miércoles, 4 de marzo de 2015

Filos que Teje el Silencio (12, 13 y 14)



















Pinceladas portuarias


Hace años, desde el balcón de una oficina de la Ciudad Vieja, un amigo pintaba un ángulo de la calle Misiones. Los detalles causaban atención, pues se confundían autos, galpones, techos, y detrás de ellos, a modo de extraña cimera, la mitad de un buque de pasajeros y unas grúas inmensas.
Sin intención, la pintura hablaba entonces de la Historia: así fue concebida Montevideo: como una ciudad portuaria.
Entre formas y colores, las personas se integran por un instante al paisaje: turistas, mezcla de tripulaciones, empleados de oficinas, choferes de grandes camiones entorpeciendo el tránsito de la rambla. El frecuente hedor de los barcos cargueros de ganado no se aspira en la pintura, a pesar de que resulta insoportable cuando sopla viento norte. Pero en la realidad, todo se perdona, y se convive con ello, pues es el puerto quien da vida a la zona.
Los tiempos han ido cambiando, y si antes solo se lograba ver el tope de algunas grúas detrás de los galpones, ahora las naves son castillos inmensos, de varios metros de altura, pudiendo un transeúnte observar las inmensas moles desde la calle. Para poder cargarlos también se necesitan grúas de gran porte, aptas para depositar los pesados contenedores a variados niveles.
-Te felicito- le dije, y no sólo para animarlo.- Estás logrando decir lo que es el puerto de Montevideo.
-Lástima que solo pinto lo que veo; quisiera darle más sentimiento al cuadro- me contestó.
En ese instante, un gran buque estaba atracando. Los pasajeros salían a los balcones de sus camarotes para prepararse a ver lugares desconocidos; observaban lo mismo que mi amigo, pero desde otro punto: movimiento de gente y automóviles en las calles bordeadas por antiguos edificios.
La mayoría esperaba ver un paisaje que los transportara a los tiempos de las conquistas. En el puente, capitán, oficiales y práctico, estaban abocados a la tarea de dejar el buque atracado con seguridad en el muelle designado.
La tripulación, impaciente por terminar con la maniobra; los pasajeros deseosos de ir a tierra durante las breves diez horas que se permanecería en puerto; y el buque, ansiando que lo atracaran, para librarse, por unas horas, de la pesada carga que son los pasajeros, que comen, cantan, bailan y disfrutan a su manera; ello significa montones de basura, llenar tanques de inmundicias, producto de sus necesidades, a desagotar después en otros tanques comunicados con las redes cloacales de la ciudad.
Terminada dicha operación, se sentiría orgulloso y listo para comenzar un nuevo viaje.
La bahía de Montevideo atesora muchas historias. Si pudiese hablar, diría que hermosos barcos -de pasajeros, cargueros, pesqueros, petroleros- entran en busca de su abrigo. Pero lamentablemente también es acogedor de todo tipo de chatarra, tristes historias de abandonos, pues cuando un barco da pérdida termina siendo simplemente un esqueleto sumergido, un cadáver.
En la pintura de mi amigo, sin embargo, sólo hubo espacio para una visión de la vida. Tal vez haya intentado completar la serie. No lo sé; mi pacto con el Río de la Plata como práctico es íntegro (y no me da mucho espacio para dedicarme a las relaciones sociales): ni el arte ha logrado sobornarme, aún.

