domingo, 16 de marzo de 2014

Producción de Talleres (11)
















EL PEZ Y LA CORRIENTE



Era domingo, último día de la semana en que le tocaba a Doña Marta cuidar a Daniel, su único nieto. El pequeñín de la familia solía quedar bajo su custodia, según los caprichos de los clientes nocturnos de su madre. Aunque resultara insólito para una solitaria viuda, ella lo sentía más bien como una carga.

Esa noche, en concreto, la vieja apenas había cocinado unos fideos con queso. Los sirvió en un plato viejo de plástico porque no quería ensuciar la vajilla de lujo regalada para su casamiento. Pero, tal vez consciente de su falta de empeño en la cocina, y como gesto de cariño al nieto, decidió levantar la mesa. Mientras terminaba de cargar los platos, a través de la persiana entreabierta que daba hacia la calle, divisó a un hombre que arribaba a la parada de ómnibus. Le pareció bastante más viejo que su nieto pero muchísimo más joven que ella.

Hacía ya demasiado tiempo que la veterana había adquirido esa actitud y quizás por ser tan temperamental e impulsiva no lo había notado aún. Lo cierto era que cada vez que escuchaba en el informativo sobre un asalto, luego de aborrecer la degeneración de la juventud, solía atribuir la culpa de todo a la negligencia de la víctima; más precisamente, al infeliz azotado por una sociedad en puja, le achacaba no haber tomado los resguardos suficientes para evitar el acto que había acabado con su vida.

En general, su hija tenía poco tiempo y menos interés en escuchar el millón de nuevas historias delictivas que Doña Marta contaba: crímenes que había hojeado por primera vez en el diario de la mañana, escuchado en la radio a la tarde y visto en el show informativo nocturno de la tele. Sin embargo, cada vez que Susana oía cómo su madre, increíblemente, acusaba a una mujer rapiñada en la calle por no haber estado atenta, no podía menos que sentir pena por su progenitora. Todavía tenía la sospecha de que su madre nunca le había perdonado a su marido que, aquel día, no llevara escondida ni siquiera un arma blanca.

Fiel a su forma de pensar, al divisar a aquel individuo extraño, parado a metros de su casa, la veterana volvió a dejar los platos sobre la mesa y se desplazó de manera sigilosa hasta quedar inmóvil junto al ventanal. Entonces le pareció que el sospechoso, de a ratos, miraba hacia su casa. ¡No! En realidad observaba directamente al enorme ventanal de su casa; eso fue lo que creyó ver, era muy tenue la luz que se abría paso entre la llovizna desde el deteriorado farol callejero.

Se sintió amenazada y se descubrió inmóvil, como un ciervo mirando fijamente al cazador que le apunta con el rifle antes de matarlo.

“Reaccioná rápido, Marta”, se dijo a sí misma. Con un movimiento fugaz, casi ajeno a las capacidades motrices que sus desgastadas rodillas le permitían, apagó la tele y se trasladó a la otra punta de la sala. De este modo se ubicó más cerca de la parada de ómnibus, y así, de aquella amenaza. Su nieto Daniel comenzaba a impacientarse, a lo que su abuela le ordenó que se quedara quieto.

El esfuerzo de Daniel, a sus once años, era ya digno de elogio. El tic-tac del reloj marcaba el ritmo en la habitación y entonaba con la respiración sigilosa de la abuela. De cada treinta segundos que Doña Marta aplicaba a mirar hacia afuera, le dedicaba sólo uno a su nieto, con el único objetivo de censurarle cualquier inquietud.

De repente, en la calle, un brusco movimiento del extraño mostró una conducta inexplicable para ella. Su asombro desbordó su capacidad de contención y hasta Daniel pudo notar su exaltación. Sin darse cuenta, su nieto corrió desde la silla hasta pararse junto a ella y observar también por la ventana. La abuela estaba atónita. No podía entender por qué aquel muchacho estaba ahora tirado en el piso, retorciéndose, mientras parecía sujetar su abdomen, o tal vez alguna de sus extremidades.

- ¡Se está muriendo, abuela! Miralo! No para de revolcarse. ¡Ayudalo!- gritó el niño, sin reparar en que su abuela insistía en que se callara.

Ella quiso calmarlo, incluso hasta ejerciendo cierta fuerza sobre los delgados brazos del niño. No demoró en darse cuenta que los años no vienen solos, ya que apenas pudo contener la energía del jovencito, que corría hacia la puerta principal de la casa. Pero la anciana se tranquilizó al recordar que la llave inferior de la puerta, siempre estaba guardada, por seguridad,  en un cajón especial.

Desánimo para el muchachito que recién lo notó luego de abrir todas las otras cerraduras; derrota final para él. Era tiempo de hacer caso. Además, había sido siempre bien enseñado a obedecer a los mayores. Costumbre que con el correr de sus pocos años, se había transformado ya en una increíble capacidad de simular sumisión.

