martes, 21 de enero de 2014

Aullido















"Olvidamos nuestra falta cuando se la confesamos a otro, pero el otro no suele olvidarla". -
F. Nietzsche - “Humano, demasiado humano”.


“Percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida” repta acompasadamente por el cable del MP3 la voz raspada del Polaco, y así convocada, con prepotencia, una historia baja a buscarlo de improviso; quizás sea hora de que pueda desgajarse del hilo invisible que lo ata a la mirada sesgada de esa mujer que, desde el cuadrito fiel, cuida desde hace tanto su sueño nervioso. Aunque, en esta trama, son dos los tipos acorralados, pero por otro tipo...

- ¡Pa´qué me la contaste!... “¡Pobre, pobre!”, como dice Vallejo; te moriste con un “charco de culpa en la mirada”. Fui el único que te acompañó hasta el final. Yo pensaba que estabas un poquito desequilibrada... ¡Bah!... Quién puede confirmar eso o, mejor dicho, quién no lo está por estos días... A veces me parecía que te emperrabas en escudriñarme; no sé qué buscabas, porque yo, yo soy un individuo transparente. Tanto, que no puedo soportar más el peso que me dejó tu secreto y hoy me voy a animar y me desligo para siempre. En fin, te traiciono, pero a medias... porque voy a disfrazarlo.
¿Viste que a mí me gusta garabatear de vez en cuando? Bueno, escribí, y chau; total, vos ya te liberaste, y yo, yo no sé ni si tengo coraje para esto...
A ver si encuentro la hoja... a ver, a ver; una confidencia no puede estar a la intemperie, ¿no? ¡Ayudame a buscar y no me mirés tan seria! ¡Ah! ¡Aquí está!:


El cuerpo atlético se recostó sobre la desnudez de la amiga. Intentó tejerle una sábana de saliva, una manta de labios. Pero la boca no lo obedecía. Remilgosa, atendía a otra carne que rodaba y rodaba por cada neurona de aquella cabeza tan prolija: corte de pelo siempre reglamentario a pesar del grado, pensamiento siempre ajustado a la doctrina.

“No importa, mi capitán”, le susurró inocentemente. “Esta no es una prueba de equitación. No hay público que lo sancione con la mirada”.

Y como ocultando su rostro, le empapó los senos pequeños y apagados con sus lágrimas “el hermanito del alma”, murmurando en cuentagotas: “Es que maté a un hombre, a un hombre que parecía indefenso, y me tiene pialado; no me puedo deshacer de sus ojos, mansos, bien abiertos, convencidos de lo que soy aún antes de que yo mismo me desengañara. Capaz que lo oíste por la radio. Fue en la Central Comunista”.

Lo arropó con su silencio.

Cuando la oscuridad de la pieza se disipó, se dio cuenta de que estaban solas, ella y su alma. El relojito marcaba las tres de la tarde. Pero nunca pudo devolvérselo...

- Y yo, tampoco... ¡Quién te parió, reloj de mierda!, rasgó de pronto la noche baldía con su aullido el desolado, hasta que se lo arrancó de la muñeca.


Carbonilla