viernes, 27 de diciembre de 2013

Por las venas del Uruguay corre sangre de todos los sabores














En tiempos pasados, la realidad acuñó la frase “Uruguay, país de inmigrantes”, adjudicable también a otros países latinoamericanos. ¿Quién de nosotras/os no desciende de afros, italianos, españoles, rusos, alemanes y demás naciones europeas que, en momentos aciagos en sus terruños, debieron tomar la dura decisión de emigrar?

Pero la diáspora también nos alcanzó en épocas recientes. ¿Quién de nosotros/as no está desgarrado por la ausencia de un hermano, una tía, un hijo, un amigo, una entrañable compañera de escuela?

En el ámbito pedagógico existe una ley de oro que los docentes no olvidamos: “Con el niño o joven que ingresa a la Institución, ingresa todo su contexto”. En el fenómeno de la migración ocurre lo mismo: toda la cultura propia de la tierra del “peregrino” se instala con él y enriquece el hábitat, hasta que se transforma en un “compatriota”. Horacio Quiroga, otro emigrante, decía:
“-La patria, hijo mío, es el conjunto de nuestros amores. Comienza en el hogar paterno, pero no lo constituye él solo. En el hogar no está nuestro amigo querido. No está el hombre de extraordinario corazón que veneramos y que la vida nos ofrece como ejemplo cada cien años. No está el hombre de altísimo pensamiento que refresca la pesadez de la lucha. No hallamos en el hogar a nuestra novia. Y dondequiera que ellos estén, el paisaje que acaricia sus almas, el aire que circunda sus frentes, los seres humanos que como nosotros han sufrido el influjo de esos nuestros grandes amores, su patria, en fin, es a la vez la patria nuestra. Cada metro cuadrado de tierra ocupado por un hombre de bien es un pedazo de nuestra patria. La patria es un amor y no una obligación. Hasta dondequiera que el alma extienda sus rayos, va la patria con ella”.

En general, estos grupos mantienen vivas sus tradiciones en forma oral y colectiva, aunque la mayoría de las veces hay portavoces vitales, esenciales. Portavoces que con el paso del tiempo van languideciendo... No es frecuente registrar por escrito ni anécdotas, ni odiseas, ni formas artísticas... ni siquiera los platos ancestrales y preferidos por la colectividad. Si en una máxima fueron totalmente asertivos los romanos fue en aquella: “Verba volant, scripta manent”, o sea: “Las palabras dichas vuelan; las escritas permanecen”. En definitiva, todo ese acervo cultural, toda esa Vida, va siendo olvidada, que es la peor forma de negar la identidad, la peor forma que pueda existir de la Nada.

La más sana de las sugerencias para detener ese sutil desvanecimiento de la historia familiar, social y política, no es -como sería predecible- que concurran a un Taller Literario (ésa sería una sugerencia ideal e interesada, por cierto) sino que en cualquier libretita o con un simple grabador, empiecen a registrar esos sucesos íntimos de la familia y de la comunidad, todos los días y cada vez que sea oportuno, aunque no sigan un orden predeterminado en esta primera etapa. Pronto será otra la mirada sobre sus propias huellas y otra la autoestima, otra la satisfacción de lo obrado y otra la calidad de una herencia que no es posible mensurar de otra manera.



Ejemplos contundentes de tan sencilla operación pueden ser, por ejemplo, en principio, las recetas de cocina que dejó anotadas Leonardo Da Vinci, famoso pintor autor de la Última Cena y de tantas otras obras capitales de la cultura renacentista. Durante más de treinta años, Leonardo ejerció como Maestro de Banquetes en la Corte de los Sforza, después de importantes fracasos en restaurantes florentinos junto a su amigo Boticelli.

Veamos cuál fue el menú sugerido para la boda de la sobrina de Ludovico:

- Una anchoa enrollada descansando sobre una rebanada de nabo tallada a semejanza de una rana.

- Otra anchoa enroscada alrededor de un brote de col.

- Una zanahoria, bellamente tallada.

- El corazón de una alcachofa.

- Dos mitades de pepinillo sobre una hoja de lechuga.

- La pechuga de una curruca.

- El huevo de un avefría.

- Los testículos de un cordero con crema fría.

- La pata de una rana sobre una hoja de diente de león.

- La pezuña de una oveja hervida, deshuesada.

