lunes, 27 de enero de 2014

El precio de la vida de Ana Frank: el precio siempre miserable de la ambición













































Por todas las Anas asesinadas, ayer, hoy y mañana,
 por las cuatro monedas
con que todas/os nos dejamos tentar,
como bien reconociste tú, pequeña mujer admirable.



Producción de Talleres (3)

Liberación


-Métete aquí, no me cuestiones -dijo su madre, mientras la empujaba hacia una especie de casillero.
-Toma este trozo de pan, no lo comas todo de una vez, debe durarte varios días, y no salgas hasta que yo vuelva ¿entendido?
La besó dulcemente en la frente empapándola con unas gotas de sudor y cerró la metálica puerta.

Hacía días que el ambiente estaba raro allí: los soldados, nerviosos; mascullaban entre ellos y el temor se notaba en sus ojos aunque intentaran disimularlo.

Las enormes chimeneas que escupían humo negro y maloliente se habían apagado; por las ranuras de su escondite ya no ingresaba aquel aire viciado pero se podía ver cómo quemaban papeles y cabellos por cualquier parte en tanto que filas interminables de prisioneros eran arriadas por un soldado vociferando en alemán o en polaco -no lo sabía con certeza, como tampoco si atravesaban las puertas del campo. Estaban esqueléticos, se tambaleaban,  pero intentaban recuperar el equilibrio enseguida; sabían que una bala pondría fin a su tortura si se caían o si osaban mirar hacia algún lado.

Recordó el primer día en el campo. Habían viajado en un tren abarrotado de gente, sin agua, ni comida, el aire enrarecido por los cadáveres que no resistían el largo y penoso trayecto. Ella, su madre y sus hermanos iban abrazados para darse ánimos; el padre, al lado de la puerta, tratando de respirar y de adivinar el rumbo de la caravana. Recién había cumplido los diecisiete...

-Hija, no nos separarán. Tienes que tener fe en eso- la consolaba la madre apretándole con fuerza su mano.

-Sí, madre- y algo cansada se le recostó en el pecho para sentirle los latidos.

El tren se detuvo con un sofocante bramido. Instintivamente, la madre miró al marido; con expresión de terror él murmuró “Auschwitz”. La mujer también se asustó y apretó con más fuerza la mano de su hija hasta producirle dolor.
En Hungría habían escuchado historias terribles sobre ese lugar: las cámaras de gas, los hornos crematorios...; eran moneda corriente esos relatos en la localidad donde vivían pero nunca pensaron que sus propios conciudadanos los entregaran, sin piedad, a los nazis.

-Hija, préndete de mi mano y no te separes de mí, pase lo que pase-. La joven la miró, y tragó saliva.

La puerta se abrió de pronto y una bocanada de aire fresco ingresó en el lugar. Una avalancha de gente confundida y asustada corrió por la improvisada rampa de madera, azuzados por los golpes de los soldados y ladridos de perros que parecían querer comérselos.
Ella y su madre fueron casi las últimas en bajar, pero ya habían perdido de vista a su padre y hermanos.

Un gruñido cercano, casi allí adentro, la sobresalta. “Este es mi fin”, piensa, y un líquido caliente se desliza por su pierna. Uno o varios perros arañaban la precaria construcción; cuando el obediente soldado tanteó para abrir, la voz de un camarada que lo increpa y lo obliga a seguirlo. El tiempo parece estancarse pero amanece.

Nadie en las proximidades. Había prometido esperar a su madre. “¿Y si no vuelve? No, no puedo pensar así. Mi madre siempre tiene estrategias; ya se salvó de las cámaras; quizá la eligieron de nuevo para seleccionar la ropa de los pobres engañados”.

-Tú no debes llorar- le había dicho su madre-. No podemos dar a los asesinos la dicha de vernos vencidas- le repetía, cada vez que la joven se sentía derrotada. Pero nunca quiso contarle que, separando los andrajos de las prendas todavía útiles, había reconocido las de su marido y sus hijos. En ciertas circunstancias, la frontera entre el temor y la esperanza es irreconocible.

Dos días transcurrieron; impregnados en un silencio sobrecogedor parecieron semanas.
Su pan estaba a medio comer; cuando se acabara,  ¿moriría de hambre?
Con cierta timidez abrió la pequeña puerta. El leve chirrido la animó a asomarse: ni un alma. Se escondió enseguida detrás de una carreta y aguardó... Nada... Pero cuando escudriñó la carga, ahogó un grito: incontables cuerpos desnudos, apilados, de ojos abiertos, mirando al cielo algunos, y otros, a ella, como juzgándola. Corrió lo más rápido que pudo, y casi cayó en una gran fosa, no se quiso asomar: tenía miedo, mucho miedo. A su alrededor, inmensas fogatas de papel consumido, aunque algunos trozos aún volaban al capricho del viento.

Una mano se posó en su hombro. La joven emitió un grito casi gutural y se dio vuelta desesperada.
-Tranquila, no te haré daño- exclamó un hombre con acento ruso-. ¿Cómo te llamas?
-Ga-Gadit- respondió asustada.
-¿Quieres un poco de agua?- y sacó de entre sus cosas una cantimplora.
-¿Qué es este lugar?-preguntó el recién llegado.
-Se llama Auschwitz, un campo de concentración y exterminio, le informó, bebiendo el agua de a sorbitos.
-¿Quieres que te lleve con los tuyos?
 -¿Hay más como yo?- balbuceó, con una sonrisa que mejoró su rostro demacrado.

Caminaron largo rato. Gadit le contó algunos episodios de su estadía, la certeza de que su padre y hermanos habían muerto.
Se encontró con otros prisioneros. Intentó hallar a su madre, pero todas las caras eran iguales: de algún modo, los nazis habían triunfado: el cabello, la vestimenta, son signos de nuestra identidad.

-¡Gadit, Gadit!- se desesperaba una voz. Ella se volteó con ilusión, pero no era su madre.
-¡Qué alegría encontrarte! Tu mamá me pidió que te diera esto.
La Estrella de David en un dije color plata que le habían regalado para su Bar Miztva anidó en el cuenco de su mano.
-Pero, ¿cómo?
-Me lo había entregado como pago por ocuparme de ubicarte en un trabajo seguro. El día de la evacuación vino a verme y me pidió que se lo devolviera. La conozco hace años, fue mi amiga en el colegio, y accedí. En ese momento entró un soldado y nos obligó a salir. Corrimos, nos persiguió, pero éramos demasiado ágiles. Pensamos que nos habíamos salvado, pero el desgraciado volvió con otro y su perro. Tu madre me rogó que te lo diera; me dijo que iba a reunirse con su marido y sus hijos, y escapó; no pude detenerla. A los segundos escuché gritos y un disparo. No quise mirar.

Gadit apretó la Estrella en su mano. “Volviste, madre, volviste”. Quiso llorar pero no pudo. Hasta de las lágrimas la habían despojado los malditos. “Pero estoy viva, madre, estoy viva. Ahora estoy segura de que fuiste tú quien me salvó aquella noche”.


Daniela Rostkier

Taller de Narrativa (Presencial)
Pasiones Literarias
Centro de Formación Humanística PERRAS NEGRAS