
El juego
Martina no parece molesta por
tener que ir a cada rato a buscar la pelota y dejar su muñeca. En realidad,
parece divertirle correr tras esa esfera de plástico pateada cada vez con más
fuerza por los hermanos, a quienes el padre anima. Con la mirada atenta espera
el festejo del gol o el gesto de frustración de las manos franqueadas del
arquero, para salir presurosa con sus piernitas delgadas a recoger el balón sin
dejar de voltear la mirada hacia los ojos fijos, y sin embargo distraídos de
Estela, siempre sonriente, que halaga la velocidad de la niña así como la
destreza de los varones, restándole importancia a quien gane o pierda. Cuando
César está en casa las tardes discurren así. A veces, el padre también
participa en algún partido con los hijos, y otras, la mayoría últimamente,
prefiere ejercer de espectador, sentado detrás de Estela, mientras divide la
mirada entre la esposa y el reloj. Se entretienen y se divierten en el patio
hasta las cinco.
A esa hora, tras el anuncio del
padre, los cuatro varones, obedientes, desaparecen tras la cortina del salón
para entregarse al mundo cibernético; mientras, Martina se sienta a los pies de
Estela, antes de escurrirse también tras la cortina para ver los dibujitos
sugeridos por César en la tele. Es entonces cuando le gusta recrearse un
instante con el pelo de su muñeca para mostrarle a la madre sus creaciones
estilistas; a Estela le agrada observarla cómo se zambulle en esa innovación de
peinados; entretanto, sin darse cuenta, comienza a deshilachar su trenza. Un
momento en verdad corto pero intenso que César interrumpe al posar la mano
sobre su hombro y besarle la cabeza. La señal que Estela espera para
levantarse, girar y, casi sin mirarlo, hundir el rostro en el pecho fornido del
esposo, inspirar profundamente y comenzar a adiestrar con sumo cuidado, esas
voces que le emergen de las entrañas para conquistar hasta el último milímetro
de su cabeza, a la vez que escucha los pasos de Martina alejándose tras la cortina.
Siguiendo su ritual de acercamiento, César le besa nuevamente la cabeza y,
tomándole la mano, la lleva hasta el dormitorio. Mientras él cierra la puerta,
ella tranca con sigilo los postigos y después se acuesta a esperarlo. No puede
evitar la indocilidad de sus latidos cuando él se posa sobre ella y comienza a
besarle el cuello hasta alcanzar la oreja y susurrarle el primer te amo. El
corazón desbocado intenta resistirse a ese arrastre del colchón hacia una
oscuridad tan conocida como temida, de la que nunca sabe si habrá un retorno.
El peso la oprime, la hunde y la asfixia. Con los ojos cerrados sigue buscando
una salvación incorpórea, con la misma entrega con la que, de ojos bien
abiertos ahora, sus labios evitan el mínimo roce con los de César. Pronto
entiende que tampoco en la penumbra de su mirada hay salida. Sólo le queda
recurrir, en primera instancia, a esa imagen sustentadora de las manitas
acicalando los cabellos dorados de la muñeca; por último, y de forma
sentenciosa, apela a la culpa: esa emoción tan arraigada, llena de sentimientos
ambivalentes y desencontrados que va definiendo el camino de sus actos. Y
entonces asume y se convence de la necesaria entrega al marido: mira la foto
familiar sobre la cómoda y logra liberarse de las garras del colchón, de esa
resistencia opresora, y simplemente aguarda, aguarda y repite metódicamente los movimientos y los
susurros mientras espera con paciencia domesticada, la retirada de César, el
final oficial de su sacrificio clandestino para volver a la realidad y
aprontarle el bolso porque, como cada martes, saldrá de viaje. Y es justo desde
esa tarde y hasta el domingo, cuando Estela se sentirá libre del tormento. Por
eso, apenas puede, salta de la cama, y con la respiración aún quejosa empieza a
prepararle el equipaje. “Es mejor que la noche no te sorprenda en la carretera”
le dice a César, a la vez que guarda con sumo cuidado y orden la ropa en el
bolso de viaje y esquiva, con destreza instruida, un nuevo acercamiento. “Pero
hoy es lunes” le susurra el esposo al oído, deletreando cada palabra con una
voz recién estrenada. Controlando el aliento y el temblor naciente de sus
manos, Estela gira y descubre, por primera vez, un centelleo metálico en
aquellos ojos hasta entonces familiares. Sorteando con rapidez la mirada de
hielo, la sonrisa burlona, hunde el rostro en el pecho fornido, y de reojo, se
mira la trenza, que clama ser cortada.
Rosa Jurado
Integrante del Taller de Narrativa a Distancia desde hace un mes y
medio.
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