sábado, 24 de mayo de 2014

... “para los condenados que deambulan por las fosas comunes pero han recuperado la pasión y la dignidad de los seres humanos, para ellos, es la literatura” - Jorge Majfud




















El primer hombre

"Realidad es la locura que permanece
y locura es esta realidad 
que ya se desvanece"


El doctor More había vuelto una noche de una casa de curación clandestina, en Gitanera, con una historia que nunca reveló en vida. Según él, no había ido allí en busca de mujeres sino de un camellero de nombre Ibrahim que lo engañaba vendiéndole falsas traducciones del árabe. Una de estas historias —«El primer hombre»— que el doctor retocó en su sintaxis, procedía de una columna de las cisternas de Garama. Como había explicado en otros folios, estas columnas estaban escritas en griego y en latín, en forma de apretada espiral que cubría todo el fuste como una cinta, de arriba a abajo.
Según esta historia, hubo una época en que los hombres y las mujeres poblaban el mundo sin saber por qué nacían y morían, como el resto de las cosas. En realidad, solían ver animales muertos, árboles incendiados por rayos fulminantes, hermanos abatidos, padres y madres agonizantes. Pero los ejemplos no eran lo suficientemente abrumadores como para temer el propio fin de cada uno. Lloraban por sus muertos, pero no los asustaba desaparecer.
Ocurrió un día que uno de ellos tuvo una idea extraordinaria, a todas luces inconcebible: él mismo, quien había visto morir a un hermano, también se iba a morir. Durante muchos días estuvo triste, sentado sobre una piedra al borde del río. Había comenzado a contemplar su imagen en el espejo del río (cuando todavía había ríos) y se había perdido más tarde en la contemplación de los árboles, del cielo que lo cubría, del sol poniéndose detrás del perfil de las montañas y las estrellas. Con la salida del nuevo sol no mejoró su situación.
Seguía triste, profundamente triste y no sabía por qué. Era sencillo; estaba triste porque había descubierto que la muerte lo esperaba en el cruce de algún camino. Pero para alguien que había vivido treinta años sin saberlo era un descubrimiento todavía oscuro. Casi no tenía palabras para explicar esta idea. Es decir, que aún más tiempo tardó en entender que todo camino conducía al mismo punto. Se dijo que este lugar era siempre triste, porque aunque era el punto común de todos los caminos allí siempre iba a llegar solo. Entonces comprendió por qué la gente lloraba cuando alguien querido partía hacia las estrellas, tan lejos que no podían volver a verlo nunca más.
Después de varios días de vagar por la soledad del desierto (cuando el desierto aún no era mortal para un hombre solo), concibió una nueva e inevitable idea: si le contaba a los demás por qué se encontraba en ese estado de pena, seguramente dejaría de sufrir. O su sufrimiento no sería tan pesado. Había descubierto que un hombre no puede sostener él sólo una revelación tan pesada, que debe compartirla con los demás, ya que ellos también compartían su mismo destino. Descubrió que, por esta razón, los demás son, de alguna forma, uno mismo.
Entonces se sonrió, por primera vez desde aquel terrible día, y subió hasta la aldea. Una columna de humo le indicó el camino. Debajo de esa columna, supo que otros hombres y otras mujeres (esas otras formas de sí mismo) asaban un cerdo salvaje. “Un cerdo muerto”, pensó, por un momento con miedo.
En el camino se encontró con un joven que jugaba con una pluma de ganso y sintió que no podía esperar a llegar a la aldea para contar lo que le había ocurrido.
Al principio el joven de la pluma no comprendió, ya que siempre había pensado que algo ocurre cuando acontece afuera, como un ave que es derribada con una lanza o como una tormenta que arroja fuego sobre la montaña. Pero ¿cómo podía ocurrir algo adentro de una persona que no sea sólo el latido del corazón?
El hombre comprendió que el joven no había comprendido y se apresuró a llegar a la aldea.
Al día siguiente, el joven de la pluma, que había pasado la noche en la pradera, llegó a la aldea y supo que el hombre que le había contado la historia más extraña e inolvidable de su vida había sido asesinado. Mejor dicho, había sido sacrificado a los nuevos dioses de la montaña. Supo también que lo habían matado por algo que sabía, por algo que había descubierto por sí solo en el río, o quién sabe cuándo, según le dijeron. Entonces el joven sintió tanto miedo que huyó desesperado, consciente ahora de que poseía algo que los hombres querían o despreciaban. Y mientras huía, también supo que ese algo no era una piedra, ni era un fantasma ni era un demonio sino algo que había aprendido, algo que había descubierto y que llevaba consigo en alguna parte.
Trató de recordar qué era aquello que tanto aterraba a la aldea y recordó lo que le había ocurrido al primer hombre. Recordó que el hombre sabía que iba a morir, tal como ocurrió el día después. El hombre lo había predicho, por lo tanto era verdad.
Sin embargo, algo aún más terrible o maravilloso había ocurrido: el joven de la pluma también sabía que el primer hombre iba a morir, sin dudas, mucho antes de que la gente de la aldea se lo dijera. No tenía por qué dudarlo, porque por entonces no existía la mentira.
Entonces ya no pudo deshacerse de esa idea y la idea comenzó a propagarse como una epidemia: no sólo sabía que él se iba a morir, sino también todos los demás, de una forma o de otra, más tarde o más temprano. Lo nuevo, lo terrible no había sido tanto la muerte como la conciencia de llevarla adentro desde aquel día.
El joven siguió huyendo y, cada vez que se encontraba con alguien en el camino que le preguntaba por qué huía, contaba esta historia, porque aún no había aprendido a mentir. De forma que la idea de que todos moriremos algún día prendió tan fuerte en cada uno y contagió tan fácilmente a los demás, que pronto no hubo sobre la tierra ya nadie que no lo supiera.
Durante siglos los hombres buscaron un consuelo a su más profunda angustia, pero todas las respuestas parecieron pequeñas ante la muerte. Hasta que alguien, no se sabe quién, descubrió la verdad. Y como vieron que a todos servía como respuesta a los temores del primer hombre, la defendieron con su sangre y con la sangre de los demás, primero, y con la mentira después.

