TALLERES de CUENTO
Grupales e Individuales
“Para mí siempre
ha sido fundamental la lección del maestro Juan Carlos Onetti, un gran escritor
uruguayo muerto hace poco, que me guió los primeros pasos.
Siempre me decía:
“Vos acordate aquello que decían los chinos (yo creo que los chinos no decían
eso, pero el viejo se lo había inventado para darle prestigio a lo que decía);
las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el
silencio”. Entonces cuando escribo me voy preguntando: ¿estas palabras son mejores
que el silencio?, ¿merecen existir realmente?
Hago una versión,
dos o tres, quince, veinte versiones, cada vez más cortas, más apretadas:
edición corregida y disminuida”.
Eduardo Galeano
El benteveo en la
ventana
-Elvira,
recordá poner en el bolso la camisa verde y
la azul y el buzo de manga larga por si hace frío – dice Pedro con su
vozarrón mientras que se anuda la corbata frente al espejo.
Elvira
asiente silenciosamente mientras su mirada se pierde en la pared blanca y algo
descascarada que tiene ante sí.
-También
tenés que tener todo pronto para las
cinco y media. Acordarte de poner todas las cosas que te indiqué en la lista
que te dejé ayer. ¡No se te vaya a olvidar nada! Todas son me imprescindibles.
Ya sabés que me pongo muy ansioso cuando me falta algo que necesito. Todo tiene
que salir perfecto.
Elvira,
que ya buscaba en el caos del ropero las camisas, vuelve a asentir con la
cabeza sin decir nada.
-Mi amor – dice Pedro volviéndose
hacia Elvira- ¿cuántas veces te voy a pedir que vayas a la peluquería? No podés
ir así como estás. ¡Modernizate un poco!
¡Qué van a pensar si llegás a presentarte así delante de todos! ¡No quiero ni
imaginar que se rían de mí¡ ¡Sabés que
soy muy querido entre mis colegas de
trabajo, que siempre recurren a mí por consejo¡ ¿Qué dirían de mí si me ven
llegar contigo, tan desaliñada y desagradable? Sé que no tenés una mente brillante como la
mía pero, bueno, por lo menos hay que aparentar- dice, riendo.
De
pronto su semblante se torna serio.
-¡Ah! Cuánta razón tenía mi
padre – dice bajando un poco la voz.
Pero yo insistí tanto, ¡bah! si hubiera sabido entonces que aquello pasaría.
Yo.... bueno…No importa.
Elvira traga fuerte y en un esfuerzo
se aclara la garganta mientras sigue revolviendo nerviosamente la ropa.
-Bueno,
me voy a trabajar, recordá que vengo temprano. Tené todo pronto para irnos
enseguida. Te llamo durante el día para ver cómo vas ya que sos muy olvidadiza.
Tengo que estar recordándotelo todo. ¡Qué harías sin mí, mi amor, qué harías!
Pedro
toma su maletín, apenas besa a Elvira en la frente y sale como un torbellino.
Elvira
respira profundamente. Tenía aún muchas cosas por hacer: ir a la ridícula
peluquería, arreglar un sinfín de ridículas cosas, ponerse presentable para los
ridículos colegas de su marido. Pero
antes decide tomar un té. Va a la cocina, y pone agua a calentar.
Se
deja caer en una silla y mira por la ventana mientras espera que hierva. Hay un inusual silencio en la calle o al
menos eso le parece a ella. Puede sentir el susurro de los árboles balanceados
por el viento, el ruido del mar a lo lejos, los pájaros cantando. De pronto un
benteveo se posa en la ventana. Inmóvil, ella lo observa. El benteveo, llenando
su soberbio pecho amarillo, canta, y enseguida emprende el vuelo.
El
agua hierve ya.
Y
continuó hirviendo.
Andrea Alves
Cicatrices
Con
13 años aventajaba en poco a Susanita, que estaba por cumplir los 12.
Escasamente
tenía yo mayor preeminencia en la cuestión sexual -si por cuestión
sexual podemos llamar algunos besos donde a veces introducía mi
lengua en su boca, acompañando el beso con forcejeos torpes donde le
mandaba mano por cualquier parte y sin ningún arte-; ella lo toleraba como
parte de los múltiples juegos que diariamente compartíamos.
Generalmente
me derrotaba en el mikado, la payana, damas, y hasta al ludo me
ganaba. Era muy despierta; yo, siempre adormilado, admirándola; no
me importaba perder a nada ni a todo, con tal de estar a su lado.
