Último fragmento
¿Y conseguiste lo que
querías en esta vida?
Lo conseguí.
¿Y qué querías?
Considerarme amado, sentirme
amado sobre la tierra.
Raymond Carver
Desde el vientre materno, todos/as perseguimos ese estado enunciado en el poema Último fragmento. También sabemos que no todos/as podemos cerrar nuestro balance vital con tan categórica afirmación. Actualmente, el número de agobiados perseguidores excede las previsiones más optimistas y la cantidad de quienes ni siquiera avizoran esa carencia parece estar incrementándose en geométrica progresión.
Patricia Highsmith, tan reconocida en el ámbito literario como su coterráneo Carver, y exponente, además, de un talento indiscutible, integra esa masa de seres marginados del amor desde el mismo vientre materno.
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19 de enero de 1921 - Estados Unidos |
Aunque no somos adeptos a una corriente biograficista, parece oportuno atender ese campo en este caso, a modo de motivación reflexiva sobre la responsabilidad ineludible de todos o algunos actores sociales que, evidentemente, no cumplen su rol en ese delicadísimo proceso de la formación de una persona.
Con esa intención, consideraremos dos artículos seleccionados de entre un material muy abundante al respecto.
Placeres crueles
Raquel Guinovart
Dicen que Graham Greene habría
dicho sobre ella: “escribe sobre los seres humanos como una araña lo haría
sobre las moscas”. La frase es más impactante que precisa, y por ello
probablemente apócrifa. De todos modos la analogía dirá algo a quien haya leído
los libros de la escritora norteamericana Patricia Highsmith (1921-1995). Hay
un desapego en su forma de describir los crímenes humanos. Pero la frialdad con
que persigue las raíces de esos actos no sugiere el anhelo sigiloso de la
araña, sino más bien la curiosidad aséptica del científico. Patricia registra
las miserias de los hombres como un entomólogo lo haría con la conducta de las
amebas, o como el señor Knoppert, protagonista del cuento “El observador de
caracoles” lo hace con sus mascotas: “con la misma curiosidad sin emoción”.
El resultado es inquietante.
Instalada en el corazón mismo de la moralidad la escritora cruza la línea que
separa el bien del mal de un modo que revela la fragilidad de esa frontera. Y
lleva al lector en ese viaje. Gradualmente lo conduce a empatizar con lo
ilógico, lo irracional y lo caótico, y a descubrir que no le resulta tan ajeno,
que entiende al criminal, al loco, al retorcido y que incluso, podría serlo él
mismo. En sus novelas nunca se está seguro. “El trasgresor puede triunfar o ser
atrapado por la justicia, pero se tiene la sensación de que el orden es
impuesto por la intervención de la suerte o de las circunstancias y no porque
los personajes vivan en un mundo racional, gobernado por Dios”.
No es de extrañar que durante su
vida no fuera popular en los Estados Unidos. Desobedecía los códigos de las
novelas policiales, en los que la corrección moral está rigurosamente
respetada. En realidad, su literatura tiene más de Poe que de Conan Doyle y más
de Dostoievski que de Chandler, aun cuando se trate de novelas de suspenso.
Para los críticos siempre fue un problema ubicarla en una tradición y muchos
directamente la ignoraron. Pese a ello, a diez años de su muerte sus novelas
siguen adaptándose al cine y empieza a formar parte de los programas de
literatura de algunas universidades. Los tiempos parecen hoy más apropiados para
valorar a la vieja dama que invita a “experimentar placeres crueles”.
Bajo una estrella enfermiza
Sobre la historia de esta
escritora se sabía muy poco hasta la aparición en 2003 de la biografía de
Andrew Wilson, quien tuvo acceso a sus diarios íntimos, conocidos después de su
muerte. Mientras vivió, Patricia Highsmith mantuvo una distancia hosca con el
mundo, al que sólo emergía para promocionar sus novelas de tanto en tanto. Las
fotos la mostraban vieja, seca, descuidada. Se sabía que era lesbiana, que
había nacido en Texas y que desde los años sesenta vivía en Europa.