El menú fue rechazado aunque Leonardo argumentara muchas veces que “"Hay más belleza en un solo brote de col, y más dignidad en una pequeña zanahoria, que una docena de cuencos dorados llenos a rebosar de carne; hay más sutileza en una vieja ciruela y más alimento en dos judías verdes. ¿Qué he de hacer para mostrárselo a mi señor?"

El hecho es interesante porque nos muestra otra arista insólita pero similar a la de su vocación por la pintura: Leonardo se comportaba como un artista siempre; tenía la sensibilidad de un artista hasta para cocinar.













Muchos escritores, o se iniciaron a partir de simples registros de experiencias reales o, para mostrar otro aspecto del tema gastronómico, incorporaron, y por diversos motivos, recetas culinarias a sus obras. Es el caso de Laura Esquivel en “Como agua para chocolate”. Veamos un fragmento:

Pastel Chabela
II. Febrero

INGREDIENTES:
175 gramos de azúcar granulada de primera
300 gramos de harina de primera,
tamizada tres veces
17 huevos Raspadura de un limón

Manera de hacerse:
En una cacerola se ponen cinco yemas de huevo, cuatro huevos enteros y el azúcar. Se baten hasta que la masa espesa y se le anexan dos huevos enteros más. Se sigue batiendo y cuando vuelve a espesar se le agregan dos huevos completos, repitiendo este paso hasta que se terminan de incorporar todos los huevos, de dos en dos. Para elaborar el pastel de boda de Pedro con Rosaura, Tita y Nacha hablan tenido que multiplicar por diez las cantidades de esta receta, pues en lugar de un pastel para 18 personas tenían que preparar uno para 180.
¡El resultado da 170 huevos! Y esto significaba que habían tenido que tomar medidas para tener reunida esta cantidad de huevos, de excelente calidad, en un mismo día.
Para lograrlo fueron poniendo en conserva desde hacía varias semanas los huevos que ponían las gallinas de mejor calidad. Este método se utilizaba en el rancho desde época inmemorial para proveerse durante el invierno de este nutritivo y necesario alimento. El mejor tiempo para esta operación es por los meses de agosto y septiembre. Los huevos que se destinan a la conservación deben ser muy frescos. Nacha prefería que fueran del mismo día.
Se ponen los huevos en una vasija que se llena de cebo de carnero derretido, próximo a enfriarse, hasta cubrirlos por completo. Esto basta para garantizar su buen estado por varios meses. Ahora, que si se desea conservarlos por más de un año, se colocan los huevos en una orza y se cubren con una lechada de un tanto de cal por diez de agua. Después se tapan muy bien para interceptar el aire y se guardan en la bodega. Tita y Nacha habían elegido la primera opción pues no necesitaban conservar los huevos por tantos meses. Junto a ellas, bajo la mesa de la cocina, tenían la vasija donde los habían puesto y de ahí los tomaban para elaborar el pastel.
El esfuerzo fenomenal que representaba batir tantos huevos empezó a hacer estragos en la mente de Tita cuando iban apenas por los 100 huevos batidos. Le parecía inalcanzable llegar a la cifra de 170.
Tita batía mientras Nacha rompía los cascarones y los incorporaba. Un estremecimiento recorría el cuerpo de Tita y, como vulgarmente se dice, se le ponía la piel de gallina cada vez que se rompía un huevo. Asociaba los blanquillos con los testículos de los pollos a los que habían capado un mes antes. Los capones son gallos castrados que se ponen a engordar. Se eligió este platillo para la boda de Pedro con Rosaura por ser uno de los más prestigiados en las buenas mesas, tanto por el trabajo que implica su preparación como por el extraordinario sabor de los capones.
Desde que se fijó la boda para el 12 de enero se mandaron comprar doscientos pollos a los que se les practicó la operación y se pusieron a engordar de inmediato.
Las encargadas de esta labor fueron Tita y Nacha. Nacha por su experiencia y Tita como castigo por no haber querido estar presente el día en que fueron a pedir la mano de su hermana Rosaura, pretextando una jaqueca.
-No voy a permitir tus desmandadas -le dijo Mamá Elena-, ni voy a permitir que le arruines a tu hermana su boda, con tu actitud de víctima. Desde ahora te vas a encargar de los preparativos para el banquete y cuidadito que yo te vea una mala cara o una lágrima, ¿oíste?
Tita trataba de no olvidar esta advertencia mientras se disponía a iniciar la primera operación. La capada consiste en hacer una incisión en la parte que cubre los testículos del pollo: se mete el dedo para buscarlos y se arrancan. Luego de ejecutado, se cose la herida y se frota con mantequilla fresca o con enjundia de aves. Tita estuvo a punto de perder el sentido, cuando metió el dedo y jaló los testículos del primer pollo. Sus manos temblaban, sudaba copiosamente y el estómago le giraba como un papalote en vuelo. Mamá Elena le lanzó una mirada taladrante y le dijo:
«¿Qué te pasa? ¿Por qué tiemblas, vamos a empezar con problemas?» Tita levantó la vista y la miró. Tenía ganas de gritarle que sí, que había problemas, se había elegido mal al sujeto apropiado para capar, la adecuada era ella, de esta manera habría al menos una justificación real para que le estuviera negado el matrimonio y Rosaura tomara su lugar al lado del hombre que ella amaba. Mamá Elena, leyéndole la mirada, enfureció y le propinó a Tita una bofetada fenomenal que la hizo rodar por el suelo, junto con el pollo, que pereció por la mala operación.
Tita batía y batía con frenesí, como queriendo terminar de una vez por todas con el martirio. Sólo tenía que batir dos huevos más y la masa para el pastel quedaría lista. Era lo único que faltaba, todo lo demás, incluyendo los platillos para una comida de 20 platos y los bocadillos de entrada, estaban listos para el banquete. En la cocina sólo quedaban Tita, Nacha y Mamá Elena. Chencha, Gertrudis y Rosaura estaban dando los últimos toques al vestido de novia. Nacha, con un gran alivio, tomó el penúltimo huevo para partirlo. Tita, con un grito, impidió que lo hiciera.
-¡No!
Suspendió la batida y tomó el huevo entre sus manos. Claramente escuchaba piar a un pollo dentro del cascarón. Acercó el huevo a su oído y escuchó con más fuerza los pillidos. Mamá Elena suspendió su labor y con voz autoritaria preguntó:
-¿Qué pasa? ¿Qué fue ese grito?
(...)


