EL PEZ
Y LA CORRIENTE
Era domingo, último
día de la semana en que le tocaba a Doña Marta cuidar a Daniel, su único nieto.
El pequeñín de la familia solía quedar bajo su custodia, según los caprichos de
los clientes nocturnos de su madre. Aunque resultara insólito para una
solitaria viuda, ella lo sentía más bien como una carga.
Esa noche, en
concreto, la vieja apenas había cocinado unos fideos con queso. Los sirvió en
un plato viejo de plástico porque no quería ensuciar la vajilla de lujo regalada
para su casamiento. Pero, tal vez consciente de su falta de empeño en la
cocina, y como gesto de cariño al nieto, decidió levantar la mesa. Mientras
terminaba de cargar los platos, a través de la persiana entreabierta que daba
hacia la calle, divisó a un hombre que arribaba a la parada de ómnibus. Le
pareció bastante más viejo que su nieto pero muchísimo más joven que ella.
Hacía ya demasiado
tiempo que la veterana había adquirido esa actitud y quizás por ser tan
temperamental e impulsiva no lo había notado aún. Lo cierto era que cada vez
que escuchaba en el informativo sobre un asalto, luego de aborrecer la
degeneración de la juventud, solía atribuir la culpa de todo a la negligencia
de la víctima; más precisamente, al infeliz azotado por una sociedad en puja, le
achacaba no haber tomado los resguardos suficientes para evitar el acto que
había acabado con su vida.
En general, su hija
tenía poco tiempo y menos interés en escuchar el millón de nuevas historias
delictivas que Doña Marta contaba: crímenes que había hojeado por primera vez
en el diario de la mañana, escuchado en la radio a la tarde y visto en el show
informativo nocturno de la tele. Sin embargo, cada vez que Susana oía cómo su
madre, increíblemente, acusaba a una mujer rapiñada en la calle por no haber
estado atenta, no podía menos que sentir pena por su progenitora. Todavía tenía
la sospecha de que su madre nunca le había perdonado a su marido que, aquel
día, no llevara escondida ni siquiera un arma blanca.
Fiel a su forma de
pensar, al divisar a aquel individuo extraño, parado a metros de su casa, la
veterana volvió a dejar los platos sobre la mesa y se desplazó de manera
sigilosa hasta quedar inmóvil junto al ventanal. Entonces le pareció que el
sospechoso, de a ratos, miraba hacia su casa. ¡No! En realidad observaba
directamente al enorme ventanal de su casa; eso fue lo que creyó ver, era muy
tenue la luz que se abría paso entre la llovizna desde el deteriorado farol
callejero.
Se sintió amenazada y
se descubrió inmóvil, como un ciervo mirando fijamente al cazador que le apunta
con el rifle antes de matarlo.
“Reaccioná rápido,
Marta”, se dijo a sí misma. Con un movimiento fugaz, casi ajeno a las
capacidades motrices que sus desgastadas rodillas le permitían, apagó la tele y
se trasladó a la otra punta de la sala. De este modo se ubicó más cerca de la
parada de ómnibus, y así, de aquella amenaza. Su nieto Daniel comenzaba a
impacientarse, a lo que su abuela le ordenó que se quedara quieto.
El esfuerzo de Daniel,
a sus once años, era ya digno de elogio. El tic-tac del reloj marcaba el ritmo
en la habitación y entonaba con la respiración sigilosa de la abuela. De cada
treinta segundos que Doña Marta aplicaba a mirar hacia afuera, le dedicaba sólo
uno a su nieto, con el único objetivo de censurarle cualquier inquietud.
De repente, en la
calle, un brusco movimiento del extraño mostró una conducta inexplicable para
ella. Su asombro desbordó su capacidad de contención y hasta Daniel pudo notar
su exaltación. Sin darse cuenta, su nieto corrió desde la silla hasta pararse
junto a ella y observar también por la ventana. La abuela estaba atónita. No
podía entender por qué aquel muchacho estaba ahora tirado en el piso,
retorciéndose, mientras parecía sujetar su abdomen, o tal vez alguna de sus extremidades.
- ¡Se está muriendo, abuela! Miralo! No para de revolcarse.
¡Ayudalo!- gritó el niño, sin reparar en que su abuela insistía en que se
callara.
Ella quiso calmarlo,
incluso hasta ejerciendo cierta fuerza sobre los delgados brazos del niño. No
demoró en darse cuenta que los años no vienen solos, ya que apenas pudo contener
la energía del jovencito, que corría hacia la puerta principal de la casa. Pero
la anciana se tranquilizó al recordar que la llave inferior de la puerta,
siempre estaba guardada, por seguridad, en un cajón especial.
Desánimo para el
muchachito que recién lo notó luego de abrir todas las otras cerraduras; derrota
final para él. Era tiempo de hacer caso. Además, había sido siempre bien
enseñado a obedecer a los mayores. Costumbre que con el correr de sus pocos
años, se había transformado ya en una increíble capacidad de simular sumisión.
El pequeño miró a su
abuela, pero ésta ya se había desentendido de la situación y estaba de nuevo en
su puesto, vigilando al joven que, afuera, continuaba retorciéndose pero ahora
más bruscamente.
