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Julio HERRERA Y REISSIG. 1875- 1909, Uruguay |
LAS AGUAS DE AQUERONTE
Flérida.
La Muerte. He aquí las dos únicas estaciones de su expreso interesantísimo.
Apearse en cualquier andén, lo mismo daba. Tal era Rodolfo cuando tuve el gusto
de estrechar su mano. Tenía bajo su cabello aurirrizado un sueño dulcemente
fijo, sujeto con tachuelas de oro a la hipótesis de ser un Werther. Era un
sueño flavescente , vago, que flotaba en sus presentimientos como un crepúsculo
panteísta, lleno de besos de hermana. Morir en su concepto significaba volver
al seno de una patria definitiva, sumergir infinitamente su larga desesperación
en los opios familiares con que se halla tejido el regazo del Padre Budha.
–“Soy
un grano de arena que sueña con un océano” –suspiraba semicantando, y en esta
frase de esoterismo retórico lucía las inflexiones brumosas de su acento algo
rauque, semejante al de Enrique Heine
En
los días de mejor ánimo, cuando su amante menos traviesa, lloraba mucho en su
pañuelo lila, sólo porque él sonriera, paseábase por las playas, exaltándose
ante los panoramas y exclamando como el héroe de Carlota:
–“¡Quisiera
beber la Vida en la copa de embriagueces del Ser causa de Todo dentro de Todo!”
Ahora
ya no.
En
vez del clarín épico de Neith la diosa triangular de la Naturaleza, el
principio femenino de la vida del mundo, oía palidecer en lontananzas
mortuorias, los gumuces y las caracolas de los espectros de Poshawur. ¡Nómada
del Aqueronte!
El
abstruso telón de ébano de la bienaventuranza tenebrosa le ocultaba la inmensa
máquina de diamante cuyos alientos de fuego lo atravesaran un día, bajo el
bachazo del vértigo.
La
vida... ¡psh! ya no tenía nada que hacer y por lo tanto para no hacer nada
mejor era el descanso. – “Mejor es estar muerto que acostado” –decíase con
pereza!– “Trágame Noche Eterna!”
Una
tropa de murciélagos visitaba su estanque lúgubre. El Hada Negra brindábale su
nepente consolador, y de noche durante horas de plomo, recogía bajo la bóveda
de su frente aquellas sienes apáticas sobre las que parecía meditar un sauce.
Un
mes hacía que no viera a Flérida. ¿Qué esperaba? ¿Qué esperaría?...
Llególe
el turno.
–La
tour du signador jette l‘heure en songeant.¡Sí, sí! ¡Morir, morir! En el reloj
violeta de la buena Muerte la hora era llegada, morosamente, como un no
sonámbulo que nace de eternidades y corre hacia los olvidos... Y hasta
entonces, ¿qué hubo hecho?
–¡Miserable!
–se dijo. Debería de hallarme en las antípodas, en las antípodas negras, bajo
el gran ciprés paterno, tumbado, desvanecido.
Si
ya no soñaba para siempre en las rodillas de hielo del Santo Puma, era porque
el Mal Espiritu teníalo crucificado a los brazos de una mujer. . . ¡Ah!, sí; la
Vida, el Mal Espíritu, “la madrastra infame de la Naturaleza”, el monstruo rojo
que devora insaciablemente su organismo vivo, tan estúpido como sublime, la
Vida, ese criminal inmenso que es la mitad de la Nada y cuyo crimen es el Amor,
habíalo seducido con deleites quiméricos, con brindis aparatosos, habíale
insinuado que era un hada hindú la bagatela femenina que se adueñara de su
voluntad, para luego triturarlo con hiperbórea alevosía.
Se
sonrió sin nombrar a Flérida. Una palabra era demasiado para cette petite . Ni
una muestra de su despacho... Su tipo era sin humo y sin detonación, elegante,
discreto, terrible, como su alma como sus doctrinas.
–“Pero,
basta –se dijo– hasta aquí he llegado. He sido una pobre bestia devorada por el
desierto, bajo un espejismo de locura y mientras soñaba con el pozo azul en el
que se miran las estrellas. ¡Un pozo es cierto! Pero eso pozo en que naufragan
nuestras inquietudes; ese pozo cuyo fondo se unen el fin y el principio; ese
harén helado cuyas sirenas siempre inmóviles y silenciosas duermen un sueño de
reencarnaciones, sólo se encuentra en el pecho del Gran Todo, de Todo Mundo, un
pecho sin corazón, el único sincero que no engaña nunca”.
