lunes, 20 de enero de 2014

Desde el vientre...

Último fragmento


¿Y conseguiste lo que

querías en esta vida?

Lo conseguí.

¿Y qué querías?

Considerarme amado, sentirme

amado sobre la tierra.



Raymond Carver


Desde el vientre materno, todos/as perseguimos ese estado enunciado en el poema Último fragmento. También sabemos que no todos/as podemos cerrar nuestro balance vital con tan categórica afirmación. Actualmente, el número de agobiados perseguidores excede las previsiones más optimistas y la cantidad de quienes ni siquiera avizoran esa carencia parece estar incrementándose en geométrica progresión.

Patricia Highsmith, tan reconocida en el ámbito literario como su coterráneo Carver, y exponente, además, de un talento indiscutible, integra esa masa de seres marginados del amor desde el mismo vientre materno.
19 de enero de 1921 - Estados Unidos


Aunque no somos adeptos a una corriente biograficista, parece oportuno atender ese campo en este caso, a modo de motivación reflexiva sobre la responsabilidad ineludible de todos o algunos actores sociales que, evidentemente, no cumplen su rol en ese delicadísimo proceso de la formación de una persona.

Con esa intención, consideraremos dos artículos seleccionados de entre un material muy abundante al respecto.



Placeres crueles
Raquel Guinovart


Dicen que Graham Greene habría dicho sobre ella: “escribe sobre los seres humanos como una araña lo haría sobre las moscas”. La frase es más impactante que precisa, y por ello probablemente apócrifa. De todos modos la analogía dirá algo a quien haya leído los libros de la escritora norteamericana Patricia Highsmith (1921-1995). Hay un desapego en su forma de describir los crímenes humanos. Pero la frialdad con que persigue las raíces de esos actos no sugiere el anhelo sigiloso de la araña, sino más bien la curiosidad aséptica del científico. Patricia registra las miserias de los hombres como un entomólogo lo haría con la conducta de las amebas, o como el señor Knoppert, protagonista del cuento “El observador de caracoles” lo hace con sus mascotas: “con la misma curiosidad sin emoción”.
El resultado es inquietante. Instalada en el corazón mismo de la moralidad la escritora cruza la línea que separa el bien del mal de un modo que revela la fragilidad de esa frontera. Y lleva al lector en ese viaje. Gradualmente lo conduce a empatizar con lo ilógico, lo irracional y lo caótico, y a descubrir que no le resulta tan ajeno, que entiende al criminal, al loco, al retorcido y que incluso, podría serlo él mismo. En sus novelas nunca se está seguro. “El trasgresor puede triunfar o ser atrapado por la justicia, pero se tiene la sensación de que el orden es impuesto por la intervención de la suerte o de las circunstancias y no porque los personajes vivan en un mundo racional, gobernado por Dios”.
No es de extrañar que durante su vida no fuera popular en los Estados Unidos. Desobedecía los códigos de las novelas policiales, en los que la corrección moral está rigurosamente respetada. En realidad, su literatura tiene más de Poe que de Conan Doyle y más de Dostoievski que de Chandler, aun cuando se trate de novelas de suspenso. Para los críticos siempre fue un problema ubicarla en una tradición y muchos directamente la ignoraron. Pese a ello, a diez años de su muerte sus novelas siguen adaptándose al cine y empieza a formar parte de los programas de literatura de algunas universidades. Los tiempos parecen hoy más apropiados para valorar a la vieja dama que invita a “experimentar placeres crueles”.