 El siguiente, ya más elaborado, también revela la intención de no dejar escapar esos datos que pertenecen a un ámbito privado a compartir:

Anotaciones para una autobiografía

“Con el sol en Piscis y ascendente en Acuario, y un horóscopo de estratega en derrota y enamorada trágica, nací en Toay (La Pampa), y salí sollozando al encuentro de temibles cuadraturas y ansiadas conjunciones que aún ignoraba. Toay es un lugar de médanos andariegos, de cardos errantes, de mendigas con collares de abalorios, de profetas viajeros y casas que desatan sus amarras y se dejan llevar, a la deriva, por el viento alucinado. Al atardecer, cualquier piedra, cualquier pequeño hueso, toma en las planicies un relieve insensato. Las estaciones son excesivas, y las sequías y las heladas también. Cuando llueve, la arena envuelve las gotas con una avidez de pordiosera y las sepulta sin exponerlas a ninguna curiosidad, a ninguna intemperie. Los arqueólogos encontrarán allí las huellas de esas viejas tormentas y un cementerio de pájaros que abandoné. Cualquier radiografía mía testimonia aún ahora esos depósitos irremediables y profundos. Cuando chica era enana y era ciega en la oscuridad. Ansiaba ser sonámbula con cofia de puntillas, pero mi voluntad fue débil, como está señalado en la primera falange de mi pulgar, y desistí después de algunas caídas sin fondo. Desde muy pequeña me acosaron las gitanas, los emisarios de otros mundos que dejaban mensajes cifrados debajo de mi almohada, el basilisco, las fiebres persistentes y los ladrones de niños, que a veces llegaban sin haberse ido. Fui creciendo despacio, con gran prolijidad, casi con esmero, y alcancé las fantásticas dimensiones que actualmente me impiden salir de mi propia jaula. Me alimenté con triángulos rectángulos, bebí estoicamente el aceite hirviendo de las invasiones inglesas, devoré animales mitológicos y me bañe varias veces en el mismo río. Esta última obstinación me lanzó a una fe sin fronteras. En cualquier momento en que la contemple ahora, esta fe flota, como un luminoso precipitado en suspensión, en todos los vasos comunicantes con que brindo por ti, por nosotros y por ellos que son la trinidad de cualquier persona, inclusive de la primera del singular.