–¡Abri-u-num,
Abri-q-num Abri-unum!
–Desde
esta pelota de cieno me he a incrustar en los pezones de Nirvana, ¡lotos de
sueño infinito! Bajo el beso eterno que me aguarda para animarme, abrirán sus
párpados de carbón las Noches Consteladas…
Y
pensó sin desplegar los labios: – ¿Y ella? ¡bah!, qué pobre cosa. Un veranillo
de carne gracias a los veinte años. Se la regaló a Mauricio. Ella prefiere a
este hipocritón con que tantos con que tanto celos me ha dado... Yo lo detesto
a ese doctorcillo con un esmalte de escéptico… ¡Un tonto metropolitano;
solemne, reservado; un punto y coma cuando pontifica… ¡todo un mito de
imbecilidad!
Pagó
el chartreuse y salió.
Caminaba
lentamente. Ni un pliegue en su fisonomía. En su jacquet ni una arruga. Sus
ojos de narcótico vagaban con dulzuras nazarenas en un éter metafísico. Sus
miradas, casi minerales, de profeta que despertara en su cripta después de
largos siglos, extraviábanse en lejanas simpatías ultraterrestres, determinando
en su rostro de heladas irradiaciones la evocación de un paisaje absurdo.
El
reloj daba las nueve. Faltaban pocos instantes. ¡Oh, sí que moriría! Entró a su
pieza. Su mano estrechaba un frasco. Seguíalo un mandadero. Luego en fino papel
jacinto trazó unas líneas.
–
Doña Teresa –llamó serenamente– . Esta carta se la entrega usted mañana a la
señorita de la calle Arabia. Tome usted esto. –Y le entregó unas monedas– . No
me interrogue usted nada. Ya sabe que yo soy muy raro. Si alguien pregunta por
mí, diga usted que yo he salido.
–
Niño – repuso el ama– . Y esta carta ¿tiene contestación? Enigmáticamente 1
respondió Rodolfo, cual si se hablara a sí mismo: – Yo lo sabré muy pronto. Y
alejóse a su habitación de rico empapelado Persia, cuya puerta llenó el
ambiente de un estampido lejano.
–¿Está
Rodolfo? – preguntó Roberto. El ama no respondió. Un pañuelo le cubría los
ojos. Era evidente que lloraba.
–¿Está
Rodolfo? – preguntó Mauricio. El resultado fue idéntico. Lo comprendieron inmediatamente.
Algún enojo con Flérida. Nuevas excentricidades. ¿No pudiera este neurótico
realizar una vez por todas su proyectado viaje a Siberia, como él llamaba a la
muerte?
–¡Oh,
ma noire Siberie!...
Subieron
y una vez arriba se hallaron frente al dormitorio cuya puerta estaba cerrada. A
un golpe rudo se abrió, insinuándose solemnemente un religioso perfume a mirra
y a cinamomo de Egipto.
Encontraron
al poeta sembrando el lecho de flores. En la almohada crisantemos, narcisos en
los costados, hortensias y amarantos en el edredón y un Chariot d’or de dalias
y de estrelitzias en el centro de su mullido trono de muerte.
Dos
pebeteros ardían, trazando flancos de odaliscas de humo.
Sobre
la cabecera, un lienzo en fondo naranjo místico, con lineamientos tenebrosos,
representaba la tarde fúnebre en que Budha, rodeado de las multitudes, hizo su
primer viaje al paraíso del Sueño . Un cuervo de inmensas alas cubría una luna
lívida.
En
una copa de sutil Bohemia que hallábase en el velador, notaron los amigos el
tósigo ya preparado.
–Je
casas, caro Rodolfo? – preguntó Mauricio, sonriendo al lecho deliciosamente.
–Sí,
me caso dentro de diez minutos. ¿Qué te parece mi galantería? Soy de los
tiempos de Memphis. ¿No tengo mal gusto, es cierto?