Bajo una estrella enfermiza

Sobre la historia de esta escritora se sabía muy poco hasta la aparición en 2003 de la biografía de Andrew Wilson, quien tuvo acceso a sus diarios íntimos, conocidos después de su muerte. Mientras vivió, Patricia Highsmith mantuvo una distancia hosca con el mundo, al que sólo emergía para promocionar sus novelas de tanto en tanto. Las fotos la mostraban vieja, seca, descuidada. Se sabía que era lesbiana, que había nacido en Texas y que desde los años sesenta vivía en Europa.
El retrato que completa el libro de Wilson es, como prevé el tópico, el de una vida desgraciada. Ella dice haber nacido “bajo una estrella enfermiza”. Fue el 19 de enero de 1921, nueve días después del divorcio de sus padres. Patricia no conocería a su progenitor hasta los 12 años. Su madre, que había intentado interrumpir el embarazo tomando trementina, le diría más adelante “es curioso que adores ese olor, Pat”.
Más maternal fue su abuela con la que vivió durante periodos extensos de su infancia. Ella le enseñó a leer a los tres años. Desde entonces “tuvo un amor casi físico por la palabra escrita y mientras leía a menudo ponía el diario cerca de su nariz para respirar el aroma de la tinta”. Por esa época aparece en escena Stanley Highsmith, su padrastro, por quien ella sintió una antipatía inmediata. Recuerda haber tenido repetidas fantasías sobre asesinarlo cuando tenía ocho años o menos. En su diario diría: “aprendí a vivir con un odio homicida y opresivo muy temprano. Y aprendí a sofocar también mis emociones más positivas. Todo eso probablemente causó mi propensión a escribir sanguinarias historias de muerte y violencia”.
En la escuela era una niña tímida con un acento tejano que la delataba como extranjera en Nueva York. Se describe como lúgubre y madura para su edad. A los 9 años leyó La mente humana del Dr. Karl Menninger, una obra de divulgación psiquiátrica que se ocupaba de las llamadas conductas desviadas. Le atrajo el rechazo de Menninger por el concepto de normalidad. En el prefacio leyó: “pienso que es la ignorancia la que hace a la gente pensar en lo anormal solamente con horror y les permite permanecer tranquilos en la proximidad de lo normal como promedio y mediocre. De seguro cualquiera que aspire a algo es, a priori, anormal.” Ella, que ya se sabía diferente, disfrutó de la perspectiva. El libro le mostró que tras apacibles fachadas se esconden contradicciones y deseos perversos. Más tarde diría “no puedo pensar en nada más apto para poner la imaginación en movimiento que la idea –el hecho- de que cualquiera que pasa a tu lado en la calle puede ser un sádico, un ladrón compulsivo, o incluso un asesino”.

El sabor de la libertad

La entrada en la universidad significó para Patricia una forma de desprenderse del clima opresivo de su casa. Su madre insistía en que fuese “normal”. A los 14 le había soltado ¿sos una “lesbi”? porque estás empezando a comportarte como una”. Más tarde recordaría como ese “comentario vulgar y estremecedor” la hizo sentir más rara e introvertida. “Me parecía como los que se hacen en la calle, del tipo ‘¡mira ese jorobado! ¿no es gracioso?’ Pero yo no era un lisiado en la calle, sino un miembro de su familia”.
Se veía con una esencia masculina escondida bajo una cáscara femenina. Un adivino le había dicho a su madre: “Usted tiene un hijo. No, una hija. Debió ser un niño, pero es una hija.” Así se sentía. Encontraba emocionantes las relaciones con las mujeres y “el roce accidental con la mano de una chica era todo un paraíso”. No era fácil en esa época reconciliarse con una inclinación considerada una enfermedad. En el libro de Menninger el lesbianismo estaba clasificado como una de las “perversiones del afecto y el interés”, junto con el fetichismo, la paidofilia y el satanismo. Patricia lo vivía con culpa, pero al independizarse decidió indagar.
En sus diarios describe cada detalle de su despertar sexual, relatando con brutal franqueza sus relaciones con un gran número de mujeres. Aunque reconocía que esa vorágine le hacía mal, se sentía incapaz de resistirla. Se juzgaba como una especie de pervertida. Era, sin embargo, tímida. Muchas veces en sus citas se quedaba callada y confusa. “Creo que algunos psiquiatras llaman a la timidez arrogancia y presunción invertidas. Esta explicación no ayuda a aliviar el dolor que produce”, escribió por esos días.
Pero la cara que mostraba al mundo no tenía rastros de sus tormentas interiores. Sabía lo que quería hacer con su vida y lo que quería ser: una escritora. Para Patricia escribir era ordenar la experiencia y le atraía porque su propia vida era caótica.