-Daniel, ¡es
suficiente para vos! Aparte ya es hora de ir a la cama, mañana temprano
arrancan las clases. Tú, como niño, no entiendes todavía este tipo de cosas.
Estoy harta de escuchar historias de gente que intentó ayudar a extraños y
luego resultaron ser sus propios verdugos.-
- Pero, abuela, el
hombre está tirado en el piso. ¡Llamá a un médico!
- ¡Daniel, es
suficiente! Andá para tu cuarto a dormir. ¡Que sueñes lindo!
El pequeño se fue refunfuñando
hacia el dormitorio, que alguna vez había pertenecido a su madre. Doña Marta
estaba satisfecha con aquella actitud pasiva y el brillante ejemplo que había
dado a su nieto. Para quien pudiera verla en ese momento, estaba erecta, en
guardia y atenta. Aunque, lentamente, comenzaba a disgustarse porque la
situación no resultaba como esperaba. El extraño ya estaba tieso sobre la
húmeda vereda, casi muerto.
Pensó en llamar a la
policía, pero enseguida desestimó su impulso. Prefirió llamar a su vecina,
aunque esta no le agradase en lo absoluto. Doña Marta siempre la había tildado
de vieja harta de ínfulas porque se dejaba llevar por la moda y los chismes y
no por su criterio. “Puf, vieja títere y estirada” pensaba cada vez que se la
cruzaba por la calle. De todas maneras, era su vecina más conocida, y a
diferencia de ella, tenía dos hombres en casa. No dudo más e hizo el llamado
telefónico.
- ¡Te digo que mires
por la ventana, Kati! Hay un muchacho tirado en el suelo hace más de veinte
minutos- intentaba persuadir, ya casi irritada, Doña Marta a su vecina.
- No puede ser, Marta. ¿A esta hora? ¿Un domingo? ¡No puede
ser!
- ¡Sí, Kati! Hace rato ya que está ahí tirado.
- ¡Qué raro! Como si a alguien más que a mi hijo se le
ocurriese salir a tomar un ómnibus un día como hoy a esta hora.
En seguida, un
escalofrío le recorrió la espalda a Doña Marta hasta terminar en su mano y
dejarla inactiva. Suavemente el tubo del aparato se deslizó por su oreja hasta
caer de forma brusca al suelo y colgar como un péndulo. Miró de nuevo al joven.
Para su horror, su sospecha era realidad: era Mauricio, el hijo de Kati, quien
se encontraba tirado ahí afuera. No lo había notado, ni siquiera había
intentado cuestionarse quién podría ser. En estos días, tal vez producto de sus
menguadas energías, le resultaba más práctico cuidarse a ella misma. Y además,
para eso la tenían advertida.
“¡Claro! Qué tarada
que soy. El pobre infeliz de Mauricio siempre tuvo problemas con el corazón”.
Corrió a colgar el
tubo para obtener tono libre y así llamar a la emergencia. Pero sea por obra
macabra del destino, o simple coincidencia, el teléfono en casa de Kati había
quedado mal colgado y no recibió tono para hacer su llamada. Con rapidez se
dirigió hasta el cajón a buscar la llave de la parte inferior de la puerta,
pero resultó inútil: Daniel había trancado luego de intentar abrirla y ella
ahora no encontraba el juego principal de llaves. Como una histérica gritaba y
corría por el living buscando. “!Daniel, Daniel. Vení por favor¡ ¡Daniel! Por
Dios, vení que te estoy llamando”. Dejó lo que estaba haciendo y corrió hasta
la puerta del cuarto. La abrió de golpe, pero para su sorpresa, no había nadie.
No había logrado
recuperarse de este nuevo shock cuando de repente, en parte del pasillo y todo el living,
líneas azules y rojas de luz recorrían las paredes y serpenteaban sobre los
muebles. Al mismo tiempo, la estremecía una corriente fría de aire que venía
desde el baño del fondo. Desesperada y casi sin aliento, corrió de nuevo al
comedor con tal prisa que enganchó y rajó con el pestillo su vestido azul con
peces naranjas. Una vez en la ventana, pudo ver a dos policías que levantaban
el cuerpo de Mauricio y lo arrastraban hacia el patrullero. El móvil policial
desapareció a toda velocidad de la esquina.
De pronto sonó el timbre. Se paralizó: era un mueble más.
La puerta se abrió desde afuera. Doña Marta percibió el olor
de alguien desconocido entrando a su casa.
- ¡Señora, Señora!
Encontramos a un joven casi muerto en la calle. Su nieto corrió a avisarnos.
Ojalá hayamos llegado a tiempo. Usted me va a tener que acompañar hasta la
comisaría para declarar.
Era evidente que la situación no había resultado como Doña
Marta esperaba pero… ¿quién podría juzgar a una persona anciana y descontextualizada,
que recibe al mundo por una pantalla de televisión?
Diego
Yacovoni
Taller de iniciación a la Narrativa
Pasiones Literarias
Centro de Formación Humanística
PERRAS NEGRAS
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