La huida
El maestro Pao, el eremita, el
místico, se interna en la gruta. Su cuerpo de pantera se desliza en el cada vez
más oscuro agujero. Sus ojos-faros doblegan las lobregueces: la caverna, de
apenas el doble de su altura, con sus oquedades, donde habita la negrura…; a
diestra y siniestra sombras coléricas: ésta… un león, aquella… un elefante, más
allá… un lobo casi humano, armado. Su pelambre, de escalofrío se eriza. El
miedo no lo acobarda; despierta su furor guerrero.
La caverna lo acecha: está
irritada con el intruso. Pao, el filósofo, el maestro marcial, camina resignado
por las entrañas de la tierra. Se palpa la tiniebla… No es el escenario que
elegiría para un combate. Aquí no puede aplicar sus refinadas virtudes
agonales. Avanza y la oscuridad se mueve, lo envuelve, se abalanza sobre él.
Sus sentidos excitados le advierten del peligro… el pavor no lo aterroriza,
aviva su sed de sangre. Eléctrico se impacienta. “¿Por qué el enemigo no ataca?
Quiere desgastarme. ¡No lo logrará!” - gruñe.
Pao conoce desde siempre esta
boca en el acantilado, sabe de su mala fama. Pero no es por eso que su
curiosidad gatuna evitó explorarla antes. Gusta de lugares así, mas no de este.
Desde cachorro, cuando lo descubrió, sintió mala espina: “Esa aura oscura,
retorcida, repulsiva... mm....”
Se detiene, olfatea, a un lado,
al otro, hay rastros: “Pasaron por aquí. Hace un par de días. No están cerca.”
Los hombres del pueblo le habían
pedido: “Maestro Pao, nuestro protector y guía, robaron a nuestras hijas, por
favor, Nuestro Señor, rescátalas…” “¿Cómo negarme?”
Reanuda la marcha, como de
paseo; un león correría al choque, él no.
Luego de mucho avanzar, penetra
en una gran olla, el lugar perfecto para una emboscada, pero las apariencias no
engañan su aguda nariz.
Cuando le saltan encima los
hombres mono ya está preparado. Los garrotes chispean. Salta, se retuerce,
evade golpe tras golpe. A saltos los trogloditas lo persiguen. Estar en el
centro del peligro lo nutre; zarpazos, mordidas, empujones... Los agresores
pierden la iniciativa: son más lentos; la ventaja del número se les escapa en
medio del desorden. En su confusión más de uno lastima a un compañero. Aunque
rebasados, logran arrinconarlo. Confiada la banda: el triunfo está cerca.
La
situación es desesperada, no hay salida, son demasiados. El tiempo se detiene.
Una luz explota en su cabeza. La paz… se extiende por su alma. La penumbra se
hace día. Los enemigos empequeñecen. Notan el cambio, observan desconfiados.
Muestra Pao los dientes, sonrisa de pantera; su piel se eriza; sus zarpas se
extienden enraizándose en el suelo. Un rugido sale de sus entrañas, las paredes
le contestan a coro. Los vándalos tiemblan, trastabillan, retroceden, se
empujan en su desbande, murmuran preces en un idioma cacofónico. Un negro
huracán reparte el exterminio. No comprenden qué sucede; el karma los alcanzó,
su tiempo se fue.
Sin
mirar atrás, Pao se aleja. Solo resta entregar a las cautivas, y huir, como se
pueda, de las inevitables alabanzas.
Eduardo Varela
Un atractivo toque de misterio y suspenso. Bien logrado.
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