Reconocer los
caracteres no es leer, mucho menos en la Grecia antigua, donde descifrar un
sentido depende en gran medida de la lectura en alta voz, debido a las
dificultades que entraña la lectura de la scriptio continua, rasgo
característico de la escritura griega. Al no haber separaciones entre las
palabras, ni signos de puntuación, la lectura cobraba sentido cuando se
efectuaba en voz alta. Era al pronunciar las letras que se determinaba la
inteligibilidad del texto.
Hasta aquí Svenbro obtiene tres conclusiones. La
primera tiene que ver con el carácter instrumental del lector o de la voz
lectora (recuérdese el análisis de némein); la segunda presupone el carácter
incompleto de la lectura, es decir la necesidad de sonorizar la palabra para
descifrarla (recuérdese también el examen de epilégeszai); la tercera es
consecuencia lógica de las dos anteriores: si la voz es mero instrumento
gracias a la cual la escritura se realiza, entonces los destinatarios de lo
escrito no son lectores, sino oyentes. Estos akoúontes, no leían nada, sino que
escuchaban una lectura, del mismo modo que los transeúntes aclamados por
Mnesitheos en su epitafio.
Ahora bien,
¿significa todo lo hasta aquí visto que en la Grecia antigua sólo se leyó
oralmente? ¿Es posible que en una cultura como aquella, con una extraordinaria
valoración de lo sonoro, se hiciera necesario leer en otra voz que la alta? ¿No
afirman al unísono los especialistas que la lectura en silencio es una creación
de los monasterios de la Edad Media?
En 1968, Bernart Knox publicó un artículo que
llamó la atención de los estudiosos del tema. ¿El título? Silent reading in Antiquity (La lectura silenciosa en la antigüedad).
Se trataba de demostrar que algunos griegos habían leído en silencio, es decir,
que la lectura en alta voz no fue exclusiva en la antigüedad griega. Y no sólo
esto: según Knox, los poetas dramáticos habrían contado con un público que les
leían en esta modalidad.
Knox cita dos
textos. El primero de ellos es el Hipólito, de Eurípides, escrito probablemente
alrededor del 428 a.C. En uno de sus
pasajes, Fedra sostiene una tablilla cuyo contenido intriga a Teseo que,
ansioso por saber lo que podía contener rompe el sello. El coro inquieto
interviene. Teseo exclama: “¡Ay! ¿Qué desgracia intolerable, indecible, vendrá
a añadirse a la desgracia? ¡Infortunado de mí!”
El coro le pide que revele lo que ha leído. Teseo lo hará, pero a modo
de síntesis de su lectura: no lee en voz alta, sino que resume el contenido.
Mientras el coro cantaba, Teseo había leído en silencio.
El segundo texto es Los caballeros (≈424 a.
C), de Aristófanes. Nicias logra robarle un oráculo escrito a Paflagón.
Demóstenes pide leer el texto a Nicias. Éste le sirve vino, mientras aquel da
lectura a la tablilla. Cuando Nicias le pregunta por lo que lee, Demóstenes
responde: “¡Lléname otra copa!”. Asombrado Nicias le interroga creyendo que se trata de una
lectura en voz alta: “¿De veras dice que te llene otra copa?”. La broma se
repite y amplía en lo que sigue, hasta que por fin Demóstenes expresa: “aquí
adentro se dice cómo va a perecer Paflagón”; y ofrece un resumen del contenido
del oráculo. No lee en voz alta: ya lo había hecho en silencio.
De este segundo
pasaje Svenbro obtiene un valioso dato. La pregunta de Nicias a Demóstenes sugiere
que en esa época la lectura en silencio era poco conocida, aunque se suponía
que el público la conocía. Y si esto sucedía en Atenas, lugar de origen de los
dos textos, ¿qué podía esperarse de su difusión en lugares como Esparta, donde
la enseñanza se limitaba a lo estrictamente necesario?
“Para el lector que leía poco y de manera
esporádica- asevera Svenbro- era
probable que el desciframiento lento y a tientas de lo escrito no engendrara la
necesidad de una interiorización de la voz, ya que la voz era precisamente el
instrumento mediante el cual la secuencia gráfica era reconocida como lenguaje
(…) Y si esa sonorización era un valor en sí, ¿porqué se iba a sentir la
necesidad de abandonar la scripto continua, obstáculo técnico al desarrollo de
la lectura silenciosa?”
En la introducción
a su libro Historia de la lectura en el
mundo occidental, Guglielmo Cavallo y Roger Chartier recuerdan otros dos
ejemplos que muestran la coexistencia de la práctica de la lectura silenciosa.
Ese es el caso de Las ranas, también de Aristófanes, donde Dionisio recuerda
“cuando a bordo de la nave leía para mis adentros la Andrómeda”; y el del
protagonista del Faón platónico que exclama: “en la soledad quiero leer este
libro para mis adentros”.
Según Knox, una de las razones para el
desarrollo de la lectura silenciosa puede haber sido el manejo de
extraordinarias cantidades de texto. Este era el caso de profesionales como
Herodoto, que en su labor de historiador debe de haber abandonado la práctica
de la lectura en voz alta en aquel siglo
V a. C. En la segunda mitad del siglo IV a. C. los estudiosos de la literatura
homérica debieron sentir la misma necesidad.
Fragmentos de: http://elmundodelavida.wordpress.com
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