martes, 7 de enero de 2014

¿Sigue siendo feroz el lobo?

Caperucita Roja o Hansel y Gretel o La Bella Durmiente son cuentos que han eslabonado a muchas generaciones a lo ancho y largo del mundo, ¿no es cierto?


Como antología, aparecieron durante el Romanticismo, gracias a la paciente recopilación de los hermanos Grimm, autores de esa colección de historias tradicionales, aunque también han sido adjudicadas a otros escritores, como Perrault, por ejemplo.


Durante el siglo XX, hemos asistido incluso a la reformulación de esos cuentos, a partir del recurso conocido como “intertextualidad” (según la denominación de G. Genette). Ejemplos de esa revivificación son:


* Caperucita en Manhattan de Carmen Martín Gaite

 ... Los niños que viven en Brooklyn no todos se duermen por la noche. Piensan en Manhattan como en lo más cercano y al mismo tiempo lo más exótico del mundo, y su barrio les parece un pueblo perdido donde nunca pasa nada. Se sienten como aplastados bajo una nube densa de cemento y vulgaridad. Sueñan con cruzar de puntillas el puente que une Brooklyn con la isla que brilla al otro lado y donde imaginan que toda la gente está despierta bailando en locales tapizados de espejo, tirando tiros, escapándose en coches de oro y viviendo aventuras misteriosas. Y es que cuando la estatua de la Libertad cierra los ojos, les pasa a los niños sin sueño de Brooklyn la antorcha de su vigilia. Pero esto no lo sabe nadie, es un secreto.
Tampoco lo sabía Sara Allen, una niña pecosa de diez años que vivía con sus padres en el piso catorce de un bloque de viviendas bastante feo, Brooklyn adentro. Pero lo único que sabía es que en cuanto sus padres sacaban la bolsa negra de la basura, se lavaban los dientes y apagaban la luz, todas las luces del mundo le empezaban a ella a correr por dentro de la cabeza como una rueda de fuegos artificiales. Y a veces le daba miedo, porque le parecía que la fuerza aquella la levantaba en vilo de la cama y que iba a salir volando por la ventana sin poderlo evitar.
Su padre, el señor Samuel Allen, era fontanero, y su madre, la señora Vivian Allen, se dedicaba por las mañanas a cuidar ancianos en un hospital de ladrillo rojo rodeado por una verja de hierro. Cuando volvía a casa, se lavaba cuidadosamente las manos, porque siempre le olían un poco a medicina, y se metía en la cocina a hacer tartas, que era la gran pasión de su vida.
La que mejor le salía era la de fresa, una verdadera especialidad. Ella decía que la reservaba para las fiestas solemnes, pero no era verdad, porque el placer que sentía al verla terminada era tan grande que había acabado por convertirse en un vicio rutinario, y siempre encontraba en el calendario o en sus propios recuerdos alguna fecha que justificase aquella conmemoración. Tan orgullosa estaba la señora Allen de su tarta de fresa que nunca le quiso dar la receta a ninguna vecina. Cuando no tenía más remedio que hacerlo, porque le insistían mucho, cambiaba las cantidades de harina o de azúcar para que a ellas les saliera seca y requemada.
—Cuando yo me muera —le decía a Sara con un guiño malicioso—, dejaré dicho en mi testamento dónde guardo la receta verdadera, para que tú le puedas hacer la tarta de fresa a tus hijos.
«Yo no pienso hacerles nunca tarta de fresa a mis hijos», pensaba Sara para sus adentros. Porque había llegado a aborrecer aquel sabor de todos los domingos, cumpleaños y fiestas de guardar.
Pero no se atrevía a decírselo a su madre, como tampoco se atrevía a confesarle que no le hacía ninguna ilusión tener hijos para adornarlos con sonajeros, chupetes, baberos y lacitos, que lo que ella quería de mayor era ser actriz y pasarse todo el día tomando ostras con champán y comprándose abrigos con el cuello de armiño, como uno que llevaba de joven su abuela Rebeca en una foto que estaba al principio del álbum familiar, y que a Sara le parecía la única fascinante. En casi todas las demás fotos aparecían personas difíciles de distinguir unas de otras, sentadas en el campo alrededor de un mantel de cuadros o a la mesa de algún comedor donde se estaba celebrando una fiesta olvidada, cuya huella unánime era la tarta. Siempre había entre los manjares restos de tarta o una tarta entera; y a la niña le aburría mirar a aquellos comensales sonrientes porque también ellos tenían cara de tarta.
Rebeca Little, la madre de la señora Allen, se había casado varias veces y había sido cantante de music-hall. Su nombre artístico era Gloria Star. Sara lo había visto escrito en algunos viejos programas que ella le había enseñado. Los guardaba bajo llave en un mueblecito de tapa ondulada. Pero ahora ya no llevaba cuellos de armiño. Ahora vivía sola en Manhattan, por la parte de arriba del jamón en un barrio más bien pobre que se llamaba Morn-ingside. Era muy aficionada al licor de pera, fumaba tabaco de picadura y tenía un poco perdida la memoria. Pero no porque fuera demasiado vieja, sino porque a fuerza de no contar las cosas, la memoria se oxida. Y Gloria Star, tan charlatana en tiempos, no tenía ya a quién enamorar con sus historias, que eran muchas, y algunas inventadas... (...)