Y
sin dejar hablar a los visitantes, continuó con su afectada exquisitez de mago
de la pose, sin cambiar el tono mundano:
–Et
j’ai dit mi poison perfide
De
secourir ma lácheté–
Mas
luego, braceando en el ocultismo, dijo, apenumbrándose: –¡Oh, vanidad! ¡Oh,
miseria! ¡Oh, imbéciles! ¿Qué esperáis?... ¡Hijos de Júpiter, hijos de Cristo,
Humanidad del Amor: torrente de carne estúpida! Vivir para sufrir, tal es
vuestra ley. Amar para que os despedacen. ¡Soñar para que os despierten como a
las bestias! Siempre miráis para arriba, siempre para los costados, nunca para
abajo, teniendo vuestra salvación a dos metros de los pies. Vuestros puntos
cardinales os desorientan. El mío es lógico, definitivo, rápido, conduce a Todo
y Todo es Nada!... ¿Y vuestro amor, vuestras mujeres, vuestros veranillos de
San Juan nupciales?... Me hacéis reír. ¡Os tengo lástima! Mi primavera no será
de carne, fugaz sonrisa, la fiesta de las lámparas en el día efímero, bajo la
noche alevosa que enerva al toro negro de la sacra Sais. Mí primavera será de
mármol, no tendrá fin, y en este nido de delicias, en este lecho en que
vosotros descansáis apenas, mi reina helada gustará un minuto de los bramas
mudos, de los filtros refinados de la catalepsia cósmica. Ella sumergirá entre
mis brazos en la lujuria transparente de la metempsicosis cuya sensación es un
infinito, cuyo espasmo es un hundimiento, cuyo suspiro es una eternidad... ¡Oh,
los cándidos que se ligan a una mujer para gozar unas horas! Y con aire de
Rolla dijo triunfante:
–¡Mi
primer noche no tendrá mañana!
Roberto,
considerando que ya era tiempo, le interrumpió con viveza, tomándole por un
brazo: – ¿Y esa copa?
–Es
la del último brindis.
–¿Cuál
es su contenido?
–Un
licor que embriaga para siempre, muy blanco, muy conceptuoso. En el fondo de
sus seducciones hay panoramas del Polo Inerte, donde se halla el Edén de Budha.
Es arsénico, ¿quieres más claro?
–¡Infame,
necio! –exclamó Mauricio, el doctor a quien Rodolfo odiaba con toda su gelosía,
y con todas las demostraciones de su máscara sonriente.– ¡Morir, como una romántica
de extramuros, como una lectora de Jorge Onhet! ¡Vaya un cursilerismo de color
de rosa!
–Te
felicito –agregó Roberto, crispando una sonrisa irónica. –Es de un “mal gusto
genial”. Eres un petronista que adora las quintaesencias, un sensitivo de
Alejandría…
–¿Y
entonces, qué?... ¿voy a sembrar la alfombra de sesos, a descomponer mi rostro?
Odio las balas, atributos criminales de la estupidez famélica. Odio el fuego,
símbolo de la Vida. Hacer uso de un revólver! ¡Vaya un suicidio industrial!
Resueltamente ustedes no me conocen, bellos Epicuros!... ¡Y esas flores, y ese
arte, y este frac azul qué bien iban a lucirse llenos de sangre y encéfalo!
Bruscamente
dijo: –ya es hora – echando mano al reloj– . ¡Un abrazo y hasta pronto!
En
un a fondo vertiginoso Roberto cogió la copa y derramó el veneno, declamando
con energía: – Tu ridículo nos contamina. Como amigos, no somos dueños de
permitirnos una vulgaridad ni aun en la muerte. ¡Ea!...
Rodolfo
lo miraba fijo, debilitado su albedrío por una imposición tan rápida.
–No
es que no debas morir, si así lo quieres – continuó Roberto– . ¡Morir!, no hay
nada más natural. Es arrojar un cigarro de hoja cuando no tira, en vez de echar
un poco de humo y deshacerlo en cenizas.
A
la menor contrariedad siempre he pensado en matarme, pero me ha dado pereza. .
. no te aconsejo que vivas.
–Ni
yo tampoco –dijo el doctor– , a pesar de que soy médico. Y agregó luego,
remedando a Hugo: – Si sois suicida sed un Petronio! Lo que reprobamos es el
medio de que has querido valerte.
–¡Dame
algún otro, tú, Paris, aquél, Dionisio y ambos Demetrios!
–Yo
sé –dijo Mauricio, desperezándose elegantemente– de un tósigo discreto que se
desmaya en las venas con languideces traidoras. En transportes voluptuosos la
vida lentamente se desliza como una onda hacia el borde de la eternidad.
