Adopción
Después de casi treinta años no
lo reconocería, no sabría quién era... pero, al fin, los nudillos nostálgicos
del hombre golpearon en la puerta entreabierta. Un silencio prolongado
respondió desde el interior de la habitación.
Tumbas que retumban: los
recuerdos de la infancia cuando corren de la mente al corazón.
A punto de irse, una enfermera
lo retuvo por el brazo como a una última esperanza.
-Pase, caballero, por favor,
ella lo está esperando.
-¿A mí?
-Aquí, todas ellas esperan.
La recordaba alta, morocha,
siempre feliz. La que estaba ante él tenía el cabello blanco y mediría un metro
cincuenta y pico, apenas; su voz también había cambiado: enronquecida y hosca
le preguntó:
-¿Quién sos?
-Ramiro, el amigo de su hijo. En
la infancia, claro. Tal vez no se acuerde.....
-¡Cómo no me voy a acordar de
vos, Rodrigo!
-No, no, yo soy Ramiro, el amigo
de Rodrigo. Sí – agregó sonriendo solían embromarnos con el parecido de los
nombres. Era como un juego de palabras.
-¡Basta! ¡Basta de excusas
tontas! ¿Por qué seguís ahí parado igual que una estaca? ¡Cuándo me vas a hacer
caso, muchacho! Mirá cómo venís de la escuela: tenés la moña toda desatada y
¡qué mugre en esa túnica! Van a pensar que tu madre es una dejada.
Una alegría incontenible la
había estimulado de pronto: iba y venía con pasos cortitos y rápidos;
despiertas las manos, ágiles los dedos en un mundo imaginario de tazas, platos
y preparativos culinarios.
-¡Cambiate y lavate que ya tengo
la torta de coco y el chocolate caliente!
“¡Ah!, la merienda de mamá al volver de
clases, el aroma del café con leche recién servido, los cuernitos con grasa y
los corazanes; hacían agua la boca y se disolvían en el paladar, en la
saliva...” Y en las lágrimas que Ramiro no podía contener. Los apretones
solidarios de vecinos y compañeros de trabajo todavía vibraban en sus hombros.
“¿Qué vine a buscar aquí, mamá? Ayer me dejaste; ayer te dejé, sola, helada,
envuelta en tantas flores sin perfume. Rodrigo tampoco está...”
Rodrigo estaba muy lejos: en la
mente, en el corazón, en ese lugar de cualquier parte donde invariablemente se
refugian los extranjeros.
Tumbas que retumban: los
recuerdos de la infancia cuando corren de la mente al corazón.
-Mi velo de novia parece un
estropajo, ¿lo ves, Cleotilde?
La señora se miró en el espejo,
de donde sacaba sus recuerdos como de un baúl.
-Y el vestido me lo dejaste
medio chingudo, me parece. Vení, Cleotilde, fijate. ¿Dónde pusiste....?
Angustiada, perseguía un tocado
fugitivo de sus manos desde hacía mucho. Los pasos de Ramiro también huyeron; a
pesar de aquella voz que tronaba “quedate”, los pasos querían salirse del juego
y huían. “Es cierto que es un lugar lujoso, que está rodeada de enfermeras
gentiles, mucho más gentiles cuando reciben el dinero girado... ¡Qué razón
tenían cuando me lo contaban ayer! La mamá tiene
Alzheimer pero Rodrigo la internó en
un geriátrico...para que esté mejor cuidada, ¿sabe?”.
Le temblaban las piernas pero
volvió, y los pasos eran livianos, apenas audibles, para esconder la vergüenza.
En fin, había que sacar coraje de donde fuera; tenía que obedecer al instinto
de sus manos, frustradas en el deseo de acariciar los cabellos plateados; tenía
que arrojar de su cabeza la llamada de larga distancia, aquella búsqueda
desesperada de acercamiento, aquella conversación con Rodrigo, a
punto de recibir el ascenso de tu vida
y claro, en este momento molestan las miradas indiscretas... ¿Qué está
pasando con ella? ¿No te preocupa para nada?,
con Rodrigo el bárbaro, que me dijo “No te metás,
viejo” y me colgó sin piedad.
Tumbas que retumban: los
recuerdos, cuando corren de la mente al corazón.
-Vos no te preocupes, ¿entendés?