El retrato que completa el libro
de Wilson es, como prevé el tópico, el de una vida desgraciada. Ella dice haber
nacido “bajo una estrella enfermiza”. Fue el 19 de enero de 1921, nueve días
después del divorcio de sus padres. Patricia no conocería a su progenitor hasta
los 12 años. Su madre, que había intentado interrumpir el embarazo tomando
trementina, le diría más adelante “es curioso que adores ese olor, Pat”.
Más maternal fue su abuela con la
que vivió durante periodos extensos de su infancia. Ella le enseñó a leer a los
tres años. Desde entonces “tuvo un amor casi físico por la palabra escrita y
mientras leía a menudo ponía el diario cerca de su nariz para respirar el aroma
de la tinta”. Por esa época aparece en escena Stanley Highsmith, su padrastro,
por quien ella sintió una antipatía inmediata. Recuerda haber tenido repetidas
fantasías sobre asesinarlo cuando tenía ocho años o menos. En su diario diría:
“aprendí a vivir con un odio homicida y opresivo muy temprano. Y aprendí a
sofocar también mis emociones más positivas. Todo eso probablemente causó mi
propensión a escribir sanguinarias historias de muerte y violencia”.
En la escuela era una niña tímida
con un acento tejano que la delataba como extranjera en Nueva York. Se describe
como lúgubre y madura para su edad. A los 9 años leyó La mente humana del Dr.
Karl Menninger, una obra de divulgación psiquiátrica que se ocupaba de las
llamadas conductas desviadas. Le atrajo el rechazo de Menninger por el concepto
de normalidad. En el prefacio leyó: “pienso que es la ignorancia la que hace a
la gente pensar en lo anormal solamente con horror y les permite permanecer
tranquilos en la proximidad de lo normal como promedio y mediocre. De seguro
cualquiera que aspire a algo es, a priori, anormal.” Ella, que ya se sabía
diferente, disfrutó de la perspectiva. El libro le mostró que tras apacibles
fachadas se esconden contradicciones y deseos perversos. Más tarde diría “no
puedo pensar en nada más apto para poner la imaginación en movimiento que la
idea –el hecho- de que cualquiera que pasa a tu lado en la calle puede ser un
sádico, un ladrón compulsivo, o incluso un asesino”.
El sabor de la libertad
La entrada en la universidad
significó para Patricia una forma de desprenderse del clima opresivo de su
casa. Su madre insistía en que fuese “normal”. A los 14 le había soltado ¿sos
una “lesbi”? porque estás empezando a comportarte como una”. Más tarde recordaría
como ese “comentario vulgar y estremecedor” la hizo sentir más rara e
introvertida. “Me parecía como los que se hacen en la calle, del tipo ‘¡mira
ese jorobado! ¿no es gracioso?’ Pero yo no era un lisiado en la calle, sino un
miembro de su familia”.
Se veía con una esencia masculina
escondida bajo una cáscara femenina. Un adivino le había dicho a su madre:
“Usted tiene un hijo. No, una hija. Debió ser un niño, pero es una hija.” Así
se sentía. Encontraba emocionantes las relaciones con las mujeres y “el roce
accidental con la mano de una chica era todo un paraíso”. No era fácil en esa
época reconciliarse con una inclinación considerada una enfermedad. En el libro
de Menninger el lesbianismo estaba clasificado como una de las “perversiones
del afecto y el interés”, junto con el fetichismo, la paidofilia y el
satanismo. Patricia lo vivía con culpa, pero al independizarse decidió indagar.
En sus diarios describe cada
detalle de su despertar sexual, relatando con brutal franqueza sus relaciones
con un gran número de mujeres. Aunque reconocía que esa vorágine le hacía mal,
se sentía incapaz de resistirla. Se juzgaba como una especie de pervertida.
Era, sin embargo, tímida. Muchas veces en sus citas se quedaba callada y
confusa. “Creo que algunos psiquiatras llaman a la timidez arrogancia y
presunción invertidas. Esta explicación no ayuda a aliviar el dolor que
produce”, escribió por esos días.
