Ayer les presentábamos a Adriana, coautora de “Señas de amor”, una obra
no ficcional a través de la cual apenas podemos aproximarnos al mundo interior
adolorido pero luminoso de la madre de una hija sorda.
Hoy queremos compartir con ustedes la historia de un hombre poco
conocido quizás, a pesar de haberle sido concedido el Premio Nobel de
Literatura en 1994; un escritor que también ha producido obras no ficcionales,
impelido por la emoción sacudidora de un hijo nacido con una grave afección.
La siguiente entrevista será la mejor portadora de Kenzaburo Oé:
Entrevista al Nobel
japonés Kenzaburo Oé
“Me di cuenta de que
no podría escribir nunca más sin referirme a mi hijo, y lo convertí en el
centro de mi obra”.
Por: Xavi Ayé
Cuando, en 1963, nació su hijo discapacitado, Kenzaburo Oé
se fue a Hiroshima a empaparse de dolor humano. Todavía hoy, sus ojos miran muy
lejos cuando piensa en aquello. “Hikari
sufrió una operación a vida o muerte –nos cuenta ahora, ante una taza de té
humeante, en el sofá de su casa de Tokio-, pues había que extirparle un bulto
de color rojo brillante, tan grande como una segunda cabeza, adherido a la
parte posterior de su cráneo”.
El resultado de la intervención fue una discapacidad mental
irreversible. La reacción de Oé fue entonces viajar a Hiroshima para explorar
el sufrimiento. Un irrefrenable impulso interno le empujó a conocer los efectos
de la bomba atómica de 1945, y a entrevistar a los supervivientes del infierno.
De ahí surgieron sus “Notas sobre
Hiroshima”. “Fue el viaje más extenuante y depresivo de mi vida. Pero, al
cabo de una semana de estar allí,
encontré la llave para salir del profundo pozo neurótico y decadente en el que
había caído: la profunda humanidad de sus gentes. Quedé impresionado por su
coraje, su manera de vivir y de pensar. Aunque parezca raro, fui yo el que salí
de allí animado por ellos, y no al revés. Vinculé mi dolor personal al de
aquellos hombres y mujeres, decidí resistir y luchar como ellos. Me sentí
impelido a examinar mi completa condición humana, reexaminé mis ideas y asumí
un sentido moral de la existencia. Desde aquel día, miro el mundo con los ojos
de las gentes de Hiroshima. Tras esa visita inicial, he regresado en múltiples
ocasiones. A menudo he sido golpeado por las noticias de que alguno de mis
nuevos amigos había muerto, a consecuencia de las secuelas de la explosión.
Muchos de ellos no querían publicidad, ni que se les recordara continuamente su
condición de víctimas, necesitaban poder construir una nueva vida sin la
presencia constante de aquel horror. Pero Hiroshima, para mí, no se acabó con
aquel libro, es una presencia que me acompaña constantemente, y que hay que ser
a la vez ciego y mudo para silenciar. He asistido a muchos funerales, entre
ellos el de la viuda del poeta Sankichi
Toge, quien escribió versos excelentes sobre la miseria de la bomba atómica
y sobre la dignidad de la gente que decidió resistir a los contratiempos. Su
viuda se suicidó tras el shock que le produjeron los actos vandálicos contra un
monumento con la inscripción de un poema de su marido. Toge escribió:
‘Devuélvanme a mi
padre, devuélvanme a mi madre /
Devuélvanme a mi
abuelo y a mi abuela; /
Devuélvanme a mis
hijos y a mis hijas. /
Devuélvanme a mí
mismo. /
Devuélvanme a la raza
humana. /
Mientras esta vida
dure, esta vida,
Devuélvanme la paz /
Que nunca se acabe’”.
“Mientras permanezca
el recuerdo de la tragedia de personas como estas, ¿cómo podría Hiroshima
desparecer de nuestros corazones?”.