En
el verano comenzaban las excursiones a la playa, donde íbamos en peregrinas
caravanas familiares, un poco en ómnibus y más aun a pie hacia la
playa. Todos colaboraban llevando algo: mi padre y los demás hombres, las
bolsas más pesadas de la comida (sandía incluida); los demás, hasta los
más pequeños, acarreábamos lo que pudiéramos.
Walter
-“El Colorado”- era su padrastro. Trabajaba en el Dique Nacional y
era una especie de baqueano (solo cuestionado por Don Pereira -siempre
con el ceño fruncido- desde su visión de obrero anarquista de frigorífico)
; era él quien llevaba -además de su cuota de cargamento- las cañas
y los elementos de pesca, que luego preparaba y repartía entre todos los
muchachos que pasaríamos toda la mañana intentando sacar algún bagre
que orgullosamente pudiéramos presentar en la parrilla.
Una
vez distribuidas las “cañas de flor” y los aparejos, tiraba sus “reels”, encarnados
con algo mejor que lombrices (los cebos incuestionables de los niños).
¡Qué
momentos!; ¡verlo traer una corvina -tironeando y soltando y volviendo
a tironear- en una lucha que nos parecía, casi una cuestión heroica, digna
de imitar!
Una
de las primeras tareas básicas del campamento, la teníamos los muchachos
del grupo; consistía en hacer un hueco grande en la arena y enterrar
la sandía; esto aseguraba que, después del asado, estuviera bien fresquito
el postre, y nosotros llenos de manchas y pegotes, que corríamos a
quitarnos en el agua, entrando entre chapuzones, pataleos y empujones, como
una turba de salvajes.
Luego
vino “el remolino”.
Ese
“tiempo sucio”, que estropeó los sueños de la gente; desde los más ingenuos
hasta los más románticos; desde los más domésticos hasta los más revolucionarios;
que inundó las fábricas y las calles con olor a miedo, que alimentó
cárceles y cementerios con voracidad insaciable; que solo otro torbellino
podría derrotar muchos años después.
No
puedo precisar cuándo, pero fue a poco de comenzar “la tormenta”...
Algunos
días, “el Colorado” comenzó a faltar de su casa, y entonces allí
se instaló una especie de “alerta sigiloso”: se apocaron los movimientos comunes
de las casas, el tiempo fue preso del propio tiempo.
La
cara, antes siempre animada de Susana madre, poco a poco se fue convirtiendo
en algo que no supe definir, y hoy sé, que era desazón.
Los
días en que venía, casi no lo veíamos llegar, y desaparecía de la misma
forma; se fueron espaciando sus apariciones -tal vez yo era uno de los
pocos “testigos” de su presencia- y aunque siempre me saludó cariñosamente,
comencé a comprender ese “extraño lenguaje que el miedo instala
en la gente” y que era transmitido por cada gesto, cada palabra no dicha,
cada mirada, los movimientos especulativos; fui comprendiendo que sus
llegadas marcaban el fin de nuestros juegos y de mi idilio cotidiano pero, hasta
sin comprender cabalmente de qué se trataba, fui asumiendo (como todos,
y más que todos) que algo injusto le ocurría a esa familia, algo que los
obligaba a vivir separados y en alerta permanente, vigilando hasta el movimiento
de las cortinas.
Poco
tiempo después, se mudaron -casi en silencio-; nunca supe adónde habían
ido a vivir. A partir de ese momento, fue Susanita quien nos visitaba
en casa; pero ya nada fue igual: ni los juegos, ni los picnics a la playa;
se me instaló como un vacío en las tripas, solo mitigado por el escaso tiempo
que duraban sus visitas, que se fueron espaciando hasta que el vacío se
me estabilizó definitivamente en el estómago.
Tenuemente
nos llegaban algunas informaciones -cada vez más dilatadas- y
así mi estómago fue recobrando su normalidad. Pero desde entonces, y
para siempre, cada vez que mi azarosa vida sentimental transita por caminos
de olvido, se me vuelve a instalar el vacío; como si hubiera escarbado una
cueva entre mis tripas, como si ese fuera para siempre el lugar del
dolor, el filtro último que me defiende y me muerde como un perro rabioso,
y siempre, siempre, el “recuerdo de ella”, y el hueco que me dejó instalado
como una cicatriz imborrable y áspera, repitiéndose cada tanto, con
distintos nombres y diferentes situaciones.
Del
“Colorado”, debí conformarme con la pobre definición de una nueva
palabra que apareció en mi diccionario -dicha en voz muy baja y acento
respetuoso por Don Pereira a mi padre: “El hombre pasó a la clandestinidad,
pobre gente”.
Francisco Castillo
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