Pero la cara que mostraba al
mundo no tenía rastros de sus tormentas interiores. Sabía lo que quería hacer
con su vida y lo que quería ser: una escritora. Para Patricia escribir era
ordenar la experiencia y le atraía porque su propia vida era caótica.
Espíritus libres
La primera vez que Patricia
prestó atención a los caracoles fue en 1946. Paseaba por un mercado de pescados
cuando vio dos, unidos en un extraño abrazo. Se los llevó a su casa, los puso
en una pecera y los observó desarrollar una actividad que parecía ser sexo.
Decidió describirla minuto a minuto, con un detalle casi científico. En base a
esta experiencia escribe el cuento “El observador de caracoles”, que su agente
literario juzgó “demasiado repelente para mostrar a los editores”. Desde esa
época fueron sus mascotas. “Me dan una especie de tranquilidad”, diría.
Ya en esos primeros cuentos se
notaba su predilección por lo extraño. No estaba interesada en escribir sobre
la salud, la felicidad, la gente equilibrada. Tal como ella lo veía, la
satisfacción equivale a estupidez. Pensaba que la locura, en lugar de ser
cambiada y normalizada, debería ser celebrada. “Me gusta la gente en la que las
luchas internas son visibles”.
Es por eso que simpatizaba con
los delincuentes y los encontraba interesantes a menos que fueran “monótona y
estúpidamente brutales”. Más adelante en Suspense, un ensayo sobre cómo
escribir novelas de intriga, explicaría que desde el punto de vista dramático
los delincuentes son atractivos “porque al menos durante un tiempo, son
activos, libres de espíritu, y no se doblegan ante nadie”. En un mundo en el
que la mayoría de las personas tratan de ser exactamente iguales a las demás,
sus héroes psicópatas o neuróticos se atrevían a ser ellos mismos.
Los primeros de su larga galería
son los protagonistas de Extraños en un tren, publicada en 1950. En esta
primera novela Highsmith construye una trama ingeniosa que se aproxima a la
concepción del crimen perfecto. Dos completos desconocidos que desean
deshacerse de alguien cercano, pactan intercambiar los asesinatos: que cada
cual mate a la víctima del otro. Logran así un asesinato puro, sin motivos
personales. La inversión de los homicidios debiera eliminar toda sospecha de
móvil y, por tanto, de culpabilidad. El argumento llamó la atención de la
crítica, aunque Patricia Highsmith estaba mucho más interesada en la
exploración de la conciencia de sus personajes. Uno de ellos asegura que
“cualquier persona es capaz de asesinar. Es puramente cuestión de
circunstancias”, una opinión que Highsmith suscribiría.
La suerte de este primer libro
decide su futuro. Alfred Hitchcock compra los derechos para filmarlo y al año
siguiente estrena Pacto siniestro, cuyo éxito convierte a Patricia Highsmith, a
los 29 años, en una escritora conocida.
El precio de la sal
Por esos años va a intentar
seriamente convertirse en una persona normal. Se compromete con Marc Blandel,
un joven escritor inglés y realiza una terapia para encauzar sus preferencias
amorosas. Durante meses oscila entre un deseo desesperado de casarse y el
convencimiento de que si lo hace, no sólo lo destruirá a él, sino también a si
misma. Cuanto más pensaba en la perspectiva del matrimonio, menos le gustaba.
Lo doméstico -afirma en su diario- le repelía y la idea de una vida de bebés,
cocina, sonrisas falsas, vacaciones, cine y sexo, particularmente lo último, le
desagradaba.
La terapia, que no logró volverla
heterosexual, tuvo un resultado no previsto. Para poder afrontar los gastos que
suponía, Patricia se empleó en el departamento de juguetes de la tiendas
Bloomingdale’s y allí se inspiró para escribir una novela sobre un amor
lésbico. Una tarde entró a la tienda una mujer elegante envuelta en un tapado de
piel. El encuentro no duró más que unos pocos minutos, pero tuvo un efecto
dramático en Patricia. Luego de atenderla se sintió “rara y un poco mareada,
casi al borde del desmayo, y al mismo tiempo exaltada, como si hubiese tenido
una visión”. Al finalizar su turno, volvió a casa y escribió el argumento de El
precio de la sal, publicado en 1952 con el seudónimo Claire Morgan y reeditada
con su verdadera firma en 1990 como Carol.