Jorge Majfud, Uruguay © 2008

Jmajfud@hotmail.com 
www.majfud.50megs.com





Jorge Majfud

Escritor uruguayo (1969). 
Graduado arquitecto de la Universidad de la República del Uruguay, fue profesor de diseño y matemática sen distintas instituciones de su país y en el exterior. 
En el 2003 abandonó sus profesiones anteriores para dedicarse exclusivamente a la escritura y a la investigación. En la actualidad enseña Literatura Latinoamericana en The University of Georgia, Estados Unidos. 
Ha publicado Hacia qué patrias del silencio (novela, 1996), Crítica de la pasión pura (ensayos 1998), La reina de América (novela. 2001), La narración de lo invisible(ensayos, 2006), Perdona nuestros pecados(cuentos, 2007). 
Es colaborador de La República, El País, La Vanguardia, Monthly Review, Political Affaires, Rebelion, Resource Center of The Americas, Revista Iberoamericana, Tiempos del Mundo, Jornada, Milenio, Página/12, Le Monde Diplomatique, etc. Es miembro del Comité Científico de la revista Araucaria de España. Ha colaborado en la redacción de diferentes enciclopedias, libros colectivos de investigación y antologías de ficción, como el más reciente Las palabras pueden (2007), editado por UNICEF. 
Sus relatos y ensayos han sido traducidas al inglés, francés, portugués, griego e italiano. Ha sido expositor invitado en varios países. 
En 2001 fue finalista del Premio Casa de las Américas, Cuba, por la novela La reina de América, “porque destaca una escritura rabiosa respecto a los poderes constituidos mediante el uso de la parodia y la ironía”, según el jurado, integrado por Belén Copegui (España), Andrés Rivera (Argentina), Mayra Santos Febres (Puerto Rico), Beatriz Maggi (Cuba) y José Luis Díaz Granados (Colombia). La traducción al italiano será publicada por Non Solo Parole(2008). Ha obtenido otras distinciones como el Premio Excellence in Research Award in Humanities & Letters, UGA, Estados Unidos, 2006. Editorial Baile del Sol publicará próximamente su última novela La ciudad de la Luna (2008).