Espíritus libres

La primera vez que Patricia prestó atención a los caracoles fue en 1946. Paseaba por un mercado de pescados cuando vio dos, unidos en un extraño abrazo. Se los llevó a su casa, los puso en una pecera y los observó desarrollar una actividad que parecía ser sexo. Decidió describirla minuto a minuto, con un detalle casi científico. En base a esta experiencia escribe el cuento “El observador de caracoles”, que su agente literario juzgó “demasiado repelente para mostrar a los editores”. Desde esa época fueron sus mascotas. “Me dan una especie de tranquilidad”, diría.
Ya en esos primeros cuentos se notaba su predilección por lo extraño. No estaba interesada en escribir sobre la salud, la felicidad, la gente equilibrada. Tal como ella lo veía, la satisfacción equivale a estupidez. Pensaba que la locura, en lugar de ser cambiada y normalizada, debería ser celebrada. “Me gusta la gente en la que las luchas internas son visibles”.
Es por eso que simpatizaba con los delincuentes y los encontraba interesantes a menos que fueran “monótona y estúpidamente brutales”. Más adelante en Suspense, un ensayo sobre cómo escribir novelas de intriga, explicaría que desde el punto de vista dramático los delincuentes son atractivos “porque al menos durante un tiempo, son activos, libres de espíritu, y no se doblegan ante nadie”. En un mundo en el que la mayoría de las personas tratan de ser exactamente iguales a las demás, sus héroes psicópatas o neuróticos se atrevían a ser ellos mismos.
Los primeros de su larga galería son los protagonistas de Extraños en un tren, publicada en 1950. En esta primera novela Highsmith construye una trama ingeniosa que se aproxima a la concepción del crimen perfecto. Dos completos desconocidos que desean deshacerse de alguien cercano, pactan intercambiar los asesinatos: que cada cual mate a la víctima del otro. Logran así un asesinato puro, sin motivos personales. La inversión de los homicidios debiera eliminar toda sospecha de móvil y, por tanto, de culpabilidad. El argumento llamó la atención de la crítica, aunque Patricia Highsmith estaba mucho más interesada en la exploración de la conciencia de sus personajes. Uno de ellos asegura que “cualquier persona es capaz de asesinar. Es puramente cuestión de circunstancias”, una opinión que Highsmith suscribiría.
La suerte de este primer libro decide su futuro. Alfred Hitchcock compra los derechos para filmarlo y al año siguiente estrena Pacto siniestro, cuyo éxito convierte a Patricia Highsmith, a los 29 años, en una escritora conocida.

El precio de la sal

Por esos años va a intentar seriamente convertirse en una persona normal. Se compromete con Marc Blandel, un joven escritor inglés y realiza una terapia para encauzar sus preferencias amorosas. Durante meses oscila entre un deseo desesperado de casarse y el convencimiento de que si lo hace, no sólo lo destruirá a él, sino también a si misma. Cuanto más pensaba en la perspectiva del matrimonio, menos le gustaba. Lo doméstico -afirma en su diario- le repelía y la idea de una vida de bebés, cocina, sonrisas falsas, vacaciones, cine y sexo, particularmente lo último, le desagradaba.
La terapia, que no logró volverla heterosexual, tuvo un resultado no previsto. Para poder afrontar los gastos que suponía, Patricia se empleó en el departamento de juguetes de la tiendas Bloomingdale’s y allí se inspiró para escribir una novela sobre un amor lésbico. Una tarde entró a la tienda una mujer elegante envuelta en un tapado de piel. El encuentro no duró más que unos pocos minutos, pero tuvo un efecto dramático en Patricia. Luego de atenderla se sintió “rara y un poco mareada, casi al borde del desmayo, y al mismo tiempo exaltada, como si hubiese tenido una visión”. Al finalizar su turno, volvió a casa y escribió el argumento de El precio de la sal, publicado en 1952 con el seudónimo Claire Morgan y reeditada con su verdadera firma en 1990 como Carol.