Pat H, alias Ripley
En 1955 aparece el primer libro
de la saga de Tom Ripley, que la Highsmith describiría más tarde como el
triunfo incuestionable del mal sobre el bien, “y la alegría por ello”. Ripley
es el perfecto amoral, capaz de mentir, robar o matar sin el menor conflicto de
conciencia. Sin embargo, no se trata de un personaje plano. Hay en él un deseo
desesperado de ser otro y modela su vida como lo haría un escultor renacentista
con el mármol. Al igual que Oscar Wilde, Patricia pensaba que el hombre es una
obra de arte en sí mismo y Ripley debe ser leído en esa clave.
El personaje ha ejercido una
constante fascinación en el cine. Esta primera historia tuvo dos adaptaciones.
Fin de la misericordia
La saga de Ripley cimentó la fama
de Patricia como una escritora perversa. Cuando le preguntaron las razones de
su fascinación por la amoralidad dijo “supongo que encuentro un interesante contraste
con la moralidad estereotipada que frecuentemente es hipócrita y falsa”. Esa
moralidad le fastidiaba, pero el tema en sí mismo le preocupa. Se describió
como una novelista que encuentra el crimen muy bueno para ilustrar los
problemas éticos. Pero sus libros, lejos de ser una afirmación moral clara, son
una discusión consigo misma.
Su literatura es potente porque
al mismo tiempo que muestra las fuerzas terribles que habitan a los hombres,
documenta la banalidad del mal. Después de la segunda guerra mundial una
literatura así puede resultar chocante, pero no incomprensible. Highsmith cree,
por otra parte, que hay mucho de hipocresía en las exigencias de una literatura
edificante. “La pasión del público por la justicia me resulta aburrida y
artificial, porque ni a la vida ni a la naturaleza les importa que se haga o no
justicia. El público, al menos el público en general, quiere presenciar el
triunfo de la ley, aunque al mismo tiempo le gusta la brutalidad. Sin embargo,
la brutalidad debe estar en el bando bueno. Los héroes-detectives pueden ser
brutales, sin escrúpulos sexuales, pueden pegar patadas a las mujeres, y seguir
siendo héroes populares, porque se supone que andan persiguiendo algo peor que
ellos mismos”. Patricia no será complaciente con esa “pasión por la justicia”.
Por el contrario, ella buscará poner al lector en posiciones incómodas y lo
enfrentará a su propia ambivalencia. Una de las novelas en la que mejor logra
ese propósito es Mar de fondo, publicada en 1957.
Como lo explica Andrew Wilson,
“en el mundo de Highsmith, el crimen puede ser horrible, pero es también algo
nacido de una necesidad psicológica y está descrito de una manera tan lógica e
imparcial que el lector es inducido a creer que es simplemente parte del
continuum de la conducta normal.”
Patricia explicaba a quienes se
escandalizaban por su trabajo que debían entender que ella estaba reflejando la
realidad. “He leído en alguna parte que sólo el 11% de los asesinatos se
resuelven (...) así que pienso ¿por qué no podría escribir sobre unos pocos
personajes que están libres?” Lo que más molesta a sus detractores es que en
sus libros estos personajes, a pesar de su locura y de sus actos, resultan
dignos de compasión.
Sin aliento
La belleza física de Patricia
hacía tiempo que se había desvanecido. Fumaba alrededor de 33 Gaulois sin
filtro por día y empezaba beber antes del desayuno. Se volvía cada vez más
tímida. El contacto con la gente, no importaba cuan cercana fuera, la dejaba
agotada. El trabajo se convirtió, según un apunte de abril de 1972, en la única
cosa importante o disfrutable en su vida. Poco antes de empezar a escribir El
diario de Edith (1977), la última de sus grandes novelas, anotó en su cuaderno
de notas: “Hoy tuve el alarmante sentimiento de que sólo la fantasía me
sostiene...”