Felipe Planelles
 




Insensata


Iba todos los días, con profundo amor, pero también con repugnancia y miedo. ¿Repugnancia de qué?, no es contagioso. Miedo de qué, ¿de un proceso natural? A medida que pasaban los días la desintegración se acentuaba, el rostro descompuesto, una máscara de angustia y terror silenciosos, un asco de sí misma que reverberaba en mí sin saber quién lo había emitido primero, una mutua sensación de incomodidad, y un monótono pedido plañidero “Me quiero ir”. Una despedida de hasta mañana agarrada, dolorosa, pero seguida de la súplica, no sé hasta qué punto sincera, de “No quiero ver a nadie”. Y así todos los días, dos horas sufridas pero a su modo reconfortantes. Cada día más difícil ir. Cada día repugnancia y miedo superando el amor. ¿Hasta cuándo?
¿Era necesario que el médico la sentenciara en su cara?: “Tiene tres meses de vida, máximo cuatro, vaya donde quiera, coma lo que quiera”
¿Se lo diría de la misma forma a su madre, su mujer, su hermana? Es fácil posar de científico objetivo con los otros, pero frente al propio dolor, ¿actuaría así? Tengo mis dudas. Y más, ¿cómo soportaría yo tamaña bofetada?
¿Es la vida una broma de mal gusto? La aflicción es inmensa. Y más aún, tengo miedo de mí, de flaquear en la hora decisiva. Un miedo profundo y visceral de mis reacciones, del entorno, de las actitudes de mi hija.
Me angustio, el pánico me invade. Quisiera unirme a grupos que creen en la trascendencia del alma: budistas, hinduistas, Hari Chrisna, estudiosos del Corán o la Cabala, protestantes, evangélicos, católicos, espiritistas, Iglesia Universal… Pero una voz susurra en mis oídos; es Darwin que me advierte: “Insensata, ¿a dónde vas?”


Sonia Pressa Caggiani


















68 segundos


Habían nacido con 68 segundos de diferencia. Florencia pesó tres kilos doscientos cincuenta gramos, piel blanca al igual que la pelusa que cubría su cabeza. Un kilo ciento treinta gramos para Rita, como si no hubiera habido lugar para las dos en aquella bolsa. Era diminuta, con piel aceitunada y pelusa oscura.
Su destino estuvo marcado desde el principio. Florencia brillaba y Rita era su sombra. Donde fueran, las miradas, elogios y triunfos eran para ella; a Rita sólo le quedaban las migajas del consuelo y la lástima en aquella frase: “…..pero tú también sos......”, siempre comparadas, siempre perdedora.
Florencia era como todos aquellos para quienes la vida se desliza sin atropellos: segura y feliz. En Rita había comenzado a germinar desde su más temprana infancia un sentimiento incontrolable que se acrecentaba con cada hora transcurrida y que había desembocado en un plan que estaba dispuesta a ejecutar.
Comenzó cortando los dorados bucles para seguir con sus senos, que atravesó desde sus pezones con un afilado bisturí; lo había sustraído del consultorio de aquel médico que sólo tenía ojos para los túrgidos pechos que manoseaba mientras guardaba el instrumento en su bolsillo sin que nadie lo percibiera. Guardó ambos en cajas y los acomodó en el estante, para usarlos cuando fueran necesarios. De una cuchillada le arrancó los ojos y dejó un agujero donde antes estaba la boca. Siguió con sus orejas y nariz, y cuando su cabeza era un hueco del que caían colgajos de piel, guardó los objetos en una caja que acomodó junto a las otras.
Su sed no estaba saciada: necesitaba cada pedazo de carne. Siguió con los muslos, que cercenó con una enorme cuchilla, de una sola rebanada, sin poderse refrenar. Se los probó, admirando en el espejo el abultado trasero que rellenaba el pantalón. Y sonriente continuó arrancando, pedazo a pedazo, toda la carne de sus extremidades. De un palazo quebró sus costillas y separó la carne del espinazo; arrojaba los huesos desechados al tacho acomodado al lado de la estantería.
Arrancó las uñas de los dedos de las manos y los pies; quedaron esparcidas por la alfombra teñida de colorado.
Llenó una a una las cajas con los demás restos desparramados por el suelo. Las acomodó y etiquetó. Eso fue lo último. Tarea cumplida.
Su mirada se encendió y una sonrisa satisfecha se apoderó de su cara al ver cómo toda la sangre se había escurrido hasta formar un gran charco en la puerta de acceso.
Al colocar la llave en la cerradura vio, de soslayo, en un rincón, el corazón. Lo agarró y lentamente se dirigió de nuevo a la puerta. Después de cerrarla con llave, comenzó a atravesar el pasillo, siempre con paso muy lento, mientras saboreaba el jugoso manjar.



Adriana Riotorto

















































para mayor información. ¡Gracia