Pat H, alias Ripley

En 1955 aparece el primer libro de la saga de Tom Ripley, que la Highsmith describiría más tarde como el triunfo incuestionable del mal sobre el bien, “y la alegría por ello”. Ripley es el perfecto amoral, capaz de mentir, robar o matar sin el menor conflicto de conciencia. Sin embargo, no se trata de un personaje plano. Hay en él un deseo desesperado de ser otro y modela su vida como lo haría un escultor renacentista con el mármol. Al igual que Oscar Wilde, Patricia pensaba que el hombre es una obra de arte en sí mismo y Ripley debe ser leído en esa clave.
El personaje ha ejercido una constante fascinación en el cine. Esta primera historia tuvo dos adaptaciones.

Fin de la misericordia

La saga de Ripley cimentó la fama de Patricia como una escritora perversa. Cuando le preguntaron las razones de su fascinación por la amoralidad dijo “supongo que encuentro un interesante contraste con la moralidad estereotipada que frecuentemente es hipócrita y falsa”. Esa moralidad le fastidiaba, pero el tema en sí mismo le preocupa. Se describió como una novelista que encuentra el crimen muy bueno para ilustrar los problemas éticos. Pero sus libros, lejos de ser una afirmación moral clara, son una discusión consigo misma.
Su literatura es potente porque al mismo tiempo que muestra las fuerzas terribles que habitan a los hombres, documenta la banalidad del mal. Después de la segunda guerra mundial una literatura así puede resultar chocante, pero no incomprensible. Highsmith cree, por otra parte, que hay mucho de hipocresía en las exigencias de una literatura edificante. “La pasión del público por la justicia me resulta aburrida y artificial, porque ni a la vida ni a la naturaleza les importa que se haga o no justicia. El público, al menos el público en general, quiere presenciar el triunfo de la ley, aunque al mismo tiempo le gusta la brutalidad. Sin embargo, la brutalidad debe estar en el bando bueno. Los héroes-detectives pueden ser brutales, sin escrúpulos sexuales, pueden pegar patadas a las mujeres, y seguir siendo héroes populares, porque se supone que andan persiguiendo algo peor que ellos mismos”. Patricia no será complaciente con esa “pasión por la justicia”. Por el contrario, ella buscará poner al lector en posiciones incómodas y lo enfrentará a su propia ambivalencia. Una de las novelas en la que mejor logra ese propósito es Mar de fondo, publicada en 1957.
Como lo explica Andrew Wilson, “en el mundo de Highsmith, el crimen puede ser horrible, pero es también algo nacido de una necesidad psicológica y está descrito de una manera tan lógica e imparcial que el lector es inducido a creer que es simplemente parte del continuum de la conducta normal.”
Patricia explicaba a quienes se escandalizaban por su trabajo que debían entender que ella estaba reflejando la realidad. “He leído en alguna parte que sólo el 11% de los asesinatos se resuelven (...) así que pienso ¿por qué no podría escribir sobre unos pocos personajes que están libres?” Lo que más molesta a sus detractores es que en sus libros estos personajes, a pesar de su locura y de sus actos, resultan dignos de compasión.

Sin aliento

La belleza física de Patricia hacía tiempo que se había desvanecido. Fumaba alrededor de 33 Gaulois sin filtro por día y empezaba beber antes del desayuno. Se volvía cada vez más tímida. El contacto con la gente, no importaba cuan cercana fuera, la dejaba agotada. El trabajo se convirtió, según un apunte de abril de 1972, en la única cosa importante o disfrutable en su vida. Poco antes de empezar a escribir El diario de Edith (1977), la última de sus grandes novelas, anotó en su cuaderno de notas: “Hoy tuve el alarmante sentimiento de que sólo la fantasía me sostiene...”

