Memorias
frías de un soldado
Afuera, la nieve lo cubría todo, como el velo fino que se
coloca sobre los difuntos, protegiendo al muerto de los vivos, y resguardando a
los vivos del muerto. Los pinos verdes ya no eran verdes sino grises.
Completamente. Imitando al cielo, que no había parado de nevar durante semanas.
De las carpas, sólo silencio: albergaban hombres en combate
contra el sueño, aunque lucharan por dormirse. Desde una, sin embargo, cierta
tenue luz parecía arrastrar el sonido ácido de un grafo contra el papel.
<< Soy el soldado
Mezut Freier, y en horas dejaré de serlo... >>, escribía el joven. Se
detuvo, miró las palabras con sus ojos nimbados de nieve, y continuó.
<<Esto es, probablemente, lo último que escriba en mi vida; una verdadera
lástima, porque me hubiera gustado contar mi historia con más tiempo, pero
tiempo es lo que menos tengo. Ya limpié mi rifle, ordené las balas y cené mi
última cena: un poco de pan y lo que quedaba de alcohol en mi cantimplora. Ya
guardé las fotos de las personas que amé mucho y de las que no tanto. Ya le
hice el amor a mi esposa por última vez. Ya recé por última vez, a un dios que
dudo escuche las plegarias de un soldado del Infierno, como se nos ha
denominado. Ya escuché las órdenes de mi superior, quien le construyó un
pedestal al Furher, aunque en las sombras y bajo las caricias de la embriaguez,
me ha confesado que lo odia con todo su ser. También me reveló que en cuestión
de horas podríamos recibir un ataque sorpresa, y dadas nuestras condiciones, en
minutos pasaríamos a otro plano>>.
Afuera la brisa sopló, y a pesar del resguardo, el frío le
penetró los huesos.
<<Estoy esperando que esa hermosa mujer que habita la
noche helada y que le hace el amor a los moribundos, venga a ocuparse de mí...
pero que venga mientras duermo, porque estoy cansado de oponerme a mi
irrefutable destino...
Quizás, si las hubiese ocultado mejor, nada de esto hubiera
pasado, pero no supe esconderlas, y mis padres encontraron mis pinturas;
encontraron mi pasión. Aquella, en especial, los llevó a enlistarme en el
ejército Nazi: la de Paul y Gerard. Había conocido a los jóvenes en el taller
de arte y los pinté mientras se amaban. Yo jamás amé a un hombre, pero la forma
en la que ellos se entregaban necesitaba ser inmortalizada. Convertir ese
momento en un rastro de la eternidad me costó la vida. Un sacrificio que, sin
duda alguna, pagaré en manos de los soviéticos en las próximas horas>>.
Mezut observó la última palabra y la repitió en su mente:
“Horas, horas, horas... eso es lo único que me queda”.
Su compañero de carpa se revolvió en la cama. “¿Duermes
Ismael?... Claro que duermes.” Volvió sus ojos hacia el papel y contempló otra
vez las palabras que medían su vida. Tomó la hoja y unos fósforos, y salió de
la carpa.
Dio unos pasos sobre la nieve, con esfuerzo, y sintió cómo el
frío le quemaba la piel. Cerró y abrió su mano izquierda, completamente
entumecida, y se encaminó hacia los árboles. Carámbanos de hielo pendían de las
ramas y, por alguna razón, el soldado recordó que jamás le había gustado el
invierno, pero se sentía fascinado con él.
Comenzó a escalar el suelo, dominado aquí y allá por la vegetación, y en
minutos (u horas) se sintió fatigado; exhausto, se detuvo frente a un pino,
completamente petrificado. Tomó el papel con la mano agarrotada y encendió un
fósforo. El calor de la página en llamas le acarició la piel de los dedos,
hasta que la soltó, y ella, suavemente, cayó en la nieve, dejando a su paso pequeñas
luciérnagas rojas. Tomó su navaja y, con enorme esfuerzo, comenzó a rayar y a
tallar en el árbol.
Cuando terminó guardó su navaja en el bolsillo. Sin brusquedad,
se sacó el sobretodo. Sus dedos apenas
si pudieron desprender los botones de la camisa negra, pero la camiseta blanca,
al fin, quedó liberada. Se sentó y apoyó la espalda contra el pino; se
estremeció al notar que el árbol y el suelo se sentían cálidos. Observó con
detenimiento a su alrededor: la nieve flotando, otros árboles pálidos y blancos
sosteniendo estalactitas de sus ramas y, de pronto, las cenizas de su confesión
todavía braceando. Las lágrimas nacidas de sus ojos se escarcharon en sus
mejillas como un beso extrañamente tibio que lo hizo sonreír. Entonces, todavía
pudo preguntarle al viento: “¿Qué es el arte?” Y luego se durmió.
La nieve no tardaría en cubrirlo. El frío no demoraría en inmortalizarlo.
La dama lo abrazó, pero al erguirse, frunció el ceño. Grabadas en la corteza,
leyó: “El arte es libertad – Mezut Freier”.
Germán Olivera
Taller de Narrativa
Pasiones Literarias
Centro de Formación Humanística
PERRAS NEGRAS
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