Delicias taciturnas, quimeras semidormidas, sonríen en la soledad profunda de
las abstracciones al extranjero sutil que visita sus irrealidades. Embalsamadas
perezas, ondulaciones elásticas, vagabundos contactos con una diosa curva y
esquiva, de apetitos apremiantes y serenos; todo esto experimenta el fúnebre
saboreador del Néctar de la Muerte. ¡Debes saber que la serpiente bendita de
las planicies del Ganges, aquella que velaba los largos sueños de Budha, brinda
para los selectos que ansían desprenderse de las torturas del barro humano este
licor nonchalant!
–Me
es indiferente –respondió Rodolfo, con un gesto elegantísimo, y abriendo las
aletas de su hermosa nariz bravía– envenéname como quieras –y sonrió a
Mauricio, subrayando estas palabras de un significado equívoco. Morir por
morir, las dulzuras que tú me pintas las sentiría de cualquier manera, aunque
fuese con el bicloruro. Nirvana me ha seducido. Desde los paraísos espectrales
llega hasta mí con silenciosa armonía la ebriedad triste de sus inmensos ojos
inmóviles!...
Mauricio
salió de prisa, prometiendo que inmediatamente volvería con el tósigo. Por el
camino iba pensando: ‘Si no se mata hoy no se matará mañana. . . Los suicidas
son así. Es una ley psicológica. La muerte, como la mujer, tiene su gran cuarto
de hora, pasado el cual muéstrase esquiva, inexpugnable, con el indocto que la
galantea. Y ahora me pregunto: ¿quién me ha metido a resucitador? ¿A qué
salvarlo? ¿No es mejor que se muera cuanto antes si así le place?” Y
respondíase que su egoísmo, por darse el gusto de un experimento, y saborear
malignamente los jaros efectos que el narcótico produciría en el budhista;
sabiendo por lo demás que ninguno de los tres habría de morir, a buen seguro,
de una indigestión de virtud.
Rodolfo
y Roberto quedaron solos. No hablaban casi. Se estudiaban, se descifraban,
sintiendo el uno respecto al otro “la incomodidad de una puerta abierta”.
–¡Adelante!
–dijo Rodolfo. Era Mauricio que entró ceremonioso, y un tanto displicente encaróse
con el suicida:
–Ya
que desdeñas consejos; ya que será inútil todo para desviarte de tus propósitos
en verdad algo enigmáticos, aquí me tienes con lo prometido. Soy de palabra, y
entre hombres no hay vacilaciones. Ahorremos las despedidas. No encuentro
impertinencia que pueda compararse a las ternuras domésticas. Nada de teatro.
¿Estás decidido?...
–¡La,
la! –repuso Rodolfo. Y éste fue el momento en que torciera sobre su rival una
mirada abominable de fulgurante desprecio, mezclado a un odio celoso que nunca
pudo reprimir. Y sin querer, pensó en Flérida, sintiendo que la idolatraba. Su
nariz se dilató como si saborease una agonía inmensa y a la vez exótica. Verdad
que en aquel instante su amor crecía, se ahondaba tomando tonalidades de una
trágica intensidad. Toda una crisis de introspección relampagueó un minuto en
sus ojos, desfilando por su conciencia la cabalgata incendiaria. . Era
necesario acabar cuanto antes. Hacía tres noches que no dormía, clavadas hasta
las entrañas las uñas martirizadoras de la Esfinge que le dijera: “Adivina o te
despedazo!”
–
¡Sí!, decididamente –se decía Rodolfo– la miserable me engaña. Lo adora, sin
remedio.
Poco
a poco su pensamiento fue volviéndose a su querida, a su querida de la
eternidad. Una negra heladez llenó su espíritu que invadido de un sopor
asiático se abandonó con molicie. Anonadóse. El Astra de los tres Mundos abrió
su dosel de estrellas. Los tambores sepulcrales de la gran Epopeya fría,
doblaban a la funerala, Oyó los pasos de crespón de Indra. . . Nirvana le habló
al oído.
Desvestíase
con lentitud. Se arregló los dorados bucles caídos con distracción sobre su
frente de victoriosos bulevares, y con la coquetería charmante de un Rey-Actor
en un holocausto, deslizóse, desperezóse en su tálamo primaveral, encendiendo
luego un cigarrillo turco que le alcanzara Roberto.
Mauricio,
en tanto, se revolvía de un lado a otro con un objeto brillante, terminado en
la más irónica extremidad de platino. Hubo un silencio pitagórico...
Rodolfo
estaba encantador. Su arte de disimular sonreía como de costumbre. Tenía la
serenidad de un púgil enamorado a quien la gloria brinda su beso. Nadie hubiera
creído, excepto sus compañeros, que bajo aquella petrificación indiana, de
aquel prodigio pálido de anestesismo galante, latiera la anarquía ebria de mil
comunas nerviosas, en explosión aciaga y muda. Porque en verdad el pensamiento
del sensitivo era a intervalos de Flérida. Y Nirvana, la diosa hipnótica del
Harén Negro sufría en el interior prismático de su devota la infidelidad de una
transmutación. Producíanse en el alma de Rodolfo crepúsculos sacrílegos de
estados antitéticos, según pasase de Nirvana a Flérida, compenetrándose ambas
en esencia íntima. Por una parte, en un oriente emocional de vida:
representaciones ultrasensibles de colores violentos con rafagueos de virilidad
pujante. La vida lo llamaba. Los colores que usara Flérida en sus vestidos se
le aparecían, con insinuación erótica. Y por lo contrario, en un ocaso
mortecino de cerebración abstracta: panoramas subterráneos de ciudades
desaparecidas, con matices decrépitos, y donde se oían, de rato en rato, las
quejas cavernosas del perro de Budha, que aullábale a la Muerte. Era un extraño
conjunto de absurdas decoraciones que se perdían haciendo zig-zags en el
laberinto de cien portales de la conciencia biológica!
–
Ya es hora – dijo Mauricio. Roberto acercó la lámpara. – Por fin, Nirvana, por
fin! – cantó soñadoramente Rodolfo entregando a su enemigo silenciado, como un
asta de bandera en derrota, el brazo curvo y musculoso.
Fue
apenas un dolor pueril! La aguja del aparato se deslizó felina- mente bajo la
piel opalina. Reinó un silencio expectante. Distanciado del budhista, Mauricio
se respaldó en el amplio diván de seda, frente al espejo, de donde podía
observar, sin que se le notara, los efectos del elixir maravilloso, en tanto
que floberto amortiguó la bujía, colocándola discretamente tras un bibelot
jaspeado.
–¡La
agonía, la agonía! –clamó de pronto Rodolfo. Ya estoy en el vestíbulo de la
diosa! ¡Oh, fascinante vértigo! ¡Prodigio oscuro!– sintiendo todo él, hasta el
fondo de los sentidos, las succiones supremas de la delicia desconocida!
Al
principio fue un mareo, como un zumbido absurdo. Siguió un contacto de molicie
utópica, con efusiones morosas de bálsamos aeriformes: fantásticas morbideces
de intactas feminidades, erudiciones incondensadas de pitonisas durmientes,
caricias supervagas de labios intangibles, indolencias que se distienden en el
moaré de un delirio.
–¡Nirvana,
Nirvana! Recógeme en tu seno! Ábreme la pagoda de tu lecho ocioso! ¡Qué suave
es tu paraíso!
Un
esfumino errabundo fucle borrando con aquietantes enervamientos los matices
demasiado vivos de la existencia. Sus recuerdos, sus preocupaciones, perdíanse
espiritualmente en lontananzas quiméricas, como plumas de aves que fueron, como
los humos desvanecidos de un incendio cadáver. El mundo de los entes lleno de
entrañas sorpresas, cabriolaba como en un caos en torno de sus vagueaciones:
–¡Un
beso, mil besos... ¡largos!... ¡así!... ¡Tu imperio me subyuga!... ¡La dicha me
desvanece!
Los
brazos de Rodolfo rindiéronse como agotados en la postración emoliente de una
caricia esotérica. Su cabeza inclinada sin esfuerzo parecía hallarse
descansando sobre el hombro yacente de alguna momia fantástica. Sus ojos
languidecían, se ilusionaban, se transmigraban, se quintaesenciaban. En la
penumbra oriental que paso a paso los tornaba inmóviles, soñaban paisajes
muertos de necrópolis etéreas, pensativas serenidades de simbólicas
Jerusalenes. Los párpados ligeramente azulinos, casi entornados, en la
extenuación de un deleite oscuro, parecían querer cerrarse, como las losas de
un mausoleo visitado por la muerte. En sus ojeras se desmayaba el crepúsculo de
la vida.
–Acércate,
Mauricio! – Mauricio se acercó. Y moviéndose pesadamente, en un semidespertar,
Rodolfo le besó la mano, con efusiones de agradecimiento fúnebre, agregando: –
Te quiero mucho!. . . ¡Tú me has ayudado a realizar mi dicha!... ¡Ya fue mía...
pronto lo será del todo... Flérida! Nirvana!... Inyéctame Mauricio de ese néctar
santo, por la vez última... se me hace tarde... morir, triunfar!...
Rodolfo
ya no odiaba a su rival. Amábale insensatamente. Sus rencores, sus remembranzas
desaparecían en los devaneos espectrales de transmutaciones cada vez más vagas.
Mauricio se tornaba en numen. Nirvana se cambiaba en Flérida. Erase un proceso
doble. Idealizábase lo real. Materializábase la irrealidad.
Terminada
la inyección segunda, incrustóse entre sus labios una sonrisa de piedra. El
efecto fue maravilloso. Comenzó por una ascensión transparente de átomos
sensoriales, por un desprendimiento anímico de sensaciones gaseosas que volaban
en un éter inefable de transportes hacia el cenit del cerebro: era un bólido de
cien mil alas, una multitud evanescente de caprichos ultramundanos, un espolvoreo
erótico de nebulosas de placer que le subían desde la médula en rafagueos muy
tenues. Después, un arrebato sordo hacia una inercia de Dicha, un
distendimiento de perezas refinadas sobre terciopelos indefinibles, un alivio
de extenuaciones beatíficas que en vagarosas blanduras se sumergían
aturdidamente, como en triclinios de Gloria... Se hallaba ebrio de todas las
ebriedades. A cada deseo una nueva satisfacción. A cada satisfacción un nuevo
deseo. A cada fatiga un mecimiento embalsamado.
Luego
exclamó, con ligeras pausas:
–¡Oh,
Nirvana, tú eres Flérida!... ¡Flérida!... ¿Cómo has venido? ¿Quién nos unió?...
Te pareces a Nirvana... Fléri... Nirv...
Por
último un oxigeno hipotético llenó su alma incoherente. Cayó la noche en su
conciencia, la enorme noche metafísica. El idiotismo infinito de un mareo en lo
incognoscible hízole señor de todo. Todo era él y él era Todo,... ¡Era el Gran
Sultán del éxtasis, con mil erecciones frías! El jardín de lo prohibido, los
mil repliegues microscópicos del placer que se agazapa, dejándonos el deseo,
las fronteras subjetivas del espejismo ideal a que jamás se llega, todo lo
palpó, de todo se hizo dueño.
El
Misterio le prestó su enorme linterna mágica por un minuto.
Ya
todo iba a terminar.
Su
cabeza se deslizó lentamente hasta tocar la almohada.
Luego,
con voz sepulcral, remota, como desde un mundo póstumo:
–¡Flérida!
Un
gran suspiro como de agonía se perdió en la alcoba. Rodolfo quedó inmóvil. Los
ópalos del éxtasis beatificaban su rostro. Su materia, como enrarecida, se
hubiese dicho cristalizada en una aguda abstracción de siglos.
–Es
un fakir –dijo Roberto, mientras el doctor tomándole el pulso bostezó con
indiferencia:
–Que
se divierta una noche... Sin el amor o la morfina la vida es una estupidez. ¡Y
aun así!
–Para
hacer tiempo cualquier cosa es buena! –bostezó a su vez Roberto.
Y ambos salieron... sin rumbo fijo.
Y ambos salieron... sin rumbo fijo.
De: cuentosentrespejos.blogspot.com
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La Torre de los Panoramas, famoso conciliábulo de escritores en la casa de Julio Herrera y Reissig, quien no sólo escribió Poesía. |
-Los escritores
uruguayos comparten algunas características. Por ejemplo, el poeta Julio
Herrera y Reissig, quien precisamente representa una búsqueda de los colores en
las palabras.
-El fue quien tuvo
más influencia sobre Neruda, el mismo Pablo lo decía.
De una entrevista a
Eduardo Galeano en www.jornada.unam.mx