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12 de junio de 1929- Alemania |

COMPARTIENDO PRIMERO UNA
FELIZ INFANCIA en Holanda. Después, la más
amarga adolescencia en los campos de concentración donde Ana encontró la
muerte. Jana Pik tiene 71 años, vive en Jerusalén cerca del Museo del
Holocausto y recuerda, con más humor que patetismo, su inolvidable experiencia.
"Yo susurraba junto al
muro: ` ¿alguien conoce a Ana Frank?'"
Las primeras confidencias
sentimentales, las risas, los enfados por pequeñeces... Una amistad que se
consumió en la hoguera del Holocausto. Es duro remover esos rescoldos pero no
hay sitio, por remoto que sea, al que Jana Pik no vaya para contar la historia
de Ana Frank, su compañera de infancia. Jana, de 71 años, vive en el barrio de
Kiriat Moshé, al oeste de Jerusalén. Su apartamento queda cerca del Museo Yad
Vashem, donde se conserva una impresionante muestra fotográfica del Holocausto.
Allí se ven las montañas de cadáveres asomando de la fosa común, los obreros de
un taller donde se fabrica jabón con grasa humana. La historia de Ana Frank,
con el optimismo que envuelve, tiene la virtud de poner lo inconcebible a la
altura de nuestro entendimiento. Todavía más en un relato como el de Jana Pik,
exento de patetismo, humorístico si cabe.
Pregunta.-¿A qué jugaban Ana y usted?
Respuesta.-Ana era una
chica muy traviesa. Los domingos íbamos a la oficina de su padre y desde lo
alto de la ventana vertíamos agua sobre los transeúntes. Ella tenía un
repertorio inagotable de bromas. Hacía sonar los huesos como si se le
estuvieran descoyuntando y la gente gritaba de susto. Jugábamos a lo que juegan
todos los niños: a saltar la cuerda, al escondite. Coleccionábamos estampas de
artistas y de los hijos de los monarcas europeos.
P.- ¿Cómo se conocieron?
R.-Mi padre, Hans Gostak, había sido jefe del departamento de prensa en el
último gobierno civil antes de Hitler. Con el advenimiento del nazismo huimos a
Amsterdam. Resultó que la casa que elegimos estaba pegada a la casa de la
familia Frank. La suerte quiso que nos llevaran a la misma guardería infantil,
luego a la escuela Montesori y así siempre juntas hasta que los nazis truncaron
nuestra amistad.
P.- ¿Cómo se enteró de que la familia Frank se había escondido?
R.-Nadie se enteró de que se habían escondido, y menos de que lo habían
hecho en Amsterdam, bajo las narices de la Gestapo. Era el año 1942 y los nazis
ya dominaban toda Holanda. El caso es que un domingo golpeé la puerta de los
Frank y nadie salió a abrir hasta que apareció el portero y me dijo que los
señores habían huido a Suiza.
P.-Sería un golpe duro para usted que su amiga partiera de forma
intempestiva.
R.-Me dio pena. Por otra parte, pensé: mejor para ellos, así estarán a
salvo de los nazis. Pero algo no me cuadraba en esa huida. ¿Cómo habían podido
realizar tal proeza cuando los nazis dominaban todos los pasos fronterizos?
P.- ¿Es cierto que Ana Frank tenía pasta de escritora?
R.-Sí, poseía un talento muy especial. Antes de esconderse ella escribía
unos cuentos muy dramáticos. Casi siempre sobre niños maltratados por la vida:
niños enfermos o víctimas de los prejuicios de los adultos. Ana poseía un sexto
sentido para captar la injusticia.
P.- ¿Un sentido premonitorio?
R.-De alguna manera sí.
P.-¿Qué sabe de las partes que Otto Frank censuró del diario de Ana?
R.-Son párrafos de contenido sexual o que hacían alusión a su madre. Por
ejemplo, Ana se daba cuenta de que su padre no besaba a la señora Frank
"como un hombre besa a su esposa". Ella no tenía un concepto muy
elevado de su madre, por decirlo de una manera suave. A veces la compadecía
puesto que estaba convencida de que su padre había tenido un gran amor antes de
casarse. Un amor contrariado. Por tanto, la señora Frank sólo era una
"segunda opción".
P.-¿Qué opinión le merece que Otto Frank censurara a su hija?
R.-Oiga, tampoco es que fuera una censura draconiana. Un parrafillo aquí,
una corrección de sintaxis allá... Ha de saber usted que existen tres versiones
del diario de Ana Frank. El que comenzó a escribir de su puño y letra desde su
escondite. Una segunda versión que ella misma corrigió con miras a publicarla
algún día. En esta "edición corregida" Ana cambia los nombres de las personas
con las que compartía el escondite para no comprometerlas. Por último, está la
versión que todo el mundo conoce: la recopilación de las hojas que estaban
dispersas en el escondite. Hay que destacar que el señor Frank no quiso omitir
para siempre las páginas comprometedoras. Él hizo jurar a Cornelius Suijk, el
tutor de ese legado, que sólo después de su muerte saldrían a la luz las cinco
páginas censuradas.
P.-Al cabo de unos años Ana y usted se vuelven a encontrar en
circunstancias trágicas.
R.-En febrero de 1945 nos trasladaron a mi hermana y a mí a Berguen-Belsen
que por entonces era un campamento de tránsito y no de exterminio. El
cautiverio allí era tolerable. Las condiciones se degradaron con la llegada de
la fatídica "marcha de la muerte" procedente de Auschwitz. Aquellos
desafortunados venían descalzos, enfermos de tifus, medio muertos de hambre.
Los guardias construyeron una empalizada para separarnos de los muertos en
vida, para que no fuéramos testigos de su abyección. Me enteré de que en ese
grupo había judíos procedentes de Holanda.
P.-No me diga que saltó al otro lado de la empalizada...
R.-A los alemanes les bastaba con ver que alguien se acercaba al muro para
disparar y yo lo hice. Me ponía muy cerca y susurraba "¿alguien conoce a
Ana Frank?". Hasta que una noche la señora Van Pels, que había compartido
escondite con mi amiga, me reconoció y transmitió mi mensaje.
P.-¿En qué estado se hallaba Ana Frank?
R.-Hambrienta, débil, y lo peor, sin esperanzas. Ana estaba convencida de
que se había quedado sola en el mundo. Nunca supo que los norteamericanos
liberaron Auschwitz y que uno de los supervivientes fue Otto Frank. Me acuerdo
de un episodio desgarrador. Un día me propuse recolectar un poco de comida para
Ana y le lancé el paquete por encima de la empalizada. Al rato oí que
sollozaba: una mujer igual de hambrienta que ella le había arrebatado el
paquete. Al día siguiente conseguí darle algo de comer. Fue todo cuanto pude
hacer por ella poco antes de que los nazis la asesinaran.
Por Ramy Wurgatf