El 5 de abril de 1985 le diagnosticaron cáncer de pulmón. El terror la hizo dejar de fumar. La operaron y el cáncer no volvió. Aun en los momentos más dolorosos de su vida Patricia desechó el suicidio, lo consideraba una cobardía imperdonable. En 1993 se declaró la enfermedad que la llevaría a la muerte, la leucemia. Lo tomó con calma, y en sus últimos momentos pareció encontrar una especie de tranquilidad. Cuando en 1995 se publica su novela final, los críticos parecieron entenderlo. Uno de ellos dijo “Con Small g uno tiene la sensación de que, aunque no es una buena novela, Highsmith ha llegado al punto donde experimentó algo así como la felicidad”. Otro crítico fue un poco más egoísta al advertirlo. “Patricia Highsmith ha hecho la paz con sus demonios –dijo. La bondad triunfa sobre la maldad. Una lástima para sus lectores.”

Fuentes:
Beautiful Shadow, a life of Patricia Highsmith. Andrew Wilson, Bloomsbury, Londres, 2003.
Suspense, cómo escribir una novela de intriga, Patricia Highsmith, Anagrama, Barcelona, 2003.
El extranjero, reportaje a Anthony Minghella, por Rodrigo Fresán y Todos somos Ripley, articulo de Anthony Minghella, aparecido en el suplemento Radar, de Página 12, www.pagina 12. com.ar/2000/suple/radar/00-03/00-03-05/nota3.htm. La novelas de Patrica Highsmith


De: La Máquina de Pensar.com



Highsmith la racista depresiva

Una biografía revela las obsesiones, enfermedades y la patología de una escritora controvertida que arrastraba problemas afectivos desde la infancia

Toni MONTESINOS.

Decía el ídolo más temprano de Patricia Highsmith,  Oscar Wilde –cuya tumba vio emocionada en su visita a París de 1962– que «hay algo infinitamente vulgar en las tragedias de los demás» (en «El retrato de Dorian Gray», para más señas). Y esa es la impresión que uno tiene al leer las vicisitudes de la escritora tejana: la vulgaridad de su ascendencia –una madre histérica y un padrastro que le resultaba odioso– y la vulgaridad que ella misma construyó a base de neurosis y misantropía; todo nacido en una infancia traumática que iba a marcar su literatura y sus relaciones interpersonales hasta que  murió en Locarno, en 1995.

«Las obsesiones son lo único que me importa. Lo que más me interesa es la perversión, que es el mal que me guía», dijo en su diario de 1942. Y a fe que es cierto, como ha comprobado magníficamente la dramaturga Joan Schenkar (1952) en «El talento de Miss Highsmith» (traducción de Clara Ministral). La biógrafa destaca en el prólogo esa frase rotunda, y a lo largo del libro nos ofrecerá las claves para conocer el laberinto emocional y creativo de Highsmith a partir de los numerosos «cahiers» –ocho mil páginas de cuadernos y diarios– que ésta dejó escritos y ordenados. Highsmith era una adicta a hacer listas de todo tipo, a la limpieza, a tener caracoles como mascotas y a los Martinis, entre otras  cosas. Sufrió anorexia, depresiones, alcoholismo, enfermedades hematológicas y arteriales y hasta un cáncer de pulmón, pero evitó mencionar su mala salud en público. Era una lesbiana promiscua y a la vez anotaba pensamientos misóginos. Ingeniosa, desagradable, una solitaria que tenía gran vida social, de mil formas fue descrita Highsmith, de mil formas la veremos nosotros ahora. Su historia es la de una huida imposible: huir a Nueva York, Pensilvania, Italia, Inglaterra, Suiza; imposibilidad de escapar ante la tortura de los recuerdos y sentimientos. Odia con la pasión de una enamorada a su madre (Schenkar habla de que Mary, ilustradora de moda, fue su «verdadero amor que no se atrevió a decir su nombre»); la detesta pero parece no poder vivir sin sus opiniones. Insultos, agresividad, cartas llenas de veneno en las palabras, por años y años, aun separándolas un océano.