El 5 de abril de 1985 le
diagnosticaron cáncer de pulmón. El terror la hizo dejar de fumar. La operaron
y el cáncer no volvió. Aun en los momentos más dolorosos de su vida Patricia
desechó el suicidio, lo consideraba una cobardía imperdonable. En 1993 se
declaró la enfermedad que la llevaría a la muerte, la leucemia. Lo tomó con
calma, y en sus últimos momentos pareció encontrar una especie de tranquilidad.
Cuando en 1995 se publica su novela final, los críticos parecieron entenderlo.
Uno de ellos dijo “Con Small g uno tiene la sensación de que, aunque no es una
buena novela, Highsmith ha llegado al punto donde experimentó algo así como la
felicidad”. Otro crítico fue un poco más egoísta al advertirlo. “Patricia
Highsmith ha hecho la paz con sus demonios –dijo. La bondad triunfa sobre la
maldad. Una lástima para sus lectores.”
Fuentes:
Beautiful Shadow, a
life of Patricia Highsmith. Andrew Wilson, Bloomsbury, Londres, 2003.
Suspense, cómo escribir una novela de intriga, Patricia Highsmith,
Anagrama, Barcelona, 2003.
El extranjero, reportaje a Anthony Minghella, por Rodrigo Fresán y
Todos somos Ripley, articulo de Anthony Minghella, aparecido en el suplemento
Radar, de Página 12, www.pagina 12.
com.ar/2000/suple/radar/00-03/00-03-05/nota3.htm. La novelas de Patrica
Highsmith
De: La Máquina de Pensar.com
Highsmith la racista depresiva
Una biografía revela las
obsesiones, enfermedades y la patología de una escritora controvertida que
arrastraba problemas afectivos desde la infancia
Toni MONTESINOS.
Decía el ídolo más temprano de
Patricia Highsmith, Oscar Wilde –cuya
tumba vio emocionada en su visita a París de 1962– que «hay algo infinitamente
vulgar en las tragedias de los demás» (en «El retrato de Dorian Gray», para más
señas). Y esa es la impresión que uno tiene al leer las vicisitudes de la
escritora tejana: la vulgaridad de su ascendencia –una madre histérica y un
padrastro que le resultaba odioso– y la vulgaridad que ella misma construyó a
base de neurosis y misantropía; todo nacido en una infancia traumática que iba
a marcar su literatura y sus relaciones interpersonales hasta que murió en Locarno, en 1995.
«Las obsesiones son lo único que
me importa. Lo que más me interesa es la perversión, que es el mal que me
guía», dijo en su diario de 1942. Y a fe que es cierto, como ha comprobado
magníficamente la dramaturga Joan Schenkar (1952) en «El talento de Miss
Highsmith» (traducción de Clara Ministral). La biógrafa destaca en el prólogo
esa frase rotunda, y a lo largo del libro nos ofrecerá las claves para conocer
el laberinto emocional y creativo de Highsmith a partir de los numerosos
«cahiers» –ocho mil páginas de cuadernos y diarios– que ésta dejó escritos y
ordenados. Highsmith era una adicta a hacer listas de todo tipo, a la limpieza,
a tener caracoles como mascotas y a los Martinis, entre otras cosas. Sufrió anorexia, depresiones,
alcoholismo, enfermedades hematológicas y arteriales y hasta un cáncer de
pulmón, pero evitó mencionar su mala salud en público. Era una lesbiana
promiscua y a la vez anotaba pensamientos misóginos. Ingeniosa, desagradable,
una solitaria que tenía gran vida social, de mil formas fue descrita Highsmith,
de mil formas la veremos nosotros ahora. Su historia es la de una huida
imposible: huir a Nueva York, Pensilvania, Italia, Inglaterra, Suiza;
imposibilidad de escapar ante la tortura de los recuerdos y sentimientos. Odia
con la pasión de una enamorada a su madre (Schenkar habla de que Mary,
ilustradora de moda, fue su «verdadero amor que no se atrevió a decir su
nombre»); la detesta pero parece no poder vivir sin sus opiniones. Insultos,
agresividad, cartas llenas de veneno en las palabras, por años y años, aun
separándolas un océano.
