miércoles, 25 de marzo de 2015

Filos que Teje el Silencio (20)






















La intrusa


Como todas las mañanas, se levanta a las siete y media.
Mientras cuenta peldaño por peldaño, los crujidos se acompasan con el tic-tac del corpulento reloj que aguarda al pie de la escalera.
Una pesada soledad se ha adueñado de todos los espacios y la monotonía lo sienta, sin piedad, en aquella silla oscura, frente al ventanal, día tras día. Pero el hermoso lago, espejando aquel bosque espeso de matices verdosos, se queda detrás de los vidrios.
De pronto, el motor de un auto que se acerca atrae su atención. Se pregunta quién puede ser. Seguramente alguien que se ha extraviado, ya que su cabaña se encuentra bastante alejada de la ciudad más próxima.
El motor se apaga; luego, pasos apresurados y una musiquita -tacataca taca taca- por el empedrado de la entrada.
Permanece alerta, extrañado, nadie sabe de su paradero. Con desesperación había huido una tarde de todos los compromisos que lo agobiaban; ni siquiera alcanzó a comunicárselo a su mujer. Llenó su mochila con algunas prendas cómodas, comida suficiente para un mes, unos pocos libros, un bloc de notas y la notebook; de Fido, su inseparable perro, no se olvidó. Tenían que salvarse: tenía que recuperar su equilibrio, perturbado por los horarios, las citas con diferentes editoriales, el distanciamiento afectivo con los suyos.
Recién ahora se da cuenta de que ha perdido la noción del tiempo: no sabe desde cuándo está allí ni en qué fecha vive; tampoco ha visto a Fido.
El chirrido de la puerta que se abre lo devuelve a la estancia. Una joven apoya en el umbral una pesada valija y vuelve a salir. No se ha percatado de su presencia.
Desde la ventana, él la ve caminando insegura sobre sus tacones altos. Ella amontona más bolsos junto al auto. “Evidentemente se ha equivocado. Soy el único propietario de esta cabaña. No entiendo la presencia de esta chica. ¿Será amiga de mi mujer, de mi hija, de mi madre? Claro, como no le avisé a nadie dónde estaría... Sí, eso debe de haber ocurrido con seguridad”.
Ya le va a preguntar.
La ve ingresar muy aplomada, taconeando con dominio, y dirigirse a la planta alta subiendo la escalera de madera con rapidez. “Pero esto es un gran atropello; ya la voy a poner en su lugar.”
A punto de cumplir con su propósito, se siente mal y, mareado, se recuesta en un sillón.
Cuando vuelve en sí, es ya la mañana. Escucha trajín en la cocina; hay olor a tostadas y café recién hecho: aromas que le señalan que no ha probado bocado en horas; aromas que le hacen recordar las vacaciones en casa de los abuelos, cuando era feliz, sin horarios ni las mil responsabilidades que tiene ahora. Evoca con ansias a la abuela María…Ella las preparaba. “¿Cuándo crecí? ¿Cuándo dejé de visitarlos? ¿Cuándo... cuándo?”
Un golpe de la puerta lo arranca de su búsqueda. Ha perdido la oportunidad de hablar con la chica y se extraña mucho porque ella no lo ha descubierto aún.
Corre hacia la entrada, tira del picaporte, pero sólo gira; intenta una y otra vez y no lo logra. Se dirige a la ventana, forcejea y no consigue destrabarla... “¿Qué está ocurriendo?” Vienen remolinos a su memoria: un bote… agua…el agua entrando a borbotones por su boca y su nariz, él hundiéndose...
Cuando entra nuevamente la joven, la increpa pero ésta pasa a su lado y lo ignora. Desesperado, trata de tocarla, y ella actúa con total indiferencia. “¿Qué está pasando?”
Totalmente abrumado, deja caer su cuerpo sobre una silla del comedor.
Su mirada errante se encuentra con unas escrituras diseminadas sobre la mesa; se acerca y alcanza a leer: “Cabaña Los Cedros -propiedad de Diego Villagrán, fallecido el 23 de julio de 1970…