Infancia sin cura
El odio justifica la vida de Highsmith, como si la atara a la infancia maltrecha desde que su divorciada madre se la llevara de Fort Worth para imponerle un padrastro del que tomará su apellido (ella se llamaba Mary Patricia Plangman). Una infancia que no está curada y que va a sangrar cuando, por un lado, descubra en casa un libro que la iba a fascinar para siempre, «La mente humana» (1930), del psiquiatra freudiano Karl Menninger, que le proporcionó «modelos clínicos» con los que comparar sus propios estados mentales cambiantes», y por el otro, cuando la realidad social neoyorquina se abra a sus instintos. Y es que, una vez instalada en Nueva York, vive junto a un manicomio y una cárcel, junto al canal de Hell Gate y el ferroviario hacia Canadá. «¿Puede haber algo más contundente que este plano? En Astoria (Queens), a los nueve, diez y once años, la pequeña Patsy Highsmith, que ya tenía tendencias asesinas y melancólicas», se halla frente a «unos puntos cardinales» formados por «el Crimen, el Castigo, las Vías del Tren y el Infierno», las «coordenadas (...) del Territorio Highsmith».

He aquí una de las partes más interesantes de la biografía, pues Schenkar no se limita a seguir la pista de Highsmith, sino que penetra en  su temperamento y  sensaciones, en comprender cómo el entorno influye en la construcción de un imaginario artístico que crece, uniforme, en contraste con una existencia contradictoria y sufriente: Pat conocerá a su padre biológico a los doce años; en su actitud y cuadernos se muestra antisemita, xenófoba y racista; lee «Mi lucha», de Hitler; ve un potencial asesino en cualquier tipo con el que nos tropezamos en la calle. Mujer insoportable para unos, pero espléndida para otros; como en el caso de Truman Capote, que en una carta a la directora de la residencia Yaddo, donde él pasó una temporada, recomienda en 1948 a «una escritora joven» que «tiene un gran don, y un solo relato suyo revela un talento más refinado que el de cualquiera que haya conocido antes. Además, es una persona encantadora, educada, alguien que te va a caer bien, seguro».

En efecto, a Highsmith le llega una invitación de ese centro de escritores, músicos y artistas, donde pasará dos meses escribiendo «Extraños en un tren», bebiendo  y teniendo diversos «affairs». En 1943 había empezado una andadura que siempre ocultará, avergonzada, como guionista de cómics, en un periodo en que esta industria emergía en EE UU. Lo interesante de ello es ver cómo relaciona Schenkar la pulsión de huida de Highsmith, su vínculo con los superhéroes –«escapistas natos»– y la concepción de su máxima figura, Tom Ripley. Superman o Batman «habitan en un mundo de constantes amenazas y se pasan la vida huyendo de peligros externos (...), evitando que se desvele la identidad de sus álter egos». Y lo mismo le pasa al farsante  Ripley, «el escapista más conseguido de Pat», el asesino que se escabulle, aquel que sí llegó a huir de verdad. No hay un héroe-criminal –así lo definió Highsmith– más original en la literatura de suspense contemporánea. Conserva su lozanía como Dorian Gray en su cuadro; fue la imagen de la escritora la que se corrompió hasta el extremo, también como al final el rostro del personaje de Wilde: las fotos de juventud muestran a una Pat de cierto atractivo, la instantánea de la portada de esta biografía ofrece una bella Patricia madura, la Highsmith que llegará a la vejez adquiere la forma de alguien feo y deteriorado. Por dentro y por fuera: tragedia y vulgaridad. Pero quién puede excluirse de tal mezcla. (...)


«Patricia Highsmith»
Joan Schenkar
Ediciones Circe
768 páginas. 29 euros

De: La Razón.es


“Lo que nos convierte en personas 
es el vínculo con el otro, 
la relación de amor. 
Si ese vínculo se destruye, surge la barbarie. 
Sólo entonces afloran el odio y la violencia. 
No creo que en Occidente 
estemos protegidos contra eso”.
Julia Kristeva