**  Caperucita Roja de Triunfo Arciniegas

Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de buenos sentimientos y terrible admirador de la belleza, no me creí digno de ella y busqué a alguien para ofrecérsela. Fui por aquí, fui por allá, hasta que tropecé con la niña que le decían Caperucita Roja. La conocía pero nunca había tenido la ocasión de acercarme. La había visto pasar hacia la escuela con sus compañeros desde finales de abril. Tan locos, tan traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo, ni siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba caer las medias a los tobillos y una mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa entre los árboles. Le escribí una carta y la encontré sin abrir días después, cubierta de polvo, en el mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba la cola a un perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos del campanario. La última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie volvió a ver.
Detuve la bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella hizo con el chicle un globo tan grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar de masticar.
—¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz?
Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada. Se la mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a los magos que sacan conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije:
—Quiero regalarte una flor, niña linda.
—¿Esa flor? No veo por qué.
—Está llena de belleza —dije, lleno de emoción.
—No veo la belleza —dijo Caperucita—. Es una flor como cualquier otra.
Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin despedirse. Me sentí herido, profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me soltaron las lágrimas. Subí a la bicicleta y le di alcance.
—Mira mi reguero de lágrimas.
—¿Te caíste? —dijo—. Corre a un hospital.
—No me caí.
—Así parece porque no te veo las heridas.
—Las heridas están en mi corazón —dije.
—Eres un imbécil.
Escupió el chicle con la violencia de una bala.
Volvió a alejarse sin despedirse.
Sentí que el polvo era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre se estiraba hasta alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna parte. No tuve valor para subir a la bicicleta. Me quedé toda la tarde sentado en la pena. Sin darme cuenta, uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor. Me arrimé al campanario abandonado pero no encontré consuelo entre los murciélagos, que se alejaron al anochecer. Atrapé una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y esparcí al viento los pedazos. Empujando la bicicleta, con el peso del desprecio en los huesos y el corazón más desmigajado que una hoja seca pisoteada por cien caballos, fui hasta el pueblo y me tomé unas cervezas. “Bonito disfraz”, me dijeron unos borrachos, y quisieron probárselo. Esa noche había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y era descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el diablo.
Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque.
—¿Vas a la escuela? —le pregunté, y en seguida me di cuenta de que nadie asiste a clases con sandalias plateadas, blusa ombliguera y faldita de juguete.
—Estoy de vacaciones —dijo—. ¿O te parece que éste es el uniforme?
El viento vino de lejos y se anidó en su ombligo.
—¿Y qué llevas en el canasto?
—Un rico pastel para mi abuelita. ¿Quieres probar?
Casi me desmayo de la emoción. Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué debía hacer? ¿Aceptar o decirle que acababa de almorzar? Si aceptaba pasaría por ansioso y maleducado: era un pastel para la abuela. Pero si rechazaba la invitación, heriría a Caperucita y jamás volvería a dirigirme la palabra. Me parecía tan amable, tan bella. Dije que sí.
—Corta un pedazo.
Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí con delicadeza, con educación. Quería hacerle ver que tenía maneras refinadas, que no era un lobo cualquiera. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan pronto terminé sentí algo raro en el estómago, como una punzada que subía y se transformaba en ardor en el corazón.
—Es un experimento —dijo Caperucita—. Lo llevaba para probarlo con mi abuelita pero tú apareciste primero. Avísame si te mueres.
Y me dejó tirado en el camino, quejándome.
Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura. Demoré mucho para perdonarla: tres días. Volví al camino del bosque y juro que se alegró de verme.
—La receta funciona —dijo—. Voy a venderla.
Y con toda generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de golondrina. Y algunas hierbas cuyo nombre desconocía. Lo demás todo el mundo lo sabe: mantequilla, harina, huevos y azúcar en las debidas proporciones. Dijo también que la acompañara a casa de su abuelita porque necesitaba de mí un favor muy especial. Batí la cola todo el camino. El corazón me sonaba como una locomotora. Ante la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento para que me instalaran un silenciador. Corrimos. El sudor inundó su ombligo, redondito y profundo, la perfección del universo. Tan pronto llegamos a la casa y pulsó el timbre, me dijo:
—Cómete a la abuela.
Abrí tamaños ojos.
—Vamos, hazlo ahora que tienes la oportunidad.
No podía creerlo.
Le pregunté por qué.
—Es una abuela rica —explicó—. Y tengo afán de heredar.
No tuve otra salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por amor. Caperucita dijo que fue por hambre. La policía se lo creyó y anda detrás de mí para abrirme la barriga, sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme al río, y que nunca se vuelva a saber de mí.
Quiero aclarar otros asuntos ahora que tengo su atención, señores.
Caperucita dijo que me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veía muy bien con esos anteojos. La niña me llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela. No quería comerme a Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta vestirme de mujer, mis debilidades no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de lobo.
Es su palabra contra la mía. ¿Y quién no le cree a Caperucita? Sólo soy el lobo de la historia.
Aparte de la policía, señores, nadie quiere saber de mí.
Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y perdido, envenenado por la flor del desprecio. Nunca le conté a Caperucita la indigestión de una semana que me produjo su abuela. Nunca tendré otra oportunidad. Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o en auto, y es difícil alcanzarla en mi destartalada bicicleta. Es difícil, inútil y peligroso. El otro día dijo que si la seguía molestando haría conmigo un abrigo de piel de lobo y me enseñó el resplandor de la navaja. Me da miedo. La creo muy capaz de cumplir su promesa.