El pequeño miró a su abuela, pero ésta ya se había desentendido de la situación y estaba de nuevo en su puesto, vigilando al joven que, afuera, continuaba retorciéndose pero ahora más bruscamente.

-Daniel, ¡es suficiente para vos! Aparte ya es hora de ir a la cama, mañana temprano arrancan las clases. Tú, como niño, no entiendes todavía este tipo de cosas. Estoy harta de escuchar historias de gente que intentó ayudar a extraños y luego resultaron ser sus propios verdugos.-

- Pero, abuela, el hombre está tirado en el piso. ¡Llamá a un médico!

- ¡Daniel, es suficiente! Andá para tu cuarto a dormir. ¡Que sueñes lindo!

El pequeño se fue refunfuñando hacia el dormitorio, que alguna vez había pertenecido a su madre. Doña Marta estaba satisfecha con aquella actitud pasiva y el brillante ejemplo que había dado a su nieto. Para quien pudiera verla en ese momento, estaba erecta, en guardia y atenta. Aunque, lentamente, comenzaba a disgustarse porque la situación no resultaba como esperaba. El extraño ya estaba tieso sobre la húmeda vereda, casi muerto.

Pensó en llamar a la policía, pero enseguida desestimó su impulso. Prefirió llamar a su vecina, aunque esta no le agradase en lo absoluto. Doña Marta siempre la había tildado de vieja harta de ínfulas porque se dejaba llevar por la moda y los chismes y no por su criterio. “Puf, vieja títere y estirada” pensaba cada vez que se la cruzaba por la calle. De todas maneras, era su vecina más conocida, y a diferencia de ella, tenía dos hombres en casa. No dudo más e hizo el llamado telefónico.

- ¡Te digo que mires por la ventana, Kati! Hay un muchacho tirado en el suelo hace más de veinte minutos- intentaba persuadir, ya casi irritada, Doña Marta a su vecina.
- No puede ser, Marta. ¿A esta hora? ¿Un domingo? ¡No puede ser!
- ¡Sí, Kati! Hace rato ya que está ahí tirado.
- ¡Qué raro! Como si a alguien más que a mi hijo se le ocurriese salir a tomar un ómnibus un día como hoy a esta hora.

En seguida, un escalofrío le recorrió la espalda a Doña Marta hasta terminar en su mano y dejarla inactiva. Suavemente el tubo del aparato se deslizó por su oreja hasta caer de forma brusca al suelo y colgar como un péndulo. Miró de nuevo al joven. Para su horror, su sospecha era realidad: era Mauricio, el hijo de Kati, quien se encontraba tirado ahí afuera. No lo había notado, ni siquiera había intentado cuestionarse quién podría ser. En estos días, tal vez producto de sus menguadas energías, le resultaba más práctico cuidarse a ella misma. Y además, para eso la tenían advertida.
“¡Claro! Qué tarada que soy. El pobre infeliz de Mauricio siempre tuvo problemas con el corazón”.

Corrió a colgar el tubo para obtener tono libre y así llamar a la emergencia. Pero sea por obra macabra del destino, o simple coincidencia, el teléfono en casa de Kati había quedado mal colgado y no recibió tono para hacer su llamada. Con rapidez se dirigió hasta el cajón a buscar la llave de la parte inferior de la puerta, pero resultó inútil: Daniel había trancado luego de intentar abrirla y ella ahora no encontraba el juego principal de llaves. Como una histérica gritaba y corría por el living buscando. “!Daniel, Daniel. Vení por favor¡ ¡Daniel! Por Dios, vení que te estoy llamando”. Dejó lo que estaba haciendo y corrió hasta la puerta del cuarto. La abrió de golpe, pero para su sorpresa, no había nadie.

No había logrado recuperarse de este nuevo shock cuando de repente, en parte del pasillo y todo el living, líneas azules y rojas de luz recorrían las paredes y serpenteaban sobre los muebles. Al mismo tiempo, la estremecía una corriente fría de aire que venía desde el baño del fondo. Desesperada y casi sin aliento, corrió de nuevo al comedor con tal prisa que enganchó y rajó con el pestillo su vestido azul con peces naranjas. Una vez en la ventana, pudo ver a dos policías que levantaban el cuerpo de Mauricio y lo arrastraban hacia el patrullero. El móvil policial desapareció a toda velocidad de la esquina.

De pronto sonó el timbre. Se paralizó: era un mueble más.

La puerta se abrió desde afuera. Doña Marta percibió el olor de alguien desconocido entrando a su casa.

- ¡Señora, Señora! Encontramos a un joven casi muerto en la calle. Su nieto corrió a avisarnos. Ojalá hayamos llegado a tiempo. Usted me va a tener que acompañar hasta la comisaría para declarar.

Era evidente que la situación no había resultado como Doña Marta esperaba pero… ¿quién podría juzgar a una persona anciana y descontextualizada, que recibe al mundo por una pantalla de televisión?


Diego Yacovoni

Taller de iniciación a la Narrativa

Pasiones Literarias

Centro de Formación Humanística 
PERRAS NEGRAS