Estamos sentados en el comedor de la casa del premio Nobel
de literatura de 1994, Kenzaburo Oé. Megalópolis de Tokio, barrio residencial
de Setagaya. La tranquilidad zen de esta sala tiene poco que ver con lo que
vimos por la ventanilla del taxi que nos trajo aquí: enormes rascacielos grises
muy pegados a veloces autopistas de tres y cuatro pisos. Hombres con traje y
corbata -todos con el mismo traje- que andaban muy rápidamente hacia el
trabajo. Luces de pequeños comercios abiertos 24 horas que venden a la vez
carne, reproductores MP3 y ropa interior. El taxista se hizo un lío con la
dirección de Oé, porque en Tokio las calles no tienen números. Para orientarse,
la gente se guía por los dibujitos de los planos que aparecen en las tarjetas
de visita, que indican los establecimientos al lado de la vivienda que se busca
(‘floristería’, ‘hotel’…). Pero en Setagaya sólo hay casitas, y el plano no
ayudaba mucho. Al final, el conductor nos dejó en una esquina: “Debe de ser por
aquí”, y desapareció con una sonrisa. Deambulamos un rato por calles sin nombre
y jardines con árboles muy bien podados, pero ensombrecidos por una tupida y
caótica red de tendido eléctrico que afea toda la zona. Y, al doblar una
esquina, divisamos al fondo a un hombre que agitaba sus brazos como aspas.
“¡Aquí, aquí!”. Era Kenzaburo Oé.
Tras dejar los zapatos en la entrada de su casa, franqueamos
la puerta del comedor, y alguien nos gritó, en español: “¡¿Cóooo-mo es-tán, amigos?!”. Era Hikari, el hijo de Kenzaburo Oé, ese
personaje llamado Eeyore en las novelas de su padre. “Ha aprendido unas cuantas
frases en un programa nocturno de idiomas que dan por la televisión japonesa”,
nos reveló Oé, quien ahora, mientras su mujer nos sirve café, bocadillos y
tarta de queso, recuerda que, aquel año de 1963, al volver de Hiroshima, “me di cuenta de que no podría escribir
nunca más sin referirme a mi hijo, y lo convertí en el centro de mi obra”.
De hecho, “¡Despertad, oh jóvenes de la
nueva era!”, recién publicado por Seix Barral, es la historia de la difícil
relación entre padre e hijo, que incluye agresiones y momentos de gran fatiga
junto con escenas luminosas donde el amor paternofilial brilla con gran
potencia.

Oé nos responde mientras Hikari, en la mesa de al lado,
escucha música. Nuestra presencia es una interrupción de su muy regulada
cotidianeidad: “Me levanto a las siete
de la mañana, nunca desayuno. Durante cuatro o cinco horas trabajo. Luego,
después de comer, vuelvo a trabajar de una a cinco. Y después me voy a la
piscina a nadar. Cuando vuelvo, ceno con mi mujer y mi hijo y me acuesto.
Escribo siempre aquí, en el comedor, mientras Hikari ve la tele o escucha
discos. No me importuna. Mi mundo no se deja perturbar por otros paralelos”.
El jardín está repleto de comederos y casitas para pájaros,
que vienen todos los días a saciar su apetito. El premio Nobel se queda mirando
uno con el plumaje en blanco y negro: “Es
un shiju-kara… Sentimos mucho afecto hacia los pájaros, los cuidamos como si
fueran de la familia, porque fue gracias a ellos que mi hijo habló. Creíamos
que tal vez jamás hablaría, pero yo le ponía discos con los cantos de las
diferentes especies de aves y una voz humana que las nombraba, para que
aprendiera a identificarlas… y al final, un día, al oír el gorjeo de uno en el
jardín, lo llamó por su nombre. Durante un tiempo, sólo respondía a los
pájaros, no a las personas”.
“¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era!” es el primer libro
de no ficción de Oé que se publica en España. “Es lo más importante que he escrito y refleja el proceso, primero, de
aceptación de mi hijo y, después, de cómo llegamos a ser felices juntos. Todos
los hechos son reales, pero se narran de manera novelística, con estilo
literario”. Además de Hikari, el otro eje de la obra son los versos del
poeta romántico inglés William Blake: “Dibujo dos mundos, el de los poemas de
Blake y el de mi familia, que se van solapando, y a través de un juego de
espejos llegan a unirse formando una sola realidad, porque no es tan fácil
decir dónde está la frontera entre lo que vivimos y lo que leemos”.
De hecho, tenemos la sensación, sentados en el sofá del
comedor que hemos visto descrito tantas veces en “Despertad…”, de haber entrado
en el libro y estar entrevistando a sus personajes. En la minicadena, suena una melodía compuesta por Hikari, que, aunque
actúa como un niño la mayor parte del tiempo, se expresa profundamente a través
de la música. Tanto que se ha
convertido en un compositor de éxito. “Algunos discos suyos se han vendido más
que ciertos libros míos –comenta, complacido, el escritor-. Esta es una pieza
que compuso para mí en mi 70 cumpleaños, en enero del 2005. Es un tema para
animar al padre, para que siga escribiendo y feliz a pesar de sus 70 años. Los
dos hemos estado siempre dándonos ánimos mutuamente, uno con la música, otro
con la escritura. De hecho, conozco su profundidad interior gracias a su
música”.

Oé coge un libro de su biblioteca
y nos recita, en inglés, una parte del poema “Milton” de Blake: “‘¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era! ¡Oponed
vuestras frentes a los ignorantes mercenarios! Pues tenemos mercenarios en el
campamento, en la corte y en la universidad: los cuales, si pudieran,
rebajarían lo mental para siempre y prolongarían la guerra corpórea’. Ese es el
mensaje que me gustaría transmitir a la juventud. Estoy en contra del concepto
de ejército, un grupo de personas que no se mueven según su conciencia sino
siguiendo las órdenes de otras personas. Desgraciadamente, en la sociedad
japonesa actual, ya no solamente en el ejército, sino también en el trabajo,
hay muy pocos que tengan conciencia propia, que sean independientes a nivel
mental. Defiendo la existencia del individuo como ente pensante autónomo, que
no tiene por qué coincidir con las ideas de la gente que le rodea. Esto aparece
en el poema de Blake, y sirve para los jóvenes de España y también para los
jóvenes estadounidenses que se enrolan en el ejército sin pensar”.
Un contratiempo interrumpe
nuestra conversación. Oé recibe una llamada que le informa de que su
conferencia del día siguiente en defensa de los valores pacifistas de la
Constitución japonesa no va a poder celebrarse en el hotel previsto. “Tendrán
que acompañarme… Al tener noticia del contenido de mi charla, la dirección del
hotel ha rechazado acogernos. Pero el gerente me convoca a una reunión para
ayudarme a encontrar urgentemente otro emplazamiento”. Así que hay que partir
hacia allá y, para aprovechar gráficamente el desplazamiento, le pedimos a Oé
que lo haga en metro.
-¿En metro? Es algo excepcional,
hace diez años que no lo utilizo, pero si ese es su deseo…
Si en la casa de Oé nos sentíamos
inmersos en “¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era”, en el metro hemos saltado
a uno de los escenarios de “Salto
mortal”, la obra inspirada en el atentado terrorista con gas sarín que, en
1995, aterrorizó a esta ciudad. ¿Se ha superado ya aquel miedo? “La gente ya no
piensa en eso -responde Oé, mientras contempla curioso a una mujer cuyo kimono
barre el andén-, ahora lo que más preocupa es un inminente gran terremoto que, al parecer, se
va a producir en Tokio. Los expertos calculan que hay un 70% de posibilidades
de que, en los próximos treinta años, advenga esa catástrofe, que causaría unos
13.000 muertos”.
