miércoles, 11 de marzo de 2015

Filos que Teje el Silencio (18)


















La huida


El maestro Pao, el eremita, el místico, se interna en la gruta. Su cuerpo de pantera se desliza en el cada vez más oscuro agujero. Sus ojos-faros doblegan las lobregueces: la caverna, de apenas el doble de su altura, con sus oquedades, donde habita la negrura…; a diestra y siniestra sombras coléricas: ésta… un león, aquella… un elefante, más allá… un lobo casi humano, armado. Su pelambre, de escalofrío se eriza. El miedo no lo acobarda; despierta su furor guerrero.
La caverna lo acecha: está irritada con el intruso. Pao, el filósofo, el maestro marcial, camina resignado por las entrañas de la tierra. Se palpa la tiniebla… No es el escenario que elegiría para un combate. Aquí no puede aplicar sus refinadas virtudes agonales. Avanza y la oscuridad se mueve, lo envuelve, se abalanza sobre él. Sus sentidos excitados le advierten del peligro… el pavor no lo aterroriza, aviva su sed de sangre. Eléctrico se impacienta. “¿Por qué el enemigo no ataca? Quiere desgastarme. ¡No lo logrará!” - gruñe.
Pao conoce desde siempre esta boca en el acantilado, sabe de su mala fama. Pero no es por eso que su curiosidad gatuna evitó explorarla antes. Gusta de lugares así, mas no de este. Desde cachorro, cuando lo descubrió, sintió mala espina: “Esa aura oscura, retorcida, repulsiva... mm....”
Se detiene, olfatea, a un lado, al otro, hay rastros: “Pasaron por aquí. Hace un par de días. No están cerca.”
Los hombres del pueblo le habían pedido: “Maestro Pao, nuestro protector y guía, robaron a nuestras hijas, por favor, Nuestro Señor, rescátalas…” “¿Cómo negarme?”
Reanuda la marcha, como de paseo; un león correría al choque, él no.
Luego de mucho avanzar, penetra en una gran olla, el lugar perfecto para una emboscada, pero las apariencias no engañan su aguda nariz.
Cuando le saltan encima los hombres mono ya está preparado. Los garrotes chispean. Salta, se retuerce, evade golpe tras golpe. A saltos los trogloditas lo persiguen. Estar en el centro del peligro lo nutre; zarpazos, mordidas, empujones... Los agresores pierden la iniciativa: son más lentos; la ventaja del número se les escapa en medio del desorden. En su confusión más de uno lastima a un compañero. Aunque rebasados, logran arrinconarlo. Confiada la banda: el triunfo está cerca.
La situación es desesperada, no hay salida, son demasiados. El tiempo se detiene. Una luz explota en su cabeza. La paz… se extiende por su alma. La penumbra se hace día. Los enemigos empequeñecen. Notan el cambio, observan desconfiados. Muestra Pao los dientes, sonrisa de pantera; su piel se eriza; sus zarpas se extienden enraizándose en el suelo. Un rugido sale de sus entrañas, las paredes le contestan a coro. Los vándalos tiemblan, trastabillan, retroceden, se empujan en su desbande, murmuran preces en un idioma cacofónico. Un negro huracán reparte el exterminio. No comprenden qué sucede; el karma los alcanzó, su tiempo se fue.
Sin mirar atrás, Pao se aleja. Solo resta entregar a las cautivas, y huir, como se pueda, de las inevitables alabanzas.


Eduardo Varela