***  La bella durmiente de Marco Denevi

La Bella Durmiente cierra los ojos pero no duerme. Está esperando al Príncipe. Y cuando lo oye acercarse simula un sueño todavía más profundo. Nadie se lo ha dicho pero ella lo sabe. Sabe que ningún príncipe pasa junto a una mujer que tenga los ojos bien abiertos.

De: lupus.blogspot.com


En la actualidad, y a pesar de los consejos de médicos, psicólogos y maestros, la mayoría de los padres han olvidado que contar o leer cuentos a sus hijos es ingrediente insustituible en su formación; la televisión o la computadora parecen estar cumpliendo esa función pero la ausencia de un criterio selectivo por parte de los adultos provoca una “deformación” en los niños/as. Los motivadores simbólicos con que los chicos se conectan desbordan una violencia que no está siendo advertida en su real magnitud porque hemos llegado a la crítica situación de naturalizarla en todos los planos de la vida cotidiana.

Tampoco es posible aducir que los niños/as se aburrirían escuchando aquellos antiguos cuentos porque la gama de escritores/as y de nuevas historias es tan amplia que todas las sensibilidades están contempladas. Recomendables son todos los autores/as uruguayos/as de la llamada “literatura infantil”.

Por otro lado, también cabe la posibilidad de recurrir a la improvisación, hecho para el cual no es necesaria intrepidez ni instrucción especiales. En nuestra vida diaria, todos elaboramos espontáneamente nuestras intervenciones en la comunicación.