Pinceladas portuarias
Hace
años, desde el balcón de una oficina de la Ciudad Vieja, un amigo pintaba un
ángulo de la calle Misiones. Los detalles causaban atención, pues se confundían
autos, galpones, techos, y detrás de ellos, a modo de extraña cimera, la mitad
de un buque de pasajeros y unas grúas inmensas.
Sin
intención, la pintura hablaba entonces de la Historia: así fue concebida Montevideo:
como una ciudad portuaria.
Entre
formas y colores, las personas se integran por un instante al paisaje: turistas,
mezcla de tripulaciones, empleados de oficinas, choferes de grandes camiones
entorpeciendo el tránsito de la rambla. El frecuente hedor de los barcos
cargueros de ganado no se aspira en la pintura, a pesar de que resulta
insoportable cuando sopla viento norte. Pero en la realidad, todo se perdona, y
se convive con ello, pues es el puerto quien da vida a la zona.
Los
tiempos han ido cambiando, y si antes solo se lograba ver el tope de algunas
grúas detrás de los galpones, ahora las naves son castillos inmensos, de varios
metros de altura, pudiendo un transeúnte observar las inmensas moles desde la
calle. Para poder cargarlos también se necesitan grúas de gran porte, aptas
para depositar los pesados contenedores a variados niveles.
-Te
felicito- le dije, y no sólo para animarlo.- Estás logrando decir lo que es el
puerto de Montevideo.
-Lástima
que solo pinto lo que veo; quisiera darle más sentimiento al cuadro- me
contestó.
En
ese instante, un gran buque estaba atracando. Los pasajeros salían a los
balcones de sus camarotes para prepararse a ver lugares desconocidos; observaban
lo mismo que mi amigo, pero desde otro punto: movimiento de gente y automóviles
en las calles bordeadas por antiguos edificios.
La
mayoría esperaba ver un paisaje que los transportara a los tiempos de las
conquistas. En el puente, capitán, oficiales y práctico, estaban abocados a la
tarea de dejar el buque atracado con seguridad en el muelle designado.
La
tripulación, impaciente por terminar con la maniobra; los pasajeros deseosos de
ir a tierra durante las breves diez horas que se permanecería en puerto; y el
buque, ansiando que lo atracaran, para librarse, por unas horas, de la pesada
carga que son los pasajeros, que comen, cantan, bailan y disfrutan a su manera;
ello significa montones de basura, llenar tanques de inmundicias, producto de
sus necesidades, a desagotar después en otros tanques comunicados con las redes
cloacales de la ciudad.
Terminada
dicha operación, se sentiría orgulloso y listo para comenzar un nuevo viaje.
La
bahía de Montevideo atesora muchas historias. Si pudiese hablar, diría que
hermosos barcos -de pasajeros, cargueros, pesqueros, petroleros- entran en
busca de su abrigo. Pero lamentablemente también es acogedor de todo tipo de
chatarra, tristes historias de abandonos, pues cuando un barco da pérdida
termina siendo simplemente un esqueleto sumergido, un cadáver.
En la
pintura de mi amigo, sin embargo, sólo hubo espacio para una visión de la vida.
Tal vez haya intentado completar la serie. No lo sé; mi pacto con el Río de la
Plata como práctico es íntegro (y no me da mucho espacio para dedicarme a las
relaciones sociales): ni el arte ha logrado sobornarme, aún.
Felipe Planelles
Insensata
Iba todos los días, con profundo amor, pero también con
repugnancia y miedo. ¿Repugnancia de qué?, no es contagioso. Miedo de qué, ¿de un
proceso natural? A medida que pasaban los días la desintegración se acentuaba,
el rostro descompuesto, una máscara de angustia y terror silenciosos, un asco
de sí misma que reverberaba en mí sin saber quién lo había emitido primero, una
mutua sensación de incomodidad, y un monótono pedido plañidero “Me quiero ir”.
Una despedida de hasta mañana agarrada, dolorosa, pero seguida de la súplica,
no sé hasta qué punto sincera, de “No quiero ver a nadie”. Y así todos los
días, dos horas sufridas pero a su modo reconfortantes. Cada día más difícil
ir. Cada día repugnancia y miedo superando el amor. ¿Hasta cuándo?