De: Proyecto Sherezade.com




“Mi responsabilidad social es actuar de manera ética, usar honestamente de los derechos y deberes disponibles para rechazar la injusticia y apoyar a los débiles en todo sentido, y mi responsabilidad como escritora es escribir bien”- Teresa Porzecanski




Mutantes


Hay quienes sospechan que se trata de espectros, figuras irreales que transitan por las ferias y los mercados en busca de alimentos y utensilios caseros, para luego meterse en un cuerpo ajeno y misterioso que contesta la correspondencia de la oficina y atiende el teléfono
Uno las reconoce enseguida por su aire cansino, sus gestos automáticos, y su mirada abstraída. Deambulan entre las góndolas del supermercado, entre las ocho y las diez de la mañana. Empujan su carro lentamente, como si pesara una enormidad, y en él van colocando las lechugas, los varios quilos de tomates, las manzanas, los atados de zanahorias y las remolachas.

Después, con la misma mirada absorta, de párpados semicerrados, esperan, disciplinadas, su turno en la carnicería. El dependiente les pregunta qué van a llevar y no responden -como si aún no hubieran salido de algún tipo de trance- y entonces él les pregunta por segunda vez, y es cuando ellas se sorprenden y regresan al mundo, y dicen cosas tales como "perdone, dos kilos de bifes, por favor".
Algunas llevan pequeños niños de dos o tres años en el estante superior del carro, niños que indican insistentemente con la mano objetos que desearían comer o tener. Y ellas pacientemente les explican que aquello no es necesario o que esto no es adecuado, y continúan su camino repetido entre los detergentes, los cepillos, los frascos de mermelada, las golosinas, con sus pálidas caras, el pelo que no han tenido tiempo de arreglar, las manos enrojecidas por el agua fría, y sus niños.

Se trata de las amas de casa, las que por la mañana no hacen de secretarias ni de oficinistas, ni de enfermeras o maestras, tampoco de telefonistas o profesoras (es por la tarde cuando se transforman en "eso"), y por lo tanto, quedan siendo solo ellas, amas de casa. Algunos dicen que sus mentes están puestas en cosas prosaicas, tales como el almuerzo de cada día o la merienda, en meros detalles tales como los precios rebajados, las sábanas que esperan el secado, el baño del niño, o el vencimiento de la factura de electricidad. Se las acusa de dedicar sus mentes a cosas nimias, tales como coser un botón en la chaqueta del marido, o levantar una cuchara que se ha caído.

En el supermercado, los vigilantes pierden rápidamente interés en ellas, aburridos porque no violan jamás ninguna norma. Y para los dependientes, ellas son apenas voces automáticas que repiten una y otra vez los mismos pedidos en las mismas cantidades. Las cajeras las ven llegar, con su andar cansino, y sus varios kilos de arroz, de frutas y verduras, y saben de antemano que se trata de ellas, de las amas de casa, que se apuran con sus víveres antes que la mañana se les escape al mediodía y la tarde las transforme nuevamente, y, disfrazándolas de secretarias, enfermeras o maestras, las vuelva otras.

Porque es sólo en ese lapso, entre las ocho y las diez exactamente, que las amas de casa se revelan como lo que son: mutantes que por la mañana se hacen cargo minuto a minuto de los detalles más precisos de otras vidas, para después convertirse en seres burocráticos que trabajan de catorce a veinte y esperan pacientemente el autobús que las retornará puntualmente a su casa para recomenzar al día siguiente el mismo ciclo.

Hay quienes sospechan que se trata de espectros, figuras irreales que transitan por las ferias y los mercados en busca de alimentos y utensilios caseros, para luego meterse en un cuerpo ajeno y misterioso que contesta la correspondencia de la oficina y atiende el teléfono. Esos son los que dicen que las amas de casa en realidad no existen y que lo que se aprecia haciendo compras en los supermercados son fantasmas escapados de la imaginación de un creador aburrido. Pero otros aseguran que existen, que son de carne y hueso como usted o como yo, y que afloran solamente entre las ocho y las diez de la mañana, con su andar cansino, su mirada abstraída, y sus niños, a sostener el mundo.






Teresa Porzecanski (Uruguay, 1945) es escritora,  Licenciada en Trabajo Social, Licenciada en Ciencias Antropológicas, Doctora en Trabajo Social, Posgrado en Hermenéutica. Se ha desempeñado como docente de grado y posgrado en Antropología Cultural en la Universidad de la República, la Universidad Católica D. A. Larrañaga,  el Instituto Universitario CLAEH,  y en diversas universidades extranjeras.