Llega el tren, uno de cuyos
vagones, de color rosa, es “sólo para mujeres”, ya que, en las aglomeraciones
de las horas punta, los toqueteos que algunas sufrían se habían convertido en
un problema. La curiosa solución fue habilitar un espacio exclusivo para ellas.
Nos sentamos, pues, en un vagón “masculino”, con decenas de hombres vestidos de
nuevo con el mismo traje oscuro. Algunos beben complejos vitamínicos y otros
muchos duermen. Los trabajadores japoneses sólo tienen una semana al año de
vacaciones, y su jornada laboral es muy larga. Todo ello, sin contar que los
desplazamientos al lugar de trabajo oscilan entre una y tres horas.
“Un atentado terrorista que recuerdo muchísimo –continúa Oé- es el 11-M
de Madrid porque, muy pocos días después, aterricé en España para presentar un
libro. Yo tenía una imagen de los españoles como personas muy alegres,
fiesteras, con un corazón apasionado, muchas risas… En fin, un país lleno de
sol, luz y bullicio. Y, de repente, me encontré con una gran concentración de
gente que desfilaba en silencio, triste, con unas expresiones oscuras que me
recordaban al Quijote de los últimos
capítulos, donde ya está decaído y desencantado. Vi también el poder del pueblo
para manejar un país de manera democrática y votar una alternativa de
izquierdas. Eso es envidiable, porque en Japón los partidos de izquierda están
muy debilitados, cuentan con muy poquitos escaños, y encima con tendencia a la
baja…”
El terrorismo, la guerra, las
relaciones personales destructivas… La violencia está siempre presente en las
novelas de Oé. “Espero que no sea
posible malinterpretar eso –responde-. No canto a la violencia, la reflejo con
mis artificios de escritor de la manera más realista, gráfica y visual, de un
modo objetivo, como si se tratara de un documental, para que luego el lector se
pregunte a qué puede conducirnos eso”. ¿Y la sexualidad? “En mi país, está muy
reprimida, no se expresa de manera libre, hay un gran pudor. Yo hablo de una
sexualidad feliz, donde el joven se libera para expresarse al cien por cien a
través de ella. Ese tema está más presente en mis primeros libros, porque
ahora, de mayor, el sexo no es lo que me quita el sueño, ¿verdad?”.
Finalmente, llegamos al hotel que
ha vetado al premio Nobel. Se trata, curiosamente, del Century Hyatt, el lujoso
establecimiento donde se rodó “Lost in translation”, el célebre filme de Sofia
Coppola. En la negociación con la gerencia del hotel –a la que no podemos
asistir-, ésta se deshace en excusas. Según
nos cuenta Oé después, “se sentían culpables. Es inconcebible que me cambien
las condiciones con tan poca antelación. Lugares así, conservadores, incluso en
una gran ciudad como Tokio, me rechazan. La razón que me han dado es que en
este hotel no se permite llevar a cabo mítines políticos. Pero estoy contento
porque se han esforzado por encontrarme un lugar alternativo, que, en realidad,
es incluso mejor… y diez veces menos caro”. Nos sorprende la extrema
cortesía y las efusivas sonrisas con que se ha solucionado el conflicto, pero
nuestro intérprete del japonés, Jordi Tordera, nos confirma que es ese el
procedimiento habitual. Tordera es un valenciano tan integrado en la cultura
local que casi parece hablar otro idioma cuando traslada al español toda la
dulzura oriental.
Frente al enorme edificio del
Gobierno, cercano al hotel, Oé vuelve a hablarnos de su relación con el dolor. “Desde niño tengo interés en cómo nuestro
limitado cuerpo encaja el sufrimiento. De pequeño, yo iba a pescar. Y me fijaba
en el pez con el anzuelo clavado, que se movía mucho. Sufre horrores, pero en
silencio: no grita. El niño que yo era pensaba: ¡cuánto dolor inexpresado! Ese
fue el primer estímulo que me llevó a ser escritor, porque pensé que los niños
tampoco podíamos hacernos entender bien. Me hice escritor para reflejar el
dolor de un pez. Y hoy me siento, sobre todo, un profesional de la expresión
del dolor humano, al que persigo mostrar con la mayor precisión posible”.
