Importancia de la lectura
(...) Donde más ilustrativa resulta la condición
social de la lectura es en su análisis desde la perspectiva de género y de
clase social. En un penetrante ensayo Martyn Lyons nos refiere el devenir de la
lectura desde esas dos perspectivas.
El acceso a la educación elemental es relativamente
una conquista reciente para las mujeres. Recuerda que a fines del siglo XVIII
en las escuelas públicas rusas, sólo el 9% de los estudiantes eran niñas, y lo
mismo ocurría en Navarra durante 1807.
En 1872, en Cette, el 94% de los
usuarios de las bibliotecas eran hombres, en Pau el 80%, y en Ruán, en 1865, el
88%.
Dice que “El siglo XIX asistió al
florecimiento de las revistas femeninas y al surgimiento de un fenómeno
comparativamente nuevo: la literata”, pues “Las escritoras, salvajemente
censuradas por publicaciones satíricas como Le Charivari, que las tachaba de
amenaza para la estabilidad doméstica, dejaron su impronta. La imagen
tradicional de la mujer lectora - nos dice- tendía a ser la de una lectora
religiosa, devota de su familia, muy lejos de las preocupaciones que agitaban a
la vida pública.
Anota que “Aunque las mujeres no
eran las únicas que leían novelas, se las consideraba el principal objetivo de
la ficción popular y romántica. La feminización del público lector de novelas
parecía confirmar los prejuicios imperantes sobre el papel de la mujer y su inteligencia.
Se creía que gustaban de la novela porque se las veía como seres dotados de
gran imaginación, de limitada capacidad intelectual, frívolos y emocionales. La
novela era la antítesis de la literatura práctica e instructiva. Exigía poco, y
su único propósito era entretener a los lectores ociosos. Y, sobre todo, la
novela pertenecía al ámbito de la imaginación. Los periódicos, que informaban
sobre los acontecimientos públicos, constituían por lo general una reserva masculina;
las novelas que solían tratar de la vida interior, formaban parte de la vida
privada a la que se relegó a las burguesas del siglo XIX.
Esto suponía una amenaza para el
marido y padre de familia burgués del siglo XIX: la novela podía excitar las
pasiones y exaltar la imaginación femenina. Podía fomentar ciertas ilusiones
románticas poco razonables y sugerir veleidades eróticas que hacían peligrar la
castidad y el orden de sus hogares. Por ello, la novela del siglo XIX se asoció
con las cualidades (supuestamente) femeninas de la irracionalidad y la
vulnerabilidad emocional. No fue casual que el adulterio femenino se
convirtiera en el argumento arquetípico que simbolizaba la trasgresión
social...”
Más adelante señala que “Cuando ambos
sexos se mezclaban en calidad de lectores, la mujer solía ocupar una posición
sometida a la tutela del varón. En ciertas familias católicas se prohibía a las
mujeres leer el periódico. Era corriente que un varón lo leyera en voz alta.
Ésta era una tarea que en ocasiones implicaba cierta superioridad moral y el
deber de seleccionar o censurar el material apto para los oídos femeninos”.
Más adelante refiere que “En la
memoria de muchas mujeres de la clase trabajadora prima el tiempo dedicado a
pelar patatas, bordar, hacer pan y jabón. No había tiempo para recrearse. De
niñas, recuerdan haber temido el castigo si eran sorprendidas leyendo. Las
obligaciones domésticas eran lo primero, y admitir que se leía equivalía a
confesar negligencia en el cumplimiento de sus responsabilidades frente a la
familia. La imagen ideal de la buena ama de casa parecía incompatible con la lectura”.
Una idea muy generalizada por
aquellos tiempos era el convencimiento aristocrático de que no era saludable ni
conveniente socialmente el que los plebeyos leyeran: “La lectura es la llave
que abre los tesoros de las Sagradas Escrituras, afirma en 1812 un párroco de
Oxfordshire, antes de insistir en que la enseñanza de la escritura y la
aritmética podía fomentar de un modo peligroso las ilusiones de forjarse una
carrera entre los habitantes pobres del campo”
Son bastante conocidas, por lo
ampliamente documentadas las luchas de la clase obrera en el mundo por limitar
la duración de la jornada de trabajo.
En Inglaterra, a comienzos del
siglo XIX la jornada de 14 horas era algo normal, pero hacia 1847 el sector
textil ya la había reducido a 10 horas diarias. En la década de 1870, los
artesanos londinenses solían trabajar una media de 54 horas semanales. En
Alemania, en cambio, la reducción de la jornada a 12 horas sólo se logró
lentamente a partir de 1870.