La bailarina

Sus ojos recorrieron lentamente la mesa servida con gran exactitud: el plato con frugal comida; junto a la jarra de agua, un vaso y cubiertos.
Pero no podía comer. Debía curar sus heridas; el tiempo era demasiado tirano, como su carcelero. Desde su niñez hasta los quince años actuales, su mundo estaba reducido a un perímetro de tres metros por cuatro.
Debía estar siempre prolija para las tres funciones semanales. Día tras día, con estoica parsimonia se colocaba vendajes impregnados en aloe, pero ya ni le disimulaban las laceraciones.
Una bocina atronadora la sobresaltó: la función estaba por comenzar. Por las aberturas de la carpa se colaba el clamor del público. Ni siquiera el personaje exótico traído de Zambia despertaba interés como ella. Su público era demasiado exigente.
Llegada la hora, su mundo fue conducido al medio de la pista. Los vítores de la enardecida concurrencia se esparcían por el gigantesco recinto. Concentrándose, comenzó sus piruetas, obediente al chasquido del primer latigazo propinado por aquel ser repulsivo y contrahecho, que mostraba un brillo especial en su mirada cada vez que se los infligía. A cada sonido, improvisaba movimientos perfectos y precisos. Todos aullaban de placer ante la ejecución del látigo sobre la etérea figura que se contoneaba y bailaba en las alturas.
Acabado su número, por millonésima vez contempló los jirones de su piel.
Ensimismada, mientras deslizaba el aloe, una voz casi gutural retumbó en su celda:
-¿Por qué aguantas tanto esta tortura? Tú puedes romper estas falsas cadenas.
Observó pensativa cada centímetro de aquel cubículo y entonces su cerebro disparó un movimiento de arte suprema: “¡Tiene razón! ¡Es fácil, mucho más fácil de lo que creía!”

Apremiada por la siguiente actuación, preparada y conducida a la pista una vez más, escuchó los aullidos fervorosos del público, que fueron extinguiéndose como ante una ceremonia.
Restalló en el silencio el primer azote; su mano rápida atrapó con fuerza el látigo y, con insólita energía, envolvió el cuello deforme de su guardián. Giraron ambos en el aire, hasta que alcanzaron el cenit de la carpa.
La multitud aplaudía con frenesí el nuevo número, gritaba emocionada ante las pataletas del monstruoso gordo atrapado en su propio flagelo y no advirtió la caída, veloz como el rayo, de los cuerpos estrellados en la pista.

En medio del lago de sangre, ella apenas pudo levantar la cabeza pero sonrió: “Tantas veces escuché sobre esa luz… esa luz que veo allí, ahora… al final de la puerta… Decían que… Pero nadie me dijo nunca que yo… que yo, era humana”.


Graciela Vargas
Talleres A Distancia










La experiencia en el Taller a Distancia me ha dado la posibilidad de expresar las inquietudes propias de este oficio de escritora, que es vital en mi existencia.
Soy docente de Artes Plásticas, hago Teatro, y he incursionado en la escritura desde muy pequeña.
Este taller me ha demostrado, que más allá de la distancia a la que me encuentro (soy de Paso de los Toros), no hay impedimento alguno para plasmar esos momentos imprecisos, esas ideas e imágenes interiores que de forma irrefrenable buscan salir en mares de letras. Muchas veces surgen del ocio; otras, de sensaciones visuales nacidas de la introspección y absorbidas por los sentidos.
Gracias a este taller, puedo afirmar con certeza que, cuando el deseo es incontenible, no existen escollos.
Siempre me ha generado alegría que puedan conocer parte de los secretos que la musa me susurra, y por eso, compartir este libro, es una instancia de verdadera felicidad que, emocionada, agradezco.