Mientras nos dirigimos al concurrido
templo budista de Asakusa, el escritor cae en la cuenta de que hoy es el día de
la cultura, en que el emperador otorga un premio a una trayectoria cultural
ejemplar. “Es un premio muy codiciado,
porque te da derecho a una pensión. Yo lo rechacé. Cuando era pequeño, viví
cómo se consideraba al emperador una deidad, en el marco de un nacionalismo muy
fuerte. Y eso me da miedo, es lo opuesto a la democracia. Para mí, rechazar ese
premio era rechazar la potestad del emperador para reconocer mi obra y darme un
galardón. ¿Quién es él para decir que soy un buen escritor? A pesar de que
renuncié a mi paga, grupos de ultraderecha y de derecha se manifestaron frente
a mi casa: ‘¡Usted no es japonés!’, gritaban, ‘¿Para que tiene esas orejas tan
grandes si no sabe escuchar!’… Salió mi mujer indignada y, con una voz más
fuerte que los megáfonos, les gritó: ‘¡Pichacortas!’. A mi hijo le impactó
tanto esa expresión que la memorizó y durante algún tiempo la estuvo
repitiendo, incluso en las situaciones más inoportunas”.
Asakusa, un bullicioso ir y venir
de turistas y fieles, es “un lugar muy
importante para la fe. Yo no soy una persona religiosa, ni siquiera creyente.
Pero, de pequeño, escuchaba las historias animistas de mi madre y mi abuelo,
que rezaban a las fuerzas de la naturaleza. También he leído el Corán, la
Biblia, la ‘Divina Comedia’, a Blake…”. Oé apuesta por la religiosidad privada
que simboliza este lugar, frente al ultranacionalismo del templo sintoísta de
Yasukuni, “un lugar que visita de vez en cuando nuestro primer ministro,
Koizumi, a pesar de que en él están enterrados varios criminales de guerra.
Todo hace temer que este hombre se va a aprovechar de su enorme popularidad
para transformar el fervor hacia él en un peligroso nacionalismo”.
Al salir del templo, Oé nos lleva
a una taberna tradicional “a beber un poquito”. Aunque se nos clavan las
miradas de las mesas vecinas, él las elude sentándose de espaldas a ellas, en
una mesa del rincón. “Me gusta la
cerveza tibia -sonríe-, combinada con los chupitos, echo un chupito en la
cerveza y me la bebo. Antes iba mucho a los bares, con gente de las
editoriales, pero siempre acababa peleándome porque me decían que mi forma de
escribir no era buena, y yo me enfadaba. Los escritores mayores me pinchaban
con eso…”.
La botella de sake se va acabando
al tiempo que la luz diurna abandona las calles de Tokio. Al salir de la
taberna, Oé decide, insólitamente, volver a su casa en metro. ¿Pero no nos dijo
que nunca lo toma? “Cuando era joven e
iba en transporte público, aprovechaba el trayecto para escribir un diario. Hoy
me apetece recordar esos días. Tomaré el metro y escribiré todo lo que me ha
pasado durante el día con ustedes”. Mientras la escalerilla mecánica lo hace
desaparecer en el subsuelo, mueve su brazo derecho y nos grita: “¡Adiós,
amigos!”.
Entre las obras ficcionales (pero siempre teñidas de autobiografismo) escritas por Kenzaburo, recomendamos ésta, de fácil acceso en la Web.
También encontrarán material de crítica literaria con respecto a ella.
Por supuesto, hallarán otros títulos, todos muy recomendables (la idea es leer, ¿no?), aunque nunca seremos los/as mismos/as después de ello.