Algunas experiencias de lectores
que se hicieron en lucha contra la adversidad de haber nacido en condiciones
miserables, y que nos es posible conocer ahora por haberlas superado y llegar a
ser personajes conocidos en la historia, nos ilustran de las ventajas de que
gozan muchos de nuestros jóvenes estudiantes, verdaderamente privilegiados por
lograr acceder a la educación superior, circunstancia que no aprovechan al
dejar de lado o frecuentar poco la lectura. “Qué desperdicio, escribe el
ebanista James Hopkinson, es la vida de aquel que no tiene un libro predilecto,
ningún almacén de ideas o gozosa recolección de lo que ha hecho, experimentado
o leído”
“Las autobiografías de los
obreros describen su determinación de superar la pobreza y la carencia de
medios a fin de llegar a entender su mundo.
Thomas Wood, mecánico de Yorkshire,
alquilaba a los 16 años un periódico por un penique a la semana, cuando el
periódico carecía ya de actualidad, y lo leía a la luz de la lumbre porque no
se podía permitir una vela...
Máximo Gorki que carecía de formación, era un
ferviente lector en 1887 a pesar de trabajar catorce horas diarias en una
panadería de Kazan, uno de los lugares que retrata con ironía en “Mis
universidades” Llegó a afirmar “Habría sido capaz de dejarme
torturar por tener la oportunidad
de estudiar en una universidad.”
Un caso verdaderamente
ilustrativo del esfuerzo por conquistar la capacidad de leer es el de Thomas
Cooper, zapatero, dirigente sindicalista en la Inglaterra de mediados del siglo
antepasado “... leía cada mañana desde las tres o cuatro de la madrugada hasta
las siete, y también durante las comidas, y luego desde las siete de la tarde hasta
caer exhausto. Nunca dejaba de recitar algún texto mientras trabajaba en el
taller de su patrón. En 1828, a los 21 años, Cooper sufrió un colapso físico
por el que se vio obligado a guardar cama durante varios meses”.
Los autodidactas se plegaban a su
deseo de estudiar y progresar con una determinación a menudo rayana en la
obsesión. De hecho, no podía ser de otro modo si querían superar los obstáculos
materiales que les separaban de sus objetivos. La pobreza, la falta de tiempo y
de privacidad hacían que el estudio estuviera vedado excepto a los más
entregados.
La estrechez de las viviendas
obligaba a muchos lectores obreros a estudiar en los bosques y los campos. El
obrero y poeta inglés John Clare escribía al aire libre, y allí compuso su obra
en secreto. Se escondía detrás de los setos y canales, y pergeñaba sus pensamientos
apoyándose en su sombrero.
La falta de luz era otro problema
en los hogares obreros. En la Inglaterra de comienzos del siglo XIX las
ventanas eran escasas, y las velas muy caras. Para W.E. Adams, “las velas y
candiles hacían poco más que dar contorno a la oscuridad”. “Es casi mejor”,
prosigue, “que la mayor parte de la población sea iletrada, ya que los
incesantes esfuerzos por extraer ventajas de la lectura tras la puesta del sol
sin duda habrían arruinado la vista del país entero”
Para finalizar este apartado
sobre los condicionamientos de género y clase, con múltiples referencias al
ensayo de Martyn Lyons se cita a continuación un párrafo de clausura del tema,
del mismo autor: “La mejora de uno mismo – material, moral e intelectual
–constituía un objetivo muy exigente. Requería una gran aplicación y capacidad
de sacrificio. Había que reservar tiempo para adquirir conocimientos, ahorrar
dinero para la compra de libros, sacrificar horas de sueño, arriesgarse a
perder salud y amigos en ese impulso guiado por un ferviente deseo por leer y
saber más. Este afán de perfeccionamiento a menudo se inspiraba en una fe
protestante anticonformista y a menudo iba de la mano de la promesa de
abstenerse de beber alcohol. Esto también denota una gran autodisciplina y el
deseo de destacar entre los compañeros".
Estos ejemplos narrados de un
texto traducido, sobre personajes y autores poco conocidos en nuestro medio, no
son del todo extraños a nuestra historia. Imagínese, por ejemplo, las
vicisitudes y problemas que enfrentaron para su formación en el México del
siglo XIX, indios puros, nacidos en la más desolada orfandad, como Benito
Juárez o Ignacio Manuel Altamirano, liberales ambos y destacados en la
historia, como políticos, políglotas, escritores y luchadores sociales. O los
casos aun más actuales, porque hasta hace poco todavía estaban entre nosotros,
como los de Juan José Arreola, o de Gastón García Cantú, que no tuvieron acceso
a la educación primaria y eran al final de sus vidas esclarecedoras eruditos
profesores de la Universidad Nacional Autónoma de México, consagrados
escritores con una obra traducida a muchos idiomas.
Martyn Lyons: “Los nuevos
lectores del siglo XX: Mujeres, niños, obreros” en Guglielmo Cavallo y Roger
Chartier Historia de la lectura en el mundo occidental Editorial Santillana S.
A. Taurus, 1998, Madrid
De: Rigoberto Lasso Tiscareno
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