir el término transmisión a una función psíquica
activa destinada a generar una perduración. Es un acto que tiende a controlar
el tiempo extendiendo la memoria de los otros a través de los legados,
personales y colectivos. Se trata de un sujeto que dice yo estuve aquí, dejo un
hijo, un árbol, un libro. Deja una señal humana de estadía, que puede ser para
una posteridad desconocida, como la botella arrojada al mar, o el banderín en
la cumbre de la montaña.
Así, en un grupo terapéutico, una
persona próxima a una mudanza de su casa expresaba su angustia porque no podía
llevarse sus libros y no encontraba ni personas ni instituciones interesadas en
la donación de su biblioteca. Se preguntaba: ¿A dónde irán a parar mis libros?
En su dolor pedía ayuda para imaginar un destino para su memoria, la negativa
le implicaba una “amputación” diacrónica. Pero: ¿Qué pasaba con los suyos? ¿Ni
hijos ni nietos?
En nuestra hipótesis, la serenidad de la vejez se relaciona con esta
posibilidad de procesamiento de la transmisión, meta que en la realidad de la
vida, por obstáculos diversos, puede no realizarse. La prolongación de la
vida y la declinación funcional contribuyen muchas veces a que el anciano
insista en una transmisión estereotipada, y la patogenización de lo que debería
ser sólo una crisis de la vida se relaciona con la gran dificultad para
procesar este impulso a transferir la historia. La angustia de castración toma
así una nueva forma, como temor fantasmático a quedar fuera de la memoria de la
especie.
Legar es testar, testimoniar y relatar. La propuesta es considerar en
la crisis de la vejez el impulso insistente a la producción del sucesor con la
misión de preservar la cultura, interpretando el doloroso efecto de tarea
inconclusa relacionado con una transmisión frustrada.
El proceso es activo e implica la narración, ésta está inscripta en el
discurso, pero también en los objetos familiares, las fotografías, las viejas
cartas, los importantes o humildes blasones de un antepasado heroico. Y también
en el dinero, en las propiedades y en el contenido histórico de los patrimonios
testamentarios y culturales. Todo legado sostiene una historia, implícita o explícita,
como contenido y como acto narrativo.
Atendiendo a la función de cronista del adulto mayor, proponemos
ayudarlo a aceptar que aunque el sucesor no podrá ser su doble ni transportar
toda su transmisión, siempre llevará inscripta alguna marca, alguna señal de su
discurso. El pide garantías de ser reconocido como enunciante para un conjunto
social que muchas veces no lo puede escuchar, activando la angustia de
castración como un doloroso sentimiento de intrascendencia o vida inconclusa.
Es cierto que ningún enunciado
podrá transportar la totalidad de los emblemas identificatorios. Aceptados los
límites de la transmisión y la renuncia a una omnipotencia enunciativa, el discurso se presentará en fragmentos que
darán cuenta de una selección de lo posible. Pero aun así el conjunto
demostrará al viejo que no puede absorber todo lo que él seleccionó: algo de su
discurso va a ser suprimido, creando una de las condiciones que Baranger,
Goldstein y Zak de Goldstein describieron. En
la trama de las tradiciones y las historias (mal) contadas existe un plus de
entropía, de pérdida. El duelo por las
identificaciones perdidas puede elaborarse para evitar una anestesia afectiva
paralizante y descubrir los signos de su continuidad en sus sucesores, en sus
discursos y en sus proyectos, hasta recobrar el sentido de no haber vivido en
vano.
Por Osvaldo Bodni *
De: Página 12.com
archivada en PUBLICACIONES
PSICOPEDAGOGIA. 13/01/11
* Miembro de la Asociación
Psicoanalítica Argentina (APA), Departamento de Adultos Mayores. Texto
extractado del trabajo “La existencia doble y la clínica del legado”, que
obtuvo el primer premio 2010 de la Federación Psicoanalítica de América Latina
(Fepal).