Infancia sin cura
El odio justifica la vida de
Highsmith, como si la atara a la infancia maltrecha desde que su divorciada
madre se la llevara de Fort Worth para imponerle un padrastro del que tomará su
apellido (ella se llamaba Mary Patricia Plangman). Una infancia que no está
curada y que va a sangrar cuando, por un lado, descubra en casa un libro que la
iba a fascinar para siempre, «La mente humana» (1930), del psiquiatra freudiano
Karl Menninger, que le proporcionó «modelos clínicos» con los que comparar sus
propios estados mentales cambiantes», y por el otro, cuando la realidad social
neoyorquina se abra a sus instintos. Y es que, una vez instalada en Nueva York,
vive junto a un manicomio y una cárcel, junto al canal de Hell Gate y el
ferroviario hacia Canadá. «¿Puede haber algo más contundente que este plano? En
Astoria (Queens), a los nueve, diez y once años, la pequeña Patsy Highsmith,
que ya tenía tendencias asesinas y melancólicas», se halla frente a «unos
puntos cardinales» formados por «el Crimen, el Castigo, las Vías del Tren y el
Infierno», las «coordenadas (...) del Territorio Highsmith».
He aquí una de las partes más
interesantes de la biografía, pues Schenkar no se limita a seguir la pista de
Highsmith, sino que penetra en su
temperamento y sensaciones, en
comprender cómo el entorno influye en la construcción de un imaginario
artístico que crece, uniforme, en contraste con una existencia contradictoria y
sufriente: Pat conocerá a su padre biológico a los doce años; en su actitud y
cuadernos se muestra antisemita, xenófoba y racista; lee «Mi lucha», de Hitler;
ve un potencial asesino en cualquier tipo con el que nos tropezamos en la
calle. Mujer insoportable para unos, pero espléndida para otros; como en el
caso de Truman Capote, que en una carta a la directora de la residencia Yaddo,
donde él pasó una temporada, recomienda en 1948 a «una escritora joven» que
«tiene un gran don, y un solo relato suyo revela un talento más refinado que el
de cualquiera que haya conocido antes. Además, es una persona encantadora,
educada, alguien que te va a caer bien, seguro».
En efecto, a Highsmith le llega
una invitación de ese centro de escritores, músicos y artistas, donde pasará
dos meses escribiendo «Extraños en un tren», bebiendo y teniendo diversos «affairs». En 1943 había
empezado una andadura que siempre ocultará, avergonzada, como guionista de cómics,
en un periodo en que esta industria emergía en EE UU. Lo interesante de ello es
ver cómo relaciona Schenkar la pulsión de huida de Highsmith, su vínculo con
los superhéroes –«escapistas natos»– y la concepción de su máxima figura, Tom
Ripley. Superman o Batman «habitan en un mundo de constantes amenazas y se
pasan la vida huyendo de peligros externos (...), evitando que se desvele la
identidad de sus álter egos». Y lo mismo le pasa al farsante Ripley, «el escapista más conseguido de Pat»,
el asesino que se escabulle, aquel que sí llegó a huir de verdad. No hay un
héroe-criminal –así lo definió Highsmith– más original en la literatura de
suspense contemporánea. Conserva su lozanía como Dorian Gray en su cuadro; fue
la imagen de la escritora la que se corrompió hasta el extremo, también como al
final el rostro del personaje de Wilde: las fotos de juventud muestran a una
Pat de cierto atractivo, la instantánea de la portada de esta biografía ofrece
una bella Patricia madura, la Highsmith que llegará a la vejez adquiere la
forma de alguien feo y deteriorado. Por dentro y por fuera: tragedia y
vulgaridad. Pero quién puede excluirse de tal mezcla. (...)
«Patricia Highsmith»
Joan Schenkar
Ediciones Circe
768 páginas. 29 euros
De: La Razón.es