Total, ya pasó -decía la voz de la señora Romano-. Si no quisiste la torta de
coco, no importa. Yo sé que a vos te gusta la torta de chocolate. Resulta que
después me vino a la memoria que en casa siempre me la pedías; lo tuyo es el
chocolate.
Una sonrisa satisfecha aflojó el
rostro de Ramiro.
-El café con leche con los
bizcochos de tu mamá te los puedo servir en el desayuno – prosiguió, mientras
le guiñaba un ojo y sus dedos hurgaban papeles amarillentos y fotos dentro de
una caja.
-¿Buscás algo? – dijo Ramiro,
tratando de derretir el silencioso iceberg que los separaba.
-No, nada en especial. Todavía
no sé bien qué es.
De nuevo la incomodidad a la que
no quería acostumbrarse. También él buscó y encontró un bolígrafo en el
bolsillo de su gabardina. No llegaba a entender por qué lo miraba extrañada
cuando se lo entregó.
-¿No querés escribir algo?
-Te vas a enojar de nuevo, como
la última vez que estuviste aquí y, la verdad, no quiero que discutamos más.
Después recapacité y sé que estuve grosera. Pero ya no soy una metida, creeme.
Tal cual dijiste, ya sos grandecito y sabés lo que hacés. Mejor olvidémoslo.
Sí, eso, las cosas desagradables hay que olvidarlas.
-¡Caramba!, ¿por qué esa
reacción? No, no es necesario que te pongas tan nerviosa. Yo no me voy a enojar
por nada. Tranquila. Te lo mencioné porque creo que en un tiempo escribías.
-¡Qué pena que las cosas
agradables también se olviden! –continuó la anciana con resignación.
-Si no querés escribir ahora,
está bien, no hay problema. A lo mejor más tarde.- Y cuando le apretó los dedos
para que la lapicera no se le cayera, Ramiro sintió que ella se liberaba, como
si se tratara de una culpa a redimir.
-¡Ah!.. ¿Así que sirve para
escribir? ¿Para eso era? No te enojes, por favor. - Muy
quedamente continuó: -A veces encuentro cosas y no me acuerdo cómo se usan. Me
pasa muchas veces cuando quiero cerrar la puerta.
-Entonces, vamos a bailar. ¿No
habrás olvidado cómo se hace? -interrumpió Ramiro, carraspeando la garganta-
Esto que tenés es un tocadiscos y sirve para eso, para pasar música. Y aquí
están los viejos discos de pasta. Hum , ¡un vals! Bailemos un vals.
Acompasados, se intercambiaban
sonrisas y complicidades secretas que sólo sus almas podían entender. Él la
tomó de la mano y la hizo girar una vez; ella lo siguió con la memoria de la
emoción. En el segundo giro, gratamente sorprendido, Ramiro no pudo menos que
dejar bullir su imprevista alegría:
-¿Sabías que hoy es el día más
importante de nuestras vidas?
El brillo en los ojos de la
señora Romano no era el mismo; tampoco el tono de su voz:
-¿Por qué?
-Porque hoy estamos los dos: un
hijo y una madre viviendo juntos este momento.
-¿Estaremos locos, Ramiro?
-¡Qué más da! Un poco de locura
es el mejor remedio para aliviar el dolor, ¿no te parece?
Y mientras la dulce pareja
baila, retumban las notas del vals en el corazón de la Vida.
Susana Matteo
Clarividencias
“El recuerdo, a
veces, se puede tocar”.
Carlos Fuentes
-¡Mami! ¡No me digas que
papá...!-desgajó el aire con pausada voz la niña, mientras incorporaba su
cuerpito entre las tibias mantas con que su abuela había intentado protegerla
del mundo.
La certeza se clavó como un
punzón en el cerebro alelado de la madre y un torbellino de sonidos batalló por
palabras. Pero tendió sus redes ese silencio seco que cae de la vida cuando la
arrancan de pronto y de cuajo -un silencio boquiabierto, de ojos desorbitados y
manos acalambradas- y las mujeres no pudieron escapar de él. Como fieras
lastimadas se arrebujaron en la cama grande, esa guarida donde la familia nace,
crece, gasta su carne y libera su luz. El abrazo fue interminable, casi como si
alguien lo hubiese preparado para que durara por siempre.
Y hoy, todavía es siempre.
Ana Milán