El último acto
Cuando salió del baño retiró la vajilla con los restos de
comida y la amontonó en la pileta de la
cocina. Pensó sacarse el delantal,
maquillarse suavemente para disimular aquel moretón alrededor del ojo que se
tornaba más violáceo a cada instante, y mudar de ropa, algo sobrio por
supuesto. Pero cambió de idea y
permaneció con esa prenda doméstica que le daba aires de matrona, mujer fiel, y
sobre todo, aguantadora. Llegado el
momento inventaría una historia plausible para justificar esa marca en el
rostro.
Atravesó la puerta de la cocina y fue hasta el rincón de las
hierbas aromáticas. Las conocía a la
perfección, sus condiciones de cultivo, sus propiedades. Observó con tristeza la jardinera suspendida en el muro a media altura por
causa de los animales, y ahora estéril: sus verdes y jugosas verduras arrancadas
de cuajo. Tanta dedicación, tanta
expectativa, cultivadas desde las semillas traídas de aquel remoto lugar. Había visto brotar, echar raíces, y crecer en lozanía las plantitas fertilizadas y regadas con cariño.
Él le había preguntado sobre esa dedicación por una planta
de aspecto tan sencillo, parecida al berro.
Ella había sonreído con aire misterioso y le respondió “Porque me gusta”.
Volvió a la cocina.
De la loza encimada separó con cuidado la fuente y el plato donde
hiciera la ensalada y él comiera, los llevó al baño, tiró en el wáter los
restos de verdura, y luego lavó meticulosamente, secó y guardó en el
estante los enseres. En seguida llamó al servicio de urgencia.