¿Era necesario que el médico la sentenciara en su cara?:
“Tiene tres meses de vida, máximo cuatro, vaya donde quiera, coma lo que
quiera”
¿Se lo diría de la misma forma a su madre, su mujer, su
hermana? Es fácil posar de científico objetivo con los otros, pero frente al
propio dolor, ¿actuaría así? Tengo mis dudas. Y más, ¿cómo soportaría yo tamaña
bofetada?
¿Es la vida una broma de mal gusto? La aflicción es inmensa.
Y más aún, tengo miedo de mí, de flaquear en la hora decisiva. Un miedo
profundo y visceral de mis reacciones, del entorno, de las actitudes de mi
hija.
Me angustio, el pánico me invade. Quisiera unirme a grupos
que creen en la trascendencia del alma: budistas, hinduistas, Hari Chrisna,
estudiosos del Corán o la Cabala, protestantes, evangélicos, católicos,
espiritistas, Iglesia Universal… Pero una voz susurra en mis oídos; es Darwin
que me advierte: “Insensata, ¿a dónde vas?”
Sonia Pressa
Caggiani
68 segundos
Habían nacido con 68 segundos de diferencia. Florencia pesó
tres kilos doscientos cincuenta gramos, piel blanca al igual que la pelusa que cubría
su cabeza. Un kilo ciento treinta gramos para Rita, como si no hubiera habido
lugar para las dos en aquella bolsa. Era diminuta, con piel aceitunada y pelusa
oscura.
Su destino estuvo marcado desde el principio. Florencia
brillaba y Rita era su sombra. Donde fueran, las miradas, elogios y triunfos
eran para ella; a Rita sólo le quedaban las migajas del consuelo y la lástima
en aquella frase: “…..pero tú también sos......”, siempre comparadas, siempre perdedora.
Florencia era como todos aquellos para quienes la vida se
desliza sin atropellos: segura y feliz. En Rita había comenzado a germinar
desde su más temprana infancia un sentimiento incontrolable que se acrecentaba con
cada hora transcurrida y que había desembocado en un plan que estaba dispuesta
a ejecutar.
Comenzó cortando los dorados bucles para seguir con sus
senos, que atravesó desde sus pezones con un afilado bisturí; lo había
sustraído del consultorio de aquel médico que sólo tenía ojos para los túrgidos
pechos que manoseaba mientras guardaba el instrumento en su bolsillo sin que nadie
lo percibiera. Guardó ambos en cajas y los acomodó en el estante, para usarlos
cuando fueran necesarios. De una cuchillada le arrancó los ojos y dejó un
agujero donde antes estaba la boca. Siguió con sus orejas y nariz, y cuando su
cabeza era un hueco del que caían colgajos de piel, guardó los objetos en una
caja que acomodó junto a las otras.
Su sed no estaba saciada: necesitaba cada pedazo de carne.
Siguió con los muslos, que cercenó con una enorme cuchilla, de una sola
rebanada, sin poderse refrenar. Se los probó, admirando en el espejo el
abultado trasero que rellenaba el pantalón. Y sonriente continuó arrancando,
pedazo a pedazo, toda la carne de sus extremidades. De un palazo quebró sus costillas
y separó la carne del espinazo; arrojaba los huesos desechados al tacho
acomodado al lado de la estantería.
Arrancó las uñas de los dedos de las manos y los pies;
quedaron esparcidas por la alfombra teñida de colorado.
Llenó una a una las cajas con los demás restos desparramados
por el suelo. Las acomodó y etiquetó. Eso fue lo último. Tarea cumplida.
Su mirada se encendió y una sonrisa satisfecha se apoderó de
su cara al ver cómo toda la sangre se había escurrido hasta formar un gran
charco en la puerta de acceso.
Al colocar la llave en la cerradura vio, de soslayo, en un
rincón, el corazón. Lo agarró y lentamente se dirigió de nuevo a la puerta.
Después de cerrarla con llave, comenzó a atravesar el pasillo, siempre con paso
muy lento, mientras saboreaba el jugoso manjar.
Adriana Riotorto