En cuanto hablo de mí, se insinúa entre los cortinajes interiores un yo que no me gusta: es algo que se asemeja a un fruto leñoso, del tamaño y la contextura de una nuez. Trato de atraerlo hacia afuera por todos los medios, aun aspirándolo desde el porvenir. Y en cuanto mi yo se asoma, le aplico un golpe seco y preciso para evitar crecimientos invasores, pero también inútiles mutilaciones. Entonces ya puedo ser otra. Ya puedo repetir la operación. Este sencillo juego me ha impedido ramificarme en el orgullo y también en la humildad. Lo cultivé en Bahía Blanca junto a un mar discreto y encerrado, hasta los dieciséis años, y seguí ejerciéndolo en Buenos Aires, hasta la actualidad, sin llegar jamás hasta la verdadera maestría, junto con otras inclinaciones menos laboriosas: la invisibilidad, el desdoblamiento, la traslación por ondas magnéticas y la lectura veloz del pensamiento. Mis poderes son escasos. No he logrado trizar un cristal con la mirada, pero tampoco he conseguido la santidad, ni siquiera a ras del suelo. Mi solidaridad se manifiesta sobre todo por el contagio: padezco de paredes agrietadas, de árbol abatido, de perro muerto, de procesión de antorchas y hasta de flor que crece en el patíbulo. Pero mi peste pertinaz es la palabra. Me punza, me retuerce, me inflama, me desangra, me aniquila. Es inútil que intente fijarla como a un insecto aleteante en el papel. ¡Ay, el papel! "blanca mujer que lee el pensamiento" sin acertar jamás. ¡Ah la vocación obstinada, tenaz, obsesiva como el espejo, que siempre dice "fin"! Cinco libros impresos y dos por revelar, junto con una pieza de teatro que no llega a ser tal, testimonian mi derrota. En cuanto a mi vida, espero prolongarla trescientos cuarenta y nueve años, con fervor de artífice, hasta llegar a ser la manera de saludar de mi tío abuelo o un atardecer rosado sobre el Himalaya, insomne, definitivo. Hasta el momento sólo he conseguido asir por una pluma el tiempo fugitivo y fijar su sombra de madrastra perversa sobre las puertas cerradas de una supuesta y anónima eternidad.  No tengo descendientes. Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros la tatuaron. Mi heredad son algunas posesiones subterráneas que desembocan en las nubes. Circulo por ellas en berlina con algún abuelo enmascarado entre manadas de caballos blancos y paisajes giratorios como biombos. Algunas veces un tren atraviesa mi cuarto y debo levantarme a deshoras para dejarlo pasar. En la última ventanilla está mi madre y me arroja un ramito de nomeolvides. ¿Qué más puedo decir? Creo en Dios, en el amor, en la amistad. Me aterran las esponjas que absorben el sol, el misterioso páncreas y el insecto perverso. Mis amigos me temen porque creen que adivino el porvenir. A veces me visitan gentes que no conozco y que me reconocen de otra vida anterior. ¿Qué más puedo decir? ¿Que soy rica, rica con la riqueza del carbón dispuesto a arder? "

Olga Orozco (Toay, La Pampa, Argentina, 1920-1999)

De: EMMA GUNST













O este pequeño fragmento extraído de un precioso y completo estudio del Profesor Leonardo Garet sobre nuestra poeta salteña Marosa Di Giorgio:

En esos años vivieron en la quinta mis padres, los abuelos, Josefina, melliza de mi madre  y su hija Poupeé y la empleada Magdalena criada por los abuelos, con su hijo Pocho. Llegaron a trabajar con nosotros trece peones. Hermano de Magdalena era Julio, uno de los peones, que de noche tocaba la guitarra para todos nosotros. 

De: http://www.marosadigiorgio.com.uy













En fin, sin sangre no hay vida. Cuando se nos ha concedido el privilegio de que ostente todos los sabores, la consigna es conservarlos. Escribir es el único acto cierto de permanencia. Los invito a quedarse en la única patria, en aquella de la que hablaba Horacio Quiroga, el otro emigrante/inmigrante: en la patria de sus amores. 



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