sábado, 28 de diciembre de 2013

“El saber no sólo es objeto de poder; es uno de los instrumentos del poder para ejercer con efectividad el control social”- Michel Foucault



Importancia de la lectura


(...)  Donde más ilustrativa resulta la condición social de la lectura es en su análisis desde la perspectiva de género y de clase social. En un penetrante ensayo Martyn Lyons nos refiere el devenir de la lectura desde esas dos perspectivas. 

El acceso a la educación elemental es relativamente una conquista reciente para las mujeres. Recuerda que a fines del siglo XVIII en las escuelas públicas rusas, sólo el 9% de los estudiantes eran niñas, y lo mismo ocurría en Navarra durante 1807.
En 1872, en Cette, el 94% de los usuarios de las bibliotecas eran hombres, en Pau el 80%, y en Ruán, en 1865, el 88%.

Dice que “El siglo XIX asistió al florecimiento de las revistas femeninas y al surgimiento de un fenómeno comparativamente nuevo: la literata”, pues “Las escritoras, salvajemente censuradas por publicaciones satíricas como Le Charivari, que las tachaba de amenaza para la estabilidad doméstica, dejaron su impronta. La imagen tradicional de la mujer lectora - nos dice- tendía a ser la de una lectora religiosa, devota de su familia, muy lejos de las preocupaciones que agitaban a la vida pública.

Anota que “Aunque las mujeres no eran las únicas que leían novelas, se las consideraba el principal objetivo de la ficción popular y romántica. La feminización del público lector de novelas parecía confirmar los prejuicios imperantes sobre el papel de la mujer y su inteligencia. Se creía que gustaban de la novela porque se las veía como seres dotados de gran imaginación, de limitada capacidad intelectual, frívolos y emocionales. La novela era la antítesis de la literatura práctica e instructiva. Exigía poco, y su único propósito era entretener a los lectores ociosos. Y, sobre todo, la novela pertenecía al ámbito de la imaginación. Los periódicos, que informaban sobre los acontecimientos públicos, constituían por lo general una reserva masculina; las novelas que solían tratar de la vida interior, formaban parte de la vida privada a la que se relegó a las burguesas del siglo XIX.

Esto suponía una amenaza para el marido y padre de familia burgués del siglo XIX: la novela podía excitar las pasiones y exaltar la imaginación femenina. Podía fomentar ciertas ilusiones románticas poco razonables y sugerir veleidades eróticas que hacían peligrar la castidad y el orden de sus hogares. Por ello, la novela del siglo XIX se asoció con las cualidades (supuestamente) femeninas de la irracionalidad y la vulnerabilidad emocional. No fue casual que el adulterio femenino se convirtiera en el argumento arquetípico que simbolizaba la trasgresión social...”

Más adelante señala que “Cuando ambos sexos se mezclaban en calidad de lectores, la mujer solía ocupar una posición sometida a la tutela del varón. En ciertas familias católicas se prohibía a las mujeres leer el periódico. Era corriente que un varón lo leyera en voz alta. Ésta era una tarea que en ocasiones implicaba cierta superioridad moral y el deber de seleccionar o censurar el material apto para los oídos femeninos”.


Más adelante refiere que “En la memoria de muchas mujeres de la clase trabajadora prima el tiempo dedicado a pelar patatas, bordar, hacer pan y jabón. No había tiempo para recrearse. De niñas, recuerdan haber temido el castigo si eran sorprendidas leyendo. Las obligaciones domésticas eran lo primero, y admitir que se leía equivalía a confesar negligencia en el cumplimiento de sus responsabilidades frente a la familia. La imagen ideal de la buena ama de casa parecía incompatible con la lectura”.



Una idea muy generalizada por aquellos tiempos era el convencimiento aristocrático de que no era saludable ni conveniente socialmente el que los plebeyos leyeran: “La lectura es la llave que abre los tesoros de las Sagradas Escrituras, afirma en 1812 un párroco de Oxfordshire, antes de insistir en que la enseñanza de la escritura y la aritmética podía fomentar de un modo peligroso las ilusiones de forjarse una carrera entre los habitantes pobres del campo”



Son bastante conocidas, por lo ampliamente documentadas las luchas de la clase obrera en el mundo por limitar la duración de la jornada de trabajo.
En Inglaterra, a comienzos del siglo XIX la jornada de 14 horas era algo normal, pero hacia 1847 el sector textil ya la había reducido a 10 horas diarias. En la década de 1870, los artesanos londinenses solían trabajar una media de 54 horas semanales. En Alemania, en cambio, la reducción de la jornada a 12 horas sólo se logró lentamente a partir de 1870.

Algunas experiencias de lectores que se hicieron en lucha contra la adversidad de haber nacido en condiciones miserables, y que nos es posible conocer ahora por haberlas superado y llegar a ser personajes conocidos en la historia, nos ilustran de las ventajas de que gozan muchos de nuestros jóvenes estudiantes, verdaderamente privilegiados por lograr acceder a la educación superior, circunstancia que no aprovechan al dejar de lado o frecuentar poco la lectura. “Qué desperdicio, escribe el ebanista James Hopkinson, es la vida de aquel que no tiene un libro predilecto, ningún almacén de ideas o gozosa recolección de lo que ha hecho, experimentado o leído”

“Las autobiografías de los obreros describen su determinación de superar la pobreza y la carencia de medios a fin de llegar a entender su mundo. 
Thomas Wood, mecánico de Yorkshire, alquilaba a los 16 años un periódico por un penique a la semana, cuando el periódico carecía ya de actualidad, y lo leía a la luz de la lumbre porque no se podía permitir una vela... 
Máximo Gorki que carecía de formación, era un ferviente lector en 1887 a pesar de trabajar catorce horas diarias en una panadería de Kazan, uno de los lugares que retrata con ironía en “Mis universidades” Llegó a afirmar “Habría sido capaz de dejarme
torturar por tener la oportunidad de estudiar en una universidad.”

Un caso verdaderamente ilustrativo del esfuerzo por conquistar la capacidad de leer es el de Thomas Cooper, zapatero, dirigente sindicalista en la Inglaterra de mediados del siglo antepasado “... leía cada mañana desde las tres o cuatro de la madrugada hasta las siete, y también durante las comidas, y luego desde las siete de la tarde hasta caer exhausto. Nunca dejaba de recitar algún texto mientras trabajaba en el taller de su patrón. En 1828, a los 21 años, Cooper sufrió un colapso físico por el que se vio obligado a guardar cama durante varios meses”.

Los autodidactas se plegaban a su deseo de estudiar y progresar con una determinación a menudo rayana en la obsesión. De hecho, no podía ser de otro modo si querían superar los obstáculos materiales que les separaban de sus objetivos. La pobreza, la falta de tiempo y de privacidad hacían que el estudio estuviera vedado excepto a los más entregados.

La estrechez de las viviendas obligaba a muchos lectores obreros a estudiar en los bosques y los campos. El obrero y poeta inglés John Clare escribía al aire libre, y allí compuso su obra en secreto. Se escondía detrás de los setos y canales, y pergeñaba sus pensamientos apoyándose en su sombrero.

La falta de luz era otro problema en los hogares obreros. En la Inglaterra de comienzos del siglo XIX las ventanas eran escasas, y las velas muy caras. Para W.E. Adams, “las velas y candiles hacían poco más que dar contorno a la oscuridad”. “Es casi mejor”, prosigue, “que la mayor parte de la población sea iletrada, ya que los incesantes esfuerzos por extraer ventajas de la lectura tras la puesta del sol sin duda habrían arruinado la vista del país entero”

Para finalizar este apartado sobre los condicionamientos de género y clase, con múltiples referencias al ensayo de Martyn Lyons se cita a continuación un párrafo de clausura del tema, del mismo autor: “La mejora de uno mismo – material, moral e intelectual –constituía un objetivo muy exigente. Requería una gran aplicación y capacidad de sacrificio. Había que reservar tiempo para adquirir conocimientos, ahorrar dinero para la compra de libros, sacrificar horas de sueño, arriesgarse a perder salud y amigos en ese impulso guiado por un ferviente deseo por leer y saber más. Este afán de perfeccionamiento a menudo se inspiraba en una fe protestante anticonformista y a menudo iba de la mano de la promesa de abstenerse de beber alcohol. Esto también denota una gran autodisciplina y el deseo de destacar entre los compañeros". 

Estos ejemplos narrados de un texto traducido, sobre personajes y autores poco conocidos en nuestro medio, no son del todo extraños a nuestra historia. Imagínese, por ejemplo, las vicisitudes y problemas que enfrentaron para su formación en el México del siglo XIX, indios puros, nacidos en la más desolada orfandad, como Benito Juárez o Ignacio Manuel Altamirano, liberales ambos y destacados en la historia, como políticos, políglotas, escritores y luchadores sociales. O los casos aun más actuales, porque hasta hace poco todavía estaban entre nosotros, como los de Juan José Arreola, o de Gastón García Cantú, que no tuvieron acceso a la educación primaria y eran al final de sus vidas esclarecedoras eruditos profesores de la Universidad Nacional Autónoma de México, consagrados escritores con una obra traducida a muchos idiomas.

Martyn Lyons: “Los nuevos lectores del siglo XX: Mujeres, niños, obreros” en Guglielmo Cavallo y Roger Chartier Historia de la lectura en el mundo occidental Editorial Santillana S. A. Taurus, 1998, Madrid


De: Rigoberto Lasso Tiscareno



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