Caperucita Roja o Hansel y Gretel o La Bella
Durmiente son cuentos que han eslabonado a muchas generaciones a lo ancho y
largo del mundo, ¿no es cierto?
Como antología, aparecieron durante el
Romanticismo, gracias a la paciente recopilación de los hermanos Grimm, autores
de esa colección de historias tradicionales, aunque también han sido
adjudicadas a otros escritores, como Perrault, por ejemplo.

Durante el siglo XX, hemos asistido incluso a
la reformulación de esos cuentos, a partir del recurso conocido como “intertextualidad”
(según la denominación de G. Genette). Ejemplos de esa revivificación son:
* Caperucita en Manhattan de Carmen
Martín Gaite
... Los niños que viven en Brooklyn no todos se duermen por la noche.
Piensan en Manhattan como en lo más cercano y al mismo tiempo lo más exótico
del mundo, y su barrio les parece un pueblo perdido donde nunca pasa nada. Se
sienten como aplastados bajo una nube densa de cemento y vulgaridad. Sueñan con
cruzar de puntillas el puente que une Brooklyn con la isla que brilla al otro
lado y donde imaginan que toda la gente está despierta bailando en locales
tapizados de espejo, tirando tiros, escapándose en coches de oro y viviendo
aventuras misteriosas. Y es que cuando la estatua de la Libertad cierra los ojos,
les pasa a los niños sin sueño de Brooklyn la antorcha de su vigilia. Pero esto
no lo sabe nadie, es un secreto.
Tampoco lo sabía Sara Allen, una niña pecosa de diez años que vivía con
sus padres en el piso catorce de un bloque de viviendas bastante feo, Brooklyn
adentro. Pero lo único que sabía es que en cuanto sus padres sacaban la bolsa
negra de la basura, se lavaban los dientes y apagaban la luz, todas las luces
del mundo le empezaban a ella a correr por dentro de la cabeza como una rueda
de fuegos artificiales. Y a veces le daba miedo, porque le parecía que la
fuerza aquella la levantaba en vilo de la cama y que iba a salir volando por la
ventana sin poderlo evitar.
Su padre, el señor Samuel Allen, era fontanero, y su madre, la señora
Vivian Allen, se dedicaba por las mañanas a cuidar ancianos en un hospital de
ladrillo rojo rodeado por una verja de hierro. Cuando volvía a casa, se lavaba
cuidadosamente las manos, porque siempre le olían un poco a medicina, y se
metía en la cocina a hacer tartas, que era la gran pasión de su vida.
La que mejor le salía era la de fresa, una verdadera especialidad. Ella
decía que la reservaba para las fiestas solemnes, pero no era verdad, porque el
placer que sentía al verla terminada era tan grande que había acabado por
convertirse en un vicio rutinario, y siempre encontraba en el calendario o en
sus propios recuerdos alguna fecha que justificase aquella conmemoración. Tan
orgullosa estaba la señora Allen de su tarta de fresa que nunca le quiso dar la
receta a ninguna vecina. Cuando no tenía más remedio que hacerlo, porque le
insistían mucho, cambiaba las cantidades de harina o de azúcar para que a ellas
les saliera seca y requemada.
—Cuando yo me muera —le decía a Sara con un guiño malicioso—, dejaré
dicho en mi testamento dónde guardo la receta verdadera, para que tú le puedas
hacer la tarta de fresa a tus hijos.
«Yo no pienso hacerles nunca tarta de fresa a mis hijos», pensaba Sara
para sus adentros. Porque había llegado a aborrecer aquel sabor de todos los
domingos, cumpleaños y fiestas de guardar.
Pero no se atrevía a decírselo a su madre, como tampoco se atrevía a
confesarle que no le hacía ninguna ilusión tener hijos para adornarlos con
sonajeros, chupetes, baberos y lacitos, que lo que ella quería de mayor era ser
actriz y pasarse todo el día tomando ostras con champán y comprándose abrigos
con el cuello de armiño, como uno que llevaba de joven su abuela Rebeca en una
foto que estaba al principio del álbum familiar, y que a Sara le parecía la
única fascinante. En casi todas las demás fotos aparecían personas difíciles de
distinguir unas de otras, sentadas en el campo alrededor de un mantel de
cuadros o a la mesa de algún comedor donde se estaba celebrando una fiesta
olvidada, cuya huella unánime era la tarta. Siempre había entre los manjares
restos de tarta o una tarta entera; y a la niña le aburría mirar a aquellos
comensales sonrientes porque también ellos tenían cara de tarta.
Rebeca Little, la madre de la señora Allen, se había casado varias
veces y había sido cantante de music-hall. Su nombre artístico era Gloria Star.
Sara lo había visto escrito en algunos viejos programas que ella le había
enseñado. Los guardaba bajo llave en un mueblecito de tapa ondulada. Pero ahora
ya no llevaba cuellos de armiño. Ahora vivía sola en Manhattan, por la parte de
arriba del jamón en un barrio más bien pobre que se llamaba Morn-ingside. Era
muy aficionada al licor de pera, fumaba tabaco de picadura y tenía un poco
perdida la memoria. Pero no porque fuera demasiado vieja, sino porque a fuerza
de no contar las cosas, la memoria se oxida. Y Gloria Star, tan charlatana en
tiempos, no tenía ya a quién enamorar con sus historias, que eran muchas, y
algunas inventadas... (...)
** Caperucita
Roja de Triunfo Arciniegas
Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que
siempre he sido de buenos sentimientos y terrible admirador de la belleza, no
me creí digno de ella y busqué a alguien para ofrecérsela. Fui por aquí, fui
por allá, hasta que tropecé con la niña que le decían Caperucita Roja. La
conocía pero nunca había tenido la ocasión de acercarme. La había visto pasar
hacia la escuela con sus compañeros desde finales de abril. Tan locos, tan
traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo,
ni siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba
caer las medias a los tobillos y una mariposa ataba su cola de caballo. Me
quedaba oyendo su risa entre los árboles. Le escribí una carta y la encontré
sin abrir días después, cubierta de polvo, en el mismo árbol y atravesada por
el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba la cola a un perro para divertirse.
En otra ocasión apedreaba los murciélagos del campanario. La última vez llevaba
de la oreja un conejo gris que nadie volvió a ver.
Detuve la bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella
hizo con el chicle un globo tan grande como el mundo, lo estalló con la uña y
se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré
profundo, siempre con la flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y
respondió a mi saludo sin dejar de masticar.
—¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz?
Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle
una flor recién cortada. Se la mostré de súbito, como por arte de magia. No
esperaba que me aplaudiera como a los magos que sacan conejos del sombrero,
pero tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije:
—Quiero regalarte una flor, niña linda.
—¿Esa flor? No veo por qué.
—Está llena de belleza —dije, lleno de emoción.
—No veo la belleza —dijo Caperucita—. Es una flor como cualquier otra.
Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a
la boca. Se fue sin despedirse. Me sentí herido, profundamente herido por su
desprecio. Tanto, que se me soltaron las lágrimas. Subí a la bicicleta y le di
alcance.
—Mira mi reguero de lágrimas.
—¿Te caíste? —dijo—. Corre a un hospital.
—No me caí.
—Así parece porque no te veo las heridas.
—Las heridas están en mi corazón —dije.
—Eres un imbécil.
Escupió el chicle con la violencia de una bala.
Volvió a alejarse sin despedirse.
Sentí que el polvo era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el
río de la sangre se estiraba hasta alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna
parte. No tuve valor para subir a la bicicleta. Me quedé toda la tarde sentado
en la pena. Sin darme cuenta, uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor.
Me arrimé al campanario abandonado pero no encontré consuelo entre los
murciélagos, que se alejaron al anochecer. Atrapé una pulga en mi barriga, la
destripé con rabia y esparcí al viento los pedazos. Empujando la bicicleta, con
el peso del desprecio en los huesos y el corazón más desmigajado que una hoja
seca pisoteada por cien caballos, fui hasta el pueblo y me tomé unas cervezas.
“Bonito disfraz”, me dijeron unos borrachos, y quisieron probárselo. Esa noche
había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus
padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y
era descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el diablo.
Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque.
—¿Vas a la escuela? —le pregunté, y en seguida me di cuenta de que
nadie asiste a clases con sandalias plateadas, blusa ombliguera y faldita de
juguete.
—Estoy de vacaciones —dijo—. ¿O te parece que éste es el uniforme?
El viento vino de lejos y se anidó en su ombligo.
—¿Y qué llevas en el canasto?
—Un rico pastel para mi abuelita. ¿Quieres probar?
Casi me desmayo de la emoción. Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué
debía hacer? ¿Aceptar o decirle que acababa de almorzar? Si aceptaba pasaría
por ansioso y maleducado: era un pastel para la abuela. Pero si rechazaba la
invitación, heriría a Caperucita y jamás volvería a dirigirme la palabra. Me
parecía tan amable, tan bella. Dije que sí.
—Corta un pedazo.
Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí con
delicadeza, con educación. Quería hacerle ver que tenía maneras refinadas, que
no era un lobo cualquiera. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije
para no ofenderla. Tan pronto terminé sentí algo raro en el estómago, como una
punzada que subía y se transformaba en ardor en el corazón.
—Es un experimento —dijo Caperucita—. Lo llevaba para probarlo con mi
abuelita pero tú apareciste primero. Avísame si te mueres.
Y me dejó tirado en el camino, quejándome.
Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le
perdono su travesura. Demoré mucho para perdonarla: tres días. Volví al camino
del bosque y juro que se alegró de verme.
—La receta funciona —dijo—. Voy a venderla.
Y con toda generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de
murciélago y picos de golondrina. Y algunas hierbas cuyo nombre desconocía. Lo demás
todo el mundo lo sabe: mantequilla, harina, huevos y azúcar en las debidas
proporciones. Dijo también que la acompañara a casa de su abuelita porque
necesitaba de mí un favor muy especial. Batí la cola todo el camino. El corazón
me sonaba como una locomotora. Ante la extrañeza de Caperucita, expliqué que
estaba en tratamiento para que me instalaran un silenciador. Corrimos. El sudor
inundó su ombligo, redondito y profundo, la perfección del universo. Tan pronto
llegamos a la casa y pulsó el timbre, me dijo:
—Cómete a la abuela.
Abrí tamaños ojos.
—Vamos, hazlo ahora que tienes la oportunidad.
No podía creerlo.
Le pregunté por qué.
—Es una abuela rica —explicó—. Y tengo afán de heredar.
No tuve otra salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa
que lo hice por amor. Caperucita dijo que fue por hambre. La policía se lo
creyó y anda detrás de mí para abrirme la barriga, sacarme a la abuela,
llenarme de piedras y arrojarme al río, y que nunca se vuelva a saber de mí.
Quiero aclarar otros asuntos ahora que tengo su atención, señores.
Caperucita dijo que me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin
pensar. No veía muy bien con esos anteojos. La niña me llevó de la mano al
bosque para jugar y allí se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me
vieron vestido de abuela. No quería comerme a Caperucita, como ella gritaba.
Tampoco me gusta vestirme de mujer, mis debilidades no llegan hasta allá.
Siempre estoy vestido de lobo.
Es su palabra contra la mía. ¿Y quién no le cree a Caperucita? Sólo soy
el lobo de la historia.
Aparte de la policía, señores, nadie quiere saber de mí.
Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del
bosque, solitario y perdido, envenenado por la flor del desprecio. Nunca le
conté a Caperucita la indigestión de una semana que me produjo su abuela. Nunca
tendré otra oportunidad. Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o en
auto, y es difícil alcanzarla en mi destartalada bicicleta. Es difícil, inútil
y peligroso. El otro día dijo que si la seguía molestando haría conmigo un
abrigo de piel de lobo y me enseñó el resplandor de la navaja. Me da miedo. La
creo muy capaz de cumplir su promesa.
*** La bella durmiente de Marco Denevi
La Bella Durmiente
cierra los ojos pero no duerme. Está esperando al Príncipe. Y cuando lo oye
acercarse simula un sueño todavía más profundo. Nadie se lo ha dicho pero ella
lo sabe. Sabe que ningún príncipe pasa junto a una mujer que tenga los ojos
bien abiertos.
De: lupus.blogspot.com

En la actualidad, y a pesar de los consejos
de médicos, psicólogos y maestros, la mayoría de los padres han olvidado que
contar o leer cuentos a sus hijos es ingrediente insustituible en su formación;
la televisión o la computadora parecen estar cumpliendo esa función pero la
ausencia de un criterio selectivo por parte de los adultos provoca una
“deformación” en los niños/as. Los motivadores simbólicos con que los chicos se
conectan desbordan una violencia que no está siendo advertida en su real
magnitud porque hemos llegado a la crítica situación de naturalizarla en todos
los planos de la vida cotidiana.
Tampoco es posible aducir que los niños/as se
aburrirían escuchando aquellos antiguos cuentos porque la gama de escritores/as
y de nuevas historias es tan amplia que todas las sensibilidades están
contempladas. Recomendables son todos los autores/as uruguayos/as de la llamada
“literatura infantil”.
Por otro lado, también cabe la posibilidad de
recurrir a la improvisación, hecho para el cual no es necesaria intrepidez ni
instrucción especiales. En nuestra vida diaria, todos elaboramos
espontáneamente nuestras